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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La normalidad educativa vasca (II)

Alumnos de 2º de Bachillerato del Colegio Alameda de Osuna, que han vuelto a las aulas hoy de forma voluntaria para preparar la Evaluación de Acceso a la Universidad (EVAU), al haber pasado la Comunidad de Madrid a la Fase 2 de la desescalada. En Madrid (España), a 8 de junio de 2020.

Pablo García de Vicuña

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Cuenta Irene Vallejo en su agradable ensayo 'El infinito en un junco' (1) que la antigua Roma ya conoció las batallas que siglos después reproducirían las personas defensoras de la vieja y la nueva escuela. Nos habla de la tendencia común al castigo físico al alumno para mejorar su aprendizaje durante muchos siglos de cultura romana y de cómo empezó a ser cuestionada tímidamente por algunos maestros que regalaban dulces y galletas con formas de letras para premiar los éxitos escolares de sus discípulos. Sin embargo, esta rareza era minoritaria y se consolidó ese terrible dicho de que “la letra con sangre entra”. Así lo pone de manifiesto Vallejo quien nos recuerda a uno de los personajes del Satiricón, de Petronio, cuando arremete contra las costumbres depravadas y blandengues de su época -el reinado de Nerón I, en el siglo I- y anuncia la decadencia inminente de Roma si los niños estudian jugando.

Desconozco si los cambios que acabarán introduciéndose en la educación del siglo XXI, consecuencia de la intromisión invasiva de la COVID-19, supondrán la caída del sistema neoliberal actual. De lo que no hay duda es de que nada en el ámbito educativo -como en otras cuestiones que creíamos intocables- podrá seguir igual; no se ha tratado de una pesadilla que al despertar se desvaneciera.

Vaya por delante, que defiendo una escuela pública, laica, coeducadora, inclusiva, accesible, transformadora, participativa y de calidad. No sobra ningún calificativo; en todo caso, podríamos seguir añadiendo alguno más, aunque como tarjeta identificativa creo que es suficiente para comenzar.

Propugnar el valor de lo público es hacer partícipe a toda la ciudadanía de su derecho y deber para con el aprendizaje y la formación. Podrán existir -coexistir- otras formas, pero los gobiernos de los países tienen una deuda contraída con la primera que nunca debe dejar de ser reivindicada ni exigida por sus habitantes. Renunciar a ella en beneficio de otras fórmulas privadas o mixtas sería caer en los mismos defectos devastadores que ya la economía neoliberal ha propiciado con la deslocalización industrial o con la renuncia a enfrentarse a la omnipotente globalización. Pero conviene permanecer atentos/as porque la voracidad del sistema sigue extendiendo sus tentáculos hacia la educación como el último entorchado pendiente de colocarse.

Priorizar el laicismo y la coeducación es una exigencia innata de la educación total, sin exclusiones, sin esas carencias que durante tanto tiempo ha alentado este país machista y fervientemente católico. Del mismo modo, plantear sin tapujos ni sonrojo la accesibilidad e inclusividad, reforzará el carácter abierto de una educación que ha condenado durante años de ostracismo al distinto, a la vulnerable.

Para finalizar la enumeración, la participación de todos los agentes educativos en un proyecto común debería ser el objetivo principal para que familias, alumnado, especialistas educativos y administraciones se encuentren con humildad, cada cual en su espacio, y ayuden a perfilar un sentido distinto a la educación.

El resultado final, consecuencia de unir acertadamente todas las características anteriores, mostrará una educación de calidad amplia, común a cuantos centros decidan implicarse. Así, la calidad dejará de ser patrimonio privado de algunos, que lo convierten en santo y seña identitaria y factor de exclusividad; de conseguirse, todas las redes educativas la considerarán propia. De la suma de todas ellas, habremos conseguido una escuela transformada, que habrá necesitado precisamente de esa transformación para evolucionar a la Educación renovada.

Pero, volviendo a la narración de Vallejo, todos los agentes educativos, cada cual, en medida distinta, pueden ser elementos reticentes a esa nueva educación y poner interesadamente palos en la rueda del cambio.

La Administración, por ejemplo, aún impactada en gran medida por los efectos de la pandemia -que no permite lecturas en exceso optimistas, aunque las imploren con toda suerte de liturgias- se resistirá a unos avances que valorará siempre en clave de costes económicos inasumibles. Trabajará en dos líneas. De un lado, proponiendo la superación de los efectos más perniciosos de la pandemia, para poder volver al cielo del 14 de marzo; es decir, “nueva normalidad”, idéntica a la anterior, derivando los esfuerzos presupuestarios a que todo siga igual que antes. Del otro lado, proveyéndose de aquello cuya carencia resultó más patente durante el confinamiento (equipos informáticos, conectividad…) para evitar críticas que resultarían imposibles de justificar ante un nuevo brote epidémico.

No será suficiente, si actúa así. La línea de trabajo de la administración pasa ineludiblemente por responsabilizarse de programar un cronograma que reduzca una segregación escolar que tras el paso del Coronavirus se ha disparado. Save The Children, en su informe “Cerrar la brecha” señala que “(…) la COVID-19 no ha hecho más que evidenciar las diferencias que ya existían entre el alumnado de distinto origen socioeconómico y ahondar y ampliar las brechas educativas previas. Si hay algo claro desde las administraciones es que hay que tomar medidas urgentes para abordar las consecuencias más inmediatas que la crisis ha tenido sobre el alumnado”. Es urgente, pues, que a los programas de recuperación necesarios del próximo curso se acompañen otros de carácter más afectivo, con el fin de ayudar al alumnado a superar una situación trágicamente novedosa e inesperada, así como iniciativas y experiencias de verano que permitan ir trabajando en esa línea de disminución de la brecha escolar.

En último lugar, es responsabilidad también de las administraciones, como sugiere el Proyecto Atlántida (2), flexibilizar los currículos educativos, reorganizar los centros para la nueva etapa y formar al personal educativo y de servicios en las nuevas necesidades surgidas (plataformas de aprendizaje, nuevas medidas higiénico-sanitarias). Tiene tarea por delante la Administración educativa y mucha responsabilidad en el éxito final que la sociedad vasca espera y desea.

La familia, agente educativo indiscutible, también suele funcionar de forma reactiva ante los cambios y puede ser un freno hacia esa escuela renovada que estamos planteando. Se oye, se habla intensamente de la necesidad de participación, de integración en el devenir escolar del alumnado; se reclama, a veces de forma exagerada, un mayor espacio de acogida para compartir vivencias e ideas en busca del bien final. Si no se satisface estos deseos, se inicia una frustración que puede alejar definitivamente a algunas de la responsabilidad propia en la formación de sus hijos e hijas.

Si exceptuamos el ínterin que supuso en su inicio más rompedor la LOMCE, lo cierto es que las últimas leyes educativas han creado un espacio de participación escolar para las familias. Su presencia en los O.M.R. y/o Consejos Escolares consolidaba una tendencia a la integración como agente educativo activo; otorgaba un espacio y una responsabilidad en la aprobación del proyecto educativo de los centros, en la participación de órganos básicos internos, como la Comisión de Convivencia, en la creación de actividades extraescolares... Sin embargo, la mayoría de ellas no se incluyen en tales órganos, ni forman parte de las asociaciones de madres y padres que rodean este ámbito. Las que participan son siempre una minoría del conjunto que supone el centro escolar.

De ahí la necesidad de que también las familias acepten su compromiso en esa educación renovada que planteamos, al menos en varios puntos. El primero, que no por actual deja de tener su importancia, es corresponsabilizarse de las medidas sanitarias que en el tiempo de pandemia (y en el futuro que vaticinan los expertos de próximas oleadas de otros virus infecciosos) es absolutamente necesario. Poco se logrará en beneficio de todas y de todos si las medidas adoptadas en los centros no tienen continuidad en las viviendas, si no se transmite la necesidad de una cierta disciplina en los hábitos de limpieza personal. Por la importancia de lo que tenemos en juego, el alumnado no puede percibir dos mensajes distintos en este tema crucial para la salud pública.

Las familias, junto al resto de agentes laborales, debe revisar, debe re-direccionar un asunto tan importante como el de la conciliación. La escuela, el centro educativo, no puede ser el lugar aparca niñas/os que algunos desean. Nunca debería hacerse la elección de un centro educativo en función a las posibilidades de atención y guarda que éste ofrezca, mientras dure la jornada laboral del ama, aita o de ambos. Pero, así se hace en innumerables ocasiones. Y así, cada vez más centros, condicionan su oferta educativa en base a ese criterio y no a su inmejorable proyecto educativo. Las familias deberían ser las condicionaran a empresarios y administraciones para conseguir horarios laborales racionales, que permitiesen en la medida de lo posible, comidas familiares y espacios temporales de disfrute voluntarios. Entre las muchas modificaciones que el confinamiento ha introducido en nuestras vidas también ha estado el inmenso tiempo familiar compartido conjuntamente. Ello ha permitido que padres, madres, hijos e hijas compartieran ocio y trabajo; extremando el ejemplo, habrá habido familias que hayan descubierto realmente qué tipo de formación estaban recibiendo sus pequeños/as o incluso en qué curso concreto se encontraban.

El aprendizaje que deberíamos obtener del confinamiento en este sentido es que ese tiempo compartido de forma obligatoria, no debiera echarse en saco roto, como una mala experiencia de la que, afortunadamente, se ha podido salir. Si alguien duda de lo positivo de esta experiencia de ayuda escolar, que pregunte especialmente al alumnado menor de 12 años, ampliamente satisfecho por la situación de colaboración obtenida, por el tiempo extra disfrutado junto a sus madres y padres.

En último lugar, las familias deberían entender que se debe trabajar en la educación vasca ampliando la escala de grises, aceptando que el sistema educativo vasco ni es el mejor ni el peor del mundo occidental; va por buen camino, pero entre todas/os debemos conseguir que mejore. Es amplio el catálogo de necesidades que debe cubrir, pero es fundamental su implicación en la consecución de esas mejoras. Dejarlo en manos de los demás no es generosidad, sino falta de implicación.

No me resisto a finalizar sin estas sabias palabras de Victoria Camps (3), sobre el compromiso educativo de las familias: “La escuela debe enseñar a las personas a ser ciudadanos y no súbditos, a ser autónomas y no subordinadas. Y a las familias les corresponde apoyar estos objetivos, ofreciendo todo su soporte a la escuela y procurando que lo que se enseña en las aulas no se malogre en cuanto se abandona el recinto escolar”. Sea, pues.

(1) Siruela, 2019

(2) Resumen y Recomendaciones COVID-19. Informe de investigación, Escenarios de innovación

(3) Creer en la Educación. Península, 2008

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