Querido Juan sin Tierra
Como un aldabonazo en mitad de un silencioso erial, el de la cultura concebida como un proyecto de disidencia y búsqueda de la verdad desnuda, la muerte de Juan Goytisolo ha venido a dejarnos huérfanos de una voz sin igual en las letras españolas, más allá de modas estilísticas, generaciones literarias o corrientes intelectuales.
No hay libro, en su producción a partir de Señas de identidad (1966), que no ponga el dedo en la llaga de la cultura universal, con salteadas calas en aquellos episodios de la historia en que diversos autores y autoras hicieron de su particular obra bandera de la heterodoxia y cuerpo del delito frente al establishment del momento y del espacio que les tocó vivir. Desde El libro del Buen Amor, escrito por el Arcipreste (1330) hasta Haxi Murad, de Lev Tolstói (1912), Juan Goytisolo teje una red imbricada por una exégesis crítica que enseña al lector o lectora la literatura desde el otro lado de la caverna, donde se ejerce un acto consciente de libertad al crear la propia obra contra viento y marea y a pesar de las consecuencias y sombras que la misma pueda acarrear.
En su magnífica y breve España y los españoles (1969), inspirada por su mentor y amigo Américo Castro (como sabemos gracias al Epistolario que estos dos grandes mantuvieron entre 1968-1972 y que Pretextos publicó en 1997), cuando Juan Goytisolo habla del mal llamado Siglo de las Luces hace referencia a su muy estudiado Blanco White citando una frase de Bossuet: “Un héretique est celui qui a une opinión”.
Semejante afirmación retrata al autor de Don Julián (1970) y señala la ausencia de herejes en nuestra cultura, ahora más sola que nunca con la muerte del mediano de los hermanos Goytisolo, cuya vida, narrada con tanta sinceridad y maestría en Coto vedado (1985) y En los reinos de taifas (1986), nos contó también desde otra perspectiva Miguel Dalmau en Los Goytisolo (1999).
Sus ensayos, sus artículos de opinión, sus reseñas literarias, son a cada cual mejor y hacen honor al título de un memorable artículo que después sirvió para titular una obra donde agavilló un centón de ellos: Pájaro que ensucia su propio nido (El País, 13 de febrero de 2001).
Su conocimiento de la literatura clásica española, pero sobre todo de aquellas obras que en su día fueron perseguidas y que aún hoy siguen teniendo un significado claro y vigente aplicable a nuestra época, le convirtieron quizás en el mejor conocedor de tesoros de la lengua como La lozana andaluza de Francisco Delicado o La celestina de Fernando de Rojas. En consonancia con su enjundia, sus estudios críticos han servido siempre como faro y guía para conocer a otros eruditos de la filología en sus diversas ramas, desde Stephen Gilman a Luce López-Baralt, pasando por Francisco Márquez Villanueva o María Rosa Lida de Malkiel, por citar una muy escueta nómina de magníficos investigadores e investigadoras de nuestra literatura.
Ahora quedamos huérfanos al perder a quien se empeñó a enseñarnos a los españoles, desde la otra orilla del Mediterráneo que ahora es una tumba abierta, como somos y por qué somos lo que somos. No obstante, su voz perdurará porque su obra ya forma parte esencial del corpus de nuestra literatura, y cumple con el deseo de su autor, quien solía decir que no buscaba lectores de su obra, sino relectores. Nunca será demasiado tarde, cada vez que abramos alguno de sus libros, para darle de nuevo las gracias por escribir todo lo que dejó escrito.
Que la tierra te sea leve.