Viernes tarde. Madrid. Puerta del Sol. El encendido del humilde alumbrado (sí, vaya, solo ha costado 1,6 millones de euros) inaugura la temporada navideña. Qué bonito.
De pronto, unos nacionales empiezan a liarla con el fin de identificar a alguien porque a su lado, otro alguien quiere leer algo. ¿Alguien, algo? Sí, este manifiesto contra la Pobreza Energética propuesto por la Asamblea de Vivienda de Madrid, colectivo convoca asimismo la acción. Y es que los nacionales parecen tener una VIM (very important mission): proteger un árbol de Navidad corporativo. El derecho a defender árboles de navidad corporativos, que sepamos, aún no se recoge bajo artículo alguno de la Constitución, aunque pasa por encima del 21 y el 47. ¿Será quizá ese el próximo artículo que con tanta ansía quiere reformular el PSOE? Además, el árbol es de la misma empresa que hace el súper emotivo anuncio “del año”. Dios, ¡qué sobredosis de significantes!
Y es que los árboles corporativos se reproducen como champiñones: este año, siete empresas patrocinan la ciudad de Madrid en un lindo gesto de colaborar en el presupuesto participativo: JCDecaux, Tous, Mahou, Movistar, El Corte Inglés y Pullmantur han comprado espacio público para plantar sus pinos e iluminar nuestra ilusión. ¡Anda, quizá si pagásemos los 320.000 € que han pagado ellos, nos dejarían la calle para escuchar hasta el final el manifiesto!
Salir del armario del frío. No, no es una indicación para entrar en Narnia. Ni el lema final que cierra la última de Juego de Tronos. No. Es parte de lo que proponía la acción del pasado viernes: visibilizar la pobreza energética en la que viven más de siete millones de personas en España.
“Encienden las calles, apagáis las casas”, decía una de las pancartas del viernes. Pienso en mi frío. En mi historia del frío. Yo soy niña de calefacción central. Me crié jugando en camiseta y descalza. En casa de mis abuelos, sin embargo, había un cuarto al que llamábamos la nevera y en la que nos castigábamos para entrar. “¡Ahora vas tú!”. Solo veinticinco años antes de que yo naciera, moría el hermano más pequeño de mi padre en ese mismo piso de Usera. “Se murió de frío”, decía mi abuela. “Nos arremolinábamos contra la cocina los días de más frío”, añadía mi otro abuelo. “En el piso de Cuatro Caminos”, cerraba mi madre, “dormíamos juntos los hermanos, con un ladrillo refractario en los pies y una bolsa de agua caliente en los riñones”.
Cuando dejábamos atrás Usera para subir a nuestra casa retirada junto al Parque salíamos como por encantamiento de ese imaginario del frío, como en una pirueta histórica la calefacción nos recibía al entrar en casa con el placer de una ducha de agua caliente. Años después, dejaría la casa familiar para ir a otro piso del centro también con calefacción central. No fue hasta que me fui a vivir a Sevilla, donde la idea del frío es negada como en un esfuerzo mental colectivo: “Pasará, pasará, pasará y volverá Sevilla, la primavera perenne, y tal...”, pensado tan fuerte como un mantra, descubrí el dicho: (no se si se dice en el resto de Andalucía) : “Hace más frío que en las casas”. Y lo comprendí. Son casas hechas para aplacar el calor. Y por eso mismo, la pesadilla era monumental para mi cuerpo de clase media mal o bien acostumbrado: mi temperatura se había forjado a golpe de privilegio estructural. Cuando aprendí la cultura del brasero, que, con sus faldones compartidos implica comunidad, gente apiñada en torno, me tuve que volver a Madrid. A un último piso con cerramientos fatales por donde el viento casi silba al colarse por las rendijas. Y volví a comprender. Me había hecho mayor. Ya nunca volvería a corretear descalza sobre un parqué barnizado.
Si llegas a tu casa y te tienes que hacer la cena con el anorak puesto, sufres pobreza energética. Si te acuestas a las 20:00 porque ya no sabes donde meterte en casa con quince jerseys y la bata encima, sufres pobreza energética. Si te ves obligado a hacer cocido con garbanzos de bote, sufres pobreza energética. Si recibes una carta intimidatoria de Endesa, sufres pobreza energética.
Pero, además, si tu tarifa de luz y agua se ha incrementado en un 50% en la última década, si el gobierno de tu país rechaza una enmienda de ley que impide el corte por impago en los meses más fríos, si muchos de tus ex-mandatarios cobran sueldos astronómicos en empresas hidroeléctricas, de las que además tienes que sufrir su publicidad enrollada, entonces tú sufres, es decir, nosotras sufrimos, Violencia Energética.
“Sed. Frío. Oscuridad”, reza otra de las pancartas que quizá hasta aún hoy se pueda ver tapando parte del anuncio del iPhone 6. “Sin agua, sin luz, sin miedo”. Aprender a contárnoslo en voz alta. Salir del armario del frío. No está mal para empezar a recuperar el derecho una ciudad templada para todas (ya sabemos que todas a todo gas no se sostiene) a precios regulados por políticas razonables.
Mientras, los directivos de esas empresas que nos roban impunemente con la complicidad de los trapicheos cocinados en el Congreso, caminarán tranquilamente este mes que comienza por sus calles peatonales cuajadas de lucecitas. Los crujidos de sus bolsas repletas de compras ensordecerán los gritos de la otra ciudad y acompasarán el paseo hasta sus pisos de crujiente tarima de pino barnizado. Perdón por la adjetivación masiva, pero la vida de los ricos está toda ella ornamentada, acolchada y caldeada.
En esta época tan dickensiana (y keynesiana) se me ocurre terminar con el comienzo de la novela de Dickens que da título a este artículo, la única, curiosamente, que no va de golfillos y callejuelas londinenses. Va de dos ciudades: Londres, que representa la opulencia tranquila, y la París previa a la Revolución, que representa la efervescencia anterior a los días de primera fila en la guillotina.
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.».
Y tú, ¿pasas frío? No es culpa tuya. Cuéntalo.
Sobre este blog
Interferencia (Wikipedia): “fenómeno en el que dos o más ondas se superponen para formar una onda resultante de mayor o menor amplitud”.