Dudas

Dado que en la economía actual es mucho más necesario el consumo que la producción y muchísimo más virtuoso el despilfarro que el ahorro, he decidido aprovechar esta Semana Santa para hacer todas las cosas que se supone que han de hacerse cuando se disfruta de unos cuántos días de merecido descanso. El problema es que me cuesta decidirme. La oferta es tan abundante que no sé si comprarme un móvil de cuarta generación y viajar hasta la Patagonia para fotografiar ballenas o pasar los días discretamente aburrido en algún hotelito rural del pirineo catalán y dedicar el tiempo a leer las divertidísimas andanzas de la familia Pujol mientras como revellons, caracoles, butifarra y bebo cava hasta reventarme el hígado.

Por otra parte, estoy considerando que estos días también parecen propicios para pasearse por la orilla del Mediterráneo recogiendo troncos de madera, galipó, maletas, latas de Coca-Cola, bolsas de patatas fritas, preservativos, plásticos, colillas, chancletas y botellines de cerveza vacíos, aunque, bien mirado, tampoco estaría de más trasladarse hasta la Ciudad del Vaticano para que algún cardenal, casto, célibe y santo, me explicara por qué las bodas civiles de los homosexuales ponen en peligro los valores tradicionales de la tradicional familia española. Con mucho respeto. Eso sí

No se qué hacer. Londres es una posibilidad. Aunque, no sé, bien pensado, seguro que durante estos días está repleto de compatriotas, así que mejor será no tentar la suerte no fuera a ser que me pase las vacaciones discutiendo de política nacional. París no me gusta. Berlín tiene un perfil monumental que me desconcierta y en Lisboa nunca he hecho otra cosa que preguntarme qué demonios he hecho con mi vida. Tal vez lo mejor sea hacer surf en las playas del Atlántico francés o jugar a la brisca con una viuda enlutada en algún mesón manchego lleno de moscas, quesos y olvido. No sé que hacer.

Ocho días de vacaciones no me parecen suficientes para jugar al golf en todos los campos construidos, durante el último cuarto de hora, en las provincias de Murcia y Almería. Tampoco me parecen bastantes para asistir a todos los recitales, exposiciones, conferencias, coloquios y demás actos programados para celebrar el centenario, bicentenario, o lo que hostias sea, del nacimiento o muerte de Santa Teresa de Jesús, así que, la verdad, no sé que hacer: ¿debo comprarme un apartamento en Torrevieja o debo buscar setas por las inmediaciones del monte Hintxorta?; ¿debo viajar hasta Nueva Zelanda en uno de esos aviones que se caen a pedazos para tener una charla metafísica con algún canguro o debo enamorarme de alguna muchacha que se parezca a Emmylou Harris y pasar las horas bebiendo bourbon, masticando chicle y escribiendo canciones insoportablemente melancólicas?. Las dudas me corroen. La cabeza me estalla. Finalmente, tras muchas cavilaciones, como buen patriota que soy, he decidido emplear todo mi tiempo y dinero tratando de ayudar a la incipiente industria del txakolí. Hoy es miércoles, uno de abril del año en curso, víspera del Jueves Santo. El día ha salido nublado y un servidor, con la vista y el cerebro casi tan nublado como el día, ya va por la segunda caja. A su salud.