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José Gil, el pionero del cine gallego que sorprendió a Henry Ford y tuvo una vida marcada por la desgracia

José Gil haciendo un trávelin en la muralla de Lugo en agosto de 1914.

Alfonso Pato

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Los pioneros siempre generan desconfianza. Y mucho más si el pionero creció en el entorno de una aldea perdida de Galicia a finales del siglo XIX, donde era fácil que sus ideas fuesen tomadas por extravagancias propias de un chiflado. Pero José Gil (Rubiós, As Neves, 1870 - Vigo, 1937), fue tenaz en la persecución de un sueño: hacer cine. La conquista de este sueño y su desoladora pesadilla final son el origen de la exhaustiva biografía Nos días encantados de agosto, obra de Manolo González, que estos días publica la Editorial Galaxia y toma el título de una de las películas de este cineasta, que siempre rodaba en ese mes.

González, un prescriptor de referencia en la historia del cine gallego, sea como docente, historiador o impulsor de nuevos cineastas, ha dedicado décadas de su vida a investigar la vida y obra de este personaje tan fascinante como poco conocido. “A Gil le debemos un listado interminable de cosas en las que ha sido el primero. En hacer documental, en montar un laboratorio o en crear una relación con América, fundando el 'cine de correspondencia' para la emigración”, contextualiza el autor del libro sobre el que considera que fue “el primero que vivió del audiovisual en Galicia”.

Primero como fotógrafo que bebió de la corriente del pictorialismo, avispado publicista cuando esta palabra no existía, innovador inventor, primer representante de los vehículos Ford y, sobre todo, el primer cineasta que cita la idea de “un cine regional gallego”, con su productora Cinegráfica Gallega. Si a esto añadimos la tragedia personal que vivió con la muerte de sus tres hijas y sus penosos últimos días, arruinado y devastado, las circunstancias convierten a Gil en un personaje que despierta una mezcla de admiración y compasión.

“Lo personal y lo profesional se mezclan en él de manera orgánica; no se explica lo uno sin lo otro”, escribe el biógrafo en el prólogo. “Gil se hizo a sí mismo. No es un intelectual, no es Meliès ni tiene esa poesía, pero pintaba genial, sus fotos son muy interesantes y marca el inicio de la historia”, explica Manolo González, que entre 1989 y 2002 escudriñó por el mundo centros gallegos y filmotecas de países como Cuba, Uruguay o Argentina, buscando los rastros de las primeras latas de películas rodadas en Galicia. A pesar de que hay documentadas 151 películas de Gil, solo 7 latas fueron localizadas. Algo similar pasa con sus fotografías. Posiblemente haya hecho miles, pero apenas hay un centenar de originales localizados. “Las latas están depositadas en el CGAI, la filmoteca de Galicia, un lugar abandonado por la Xunta, sin rumbo ni director desde hace años, con una despreocupación absoluta”, critica el descubridor de muchas de estas obras.

González llegó a la figura de Gil a través de una cadena de curiosas coincidencias. No había apenas información privada suya, no había dejado descendencia ni legado ningún archivo. Solo estaba su rastro en publicaciones de la época. El historiador comenzó a patear los lugares referenciales en la vida de Gil y parecía que el azar siempre le colocaba en el camino a la persona adecuada. Sabía que Gil había regentado en los años veinte en Ponteareas el Cine Royalty. Hasta allí llegó un día de 1986 y la primera mujer con la que se encontró, la señora Maruxa, le regaló un testimonio estremecedor: “Yo era una niña y don Pepe y su mujer, doña Trini, me invitaban a ir a su cine. Se pasaban las tardes proyectando las películas donde salían sus tres hijas, que habían muerto”, le contó esta mujer, que jamás olvidaría los sollozos desconsolados de la pareja en la oscuridad del Royalty.

La narración impactó a Manolo González, que buscó más durante años y terminó por entregar este libro, en el que convergen las dos pasiones del autor: el cine y la historia. “Me fascinó Gil por su perfil de francotirador solitario y porque era muy desconocido. En su día hablé con históricos como Carlos Velo o Arturo Cuadrado y ellos ni sabían que existía”, recuerda.

El fotógrafo

Siendo muy joven, a finales del siglo XIX, José Gil se desplazó al balneario de Mondariz, donde comienzó a desarrollar su técnica como fotógrafo retratista, al amparo de la alta sociedad que afloraba alrededor del termalismo. Leía revistas profesionales, estaba al tanto de las corrientes fotográficas y buscaba una intención artística. Gil seguía las premisas del pictorialismo, “que busca incorporar a la fotografía técnicas pictóricas, con escenarios elaborados y poses estudiadas”, explica González. Allí retrata y conoce a figuras de la época como el escritor Carlos Arniches, el inventor del submarino, Isaac Peral, o Emilia Pardo Bazán, que le escribió años después a propósito de un retrato: “Pasada la edad hermosa, cada retrato es un disgusto y el artista no tiene la culpa”.

Gil montó posteriormente un estudio en Ourense, pero fue con su traslado a Vigo, en 1905, cuando su trabajo cobró una nueva dimensión. Su amigo Jaime Solá lo nombró primer director artístico de Vida gallega, una publicación gráfica de referencia en la prensa gallega y española. La entonces pujante burguesía industrial viguesa, adinerada y refinada, encarga sus fotos a Gil, “porque tener una foto suya daba prestigio social”. explica su biógrafo.

El negocio fotográfico va viento en popa, pero Gil sigue teniendo el sueño de hacer cine. “Siempre quería innovar. Se compró un costoso equipo Lumière que operaba como cámara y como proyector y comenzó a hacer cine ambulante”, González. Llevaba por las ferias las primeras imágenes en movimiento, entonces un número de entretenimiento que se mezclaba con acróbatas, forzudos o cameladores vendedores de crecepelo, pero también comenzó a desarrollar unas inteligentes líneas de negocio: las industrias y la emigración.

El 'cine de correspondencia'

En 1913 partieron más de 45.000 personas de Vigo, más de la mitad de ellas hacia Argentina, y Gil fue el primero en explorar la vía del 'cine de correspondencia': cartas cinematográficas cruzadas entre América y Galicia. Nuestras fiestas de allá (1928), rodada en el Val Miñor o Galicia y Buenos Aires (1931), hecha en O Condado, son ejemplos documentados de este tipo de obras, “que existieron hasta los años 60”, expone González. También se cita a José Gil como director de Miss Ledya, la considerada primera ficción gallega, rodada en 1916, en la que incluso tiene un papel Castelao, algo que su biógrafo desmiente rotundamente: “Es un error histórico. Gil participó como cámara y estuvo ahí, pero el director y guionista fue el madrileño Rafael López de Haro”.

Siempre emprendedor, José Gil se hizo con la representación de la marca Ford. En 1914 él mismo se compró el primero de estos vehículos en Galicia y tuvo la ocurrencia de filmar un spot insólito en la plaza de toros de Pontevedra. Subió a toreros y picadores en vehículos y desde allí encaraban a los becerros. En una de las fotografías que se conservan se ve una imagen rocambolesca: un picador punzando un becerro desde el coche, en lo que él llama “el picador mecánico”. “Gil envió una copia de la película al mismísimo Henry Ford a Detroit, y este le devolvió una carta de su puño y letra felicitándolo”, relata González en su biografía, que recoge otros episodios. Por ejemplo, cuando subió su coche adaptado para rodajes a la muralla de Lugo e hizo un trávelin circular rodeando la muralla con la cámara encima del coche. “Sería maravilloso tener hoy esas imágenes, pero solo hay una foto que lo documenta”, lamenta el historiador, que añade que Gil patentó vehículos como el Autocine o el camión Reclame-Cinemóvil. El primero era un coche con un proyector incorporado en la cabina y el segundo, una especie de camión-cine ambulante que funcionaba como soporte publicitario.

Dotado de ingenio para la publicidad, sus anuncios en la prensa son sorprendentes para la época. “Haga una película de sus seres queridos y descubrirá que así no podrán morir nunca”, decía uno de ellos. Otra frase publicitaria en la que describe sus intenciones también es antológica: “Gil no trabaja por el engrandecimiento de su bolsillo, solo por engrandecimiento de nuestra tierra”.

A pesar de sus intenciones de engrandecer Galicia, Gil no obtuvo el respaldo del sector galleguista. “El galleguismo ignoró inicialmente el cine. No debe entenderse como un desprecio, sino que simplemente era una novedad que no estaba en su campo de interés. Fernández del Riego lo reconocerá posteriormente”, expone González, que aporta un dato: en 139 números de la revista Nós no aparece la palabra cine, “una ausencia clamorosa”. Sin embargo, unos años después, en junio de 1936, el Partido Galeguista recurrirá al Camión Reclame-Cinemóvil para utilizarlo como propaganda en la campaña a favor del Estatuto de Autonomía.

La pesadilla personal

En esa altura, la vida ya había castigado a Gil con una cadena de desgracias. Su único hijo varón murió a los 15 días de nacer y sus tres hijas lo hicieron en un período de apenas siete años, una tras otra. Todas tenían entre 17 y 20 años y todas enfermaron de tuberculosis. María, la primera de ellas, llamada a seguir el oficio del padre, murió en 1917. Gil encargó al escultor Francisco Asorey, el más prestigioso del momento, una gran escultura funeraria para la tumba de su hija mayor en el cementerio vigués de Pereiró. En 1922 falleció Rosita y en 1924, Pepita.

Siempre tenaz, Gil intentó remontar el vuelo en Vigo, donde rodó varias películas ayudado, una vez más, por la burguesía industrial. La irrupción del cine sonoro y de la ficción, en la que tenía un proyecto, llegaron a destiempo para José Gil. “Se convierte en una imagen casi espectral, abatido y deambulando con su cámara obsoleta por las calles de Vigo”, relata Manolo González que, sin embargo, cree que el cineasta todavía tenía cosas que aportar. “Es una pena que no conservemos sus últimas películas porque en las crónicas escritas se habla de una renovación formal en su trabajo”, explica. En ese momento, dice, con el estreno en España en 1925 de la obra fundacional del documental, Nanuk, el esquimal de Robert J. Flaherty, se ven influidos todos los documentalistas.

Los últimos años de vida fueron duros para Gil. Enfermo y deprimido, para poder sobrevivir puso anuncios para malvender las pertenencias que le quedan, incluidos su preciado laboratorio y su coche preparado para rodar películas. Sin descendencia viva, distanciado de su mujer, Trinidad Sarabia, y de sus cuñados, también fotógrafos, Gil sabía que estaba en la recta final del camino. Siguió visitando la casa familiar de Rubiós, pero ya no con la imagen opulenta de su Ford de antaño, sino en un autobús de la línea regular, “desaliñado y abstraído”, según los testimonios de varios vecinos. En 1937, se cansó de vivir. Quería estar en el panteón del cementerio de Pereiró y que sus cenizas reposasen al lado de sus hijas, bajo la escultura de Asorey. De ser una celebridad pasó al ostracismo, a la invisibilidad bajo una lápida blanca que ni siquiera lleva su nombre, “como si el epílogo fuese una simple pantalla en blanco”, sentencia Manolo González.

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