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“Los dirigentes de Arabia Saudí son ricos, fuertes, hábiles y están bien protegidos por EEUU”

El nuevo rey saudí, Salman bin Abdelaziz al Saud

Javier Martín

Reclinada sobre un confortable sillón de orejas beige, Basma bint Saud asemeja una más de las miles de mujeres emprendedoras que habitan los barrios acomodados de Londres. Morena, de mirada profunda y rasgos equilibrados, maneja diversas inver­siones y desde hace unos meses brega por establecer una cadena de restaurantes en el centro de una de las principales capitales financieras de Europa. Apenas exhibe joyas, más allá de un par de anillos de oro y un amplio brazalete repujado, y solo un elegante pantalón y una camisa de alta costura certifican un estatus social elevado. Hace más de una hora que el mediodía se ha descolgado en los relojes, y en el amplio ventanal de su adosado, recién adquirido en el barrio occidental de Acton, un manojo de rayos de sol quiebra la plúmbea monotonía matutina.

“Perdone que le haya hecho esperar”, dice a modo de salu­do mientras deposita el teléfono móvil sobre una mesilla tara­ ceada y alarga un pequeño cuenco con dátiles. “Como debe saber, hoy es viernes y acudimos a rezar a la mezquita. Son sau­díes, los mejores dátiles del mundo”, explica. Su sencillez —ajena a cualquier tipo de protocolo—, la cercanía y la afabili­ dad en el trato sorprenden. Más cuando quien comparte con ella un pedazo de su ajetreado tiempo sabe que se trata de una alteza real, la última hija del segundo monarca de Arabia Saudí y actual azote, aunque moderado, del régimen que dirige su tío, el rey Abdulá ibn Abdulaziz. “Es verdad que tenemos muy mala imagen”, admite entre risas. “Allí donde vayas, la gente tiene una idea completamente diferente de cómo son los saudíes. Creo que, al contrario de otros como Qatar, carecemos de una buena estrategia de marketing y promoción de marca. Ellos tienen su imagen, tiene a Al Yazira con el que muestran la idea de aquí esta­ mos los árabes modernos, no somos terroristas... pero en reali­ dad compartimos los mismos problemas, no es más que una cuestión de propaganda”, afirma la princesa, fundadora de la organización humanitaria Lanterns United Global, con la que difunde su lucha por la igualdad de género, la educación y los derechos en todos los rincones del mundo. Su activismo la ha llevado incluso a asomarse a la frontera entre Turquía y Siria para enviar ayuda médica a este último país, en el que habitó durante años.

Columnista, además de activa bloguera y empresaria, su natural empatía la impulsa a preguntar por la crítica situación de Europa, y de España en particular, antes de iniciar una cálida conversación en torno al llamado “nuevo despertar árabe” y a las posibles repercusiones que este incipiente movimiento de protesta social pueda tener en Oriente Medio. Desde su pers­pectiva, la ola de inestabilidad y cambios que agita la zona desde 2011 es, en realidad, uno de los muchos tentáculos de un pro­blema global que tiene su raíz en el hundimiento del actual sistema capitalista y en la marginación de los principios huma­nistas, y que en Arabia Saudí se ha visto acuciado, además, por la pervivencia de un sistema educativo precario, insolidario y obsoleto. “Nadie es inmune a los vientos de cambio que soplan en las naciones árabes”, afirma, elevando por un instante su educado tono de voz. “A lo largo de la historia, ha habido muchos reyes que han fracasado, muchos imperios que han desaparecido. ¿Por qué?”, se pregunta. “Porque sus súbditos dejaron de quererles, porque perdieron el contacto con la rea­ lidad, no cambiaron, no evolucionaron junto a la gente que vivía a su alrededor. Los otomanos, el califato islámico, los cristianos, los romanos, los fenicios... todos cayeron porque no se adaptaron, porque se encerraron en sus mundos”, se res­ ponde a sí misma antes de subrayar que, en su opinión —com­ partida por numerosos expertos en la zona—, la agitación que estalló en 2011 en buena parte de los países árabes no fue en verdad una primavera, “sino más bien un tórrido verano” de consecuencias impredecibles. “Es un problema global, un momento de cambio en la historia que debe ser aprovechado. Todo el planeta hace frente a los mismos problemas aunque de manera diferente. El mundo árabe debe cambiar sus sistemas porque esos sistemas ya no funcionan. En Europa los sistemas funcionan, pero no sus pueblos, y Estados Unidos, que solía ser el país democrático por excelencia, es ahora el más hipócrita”, argumenta. “El mundo entero se colapsa por un solo y único error, el sistema monetario. Esa es la lección que debemos aprender, eso es lo que nos debe llevar a reciclar la historia, pero no solo en Arabia Saudí. Formamos parte del mundo a pesar de que nos vistamos de forma diferente o nos goberne­mos de manera diferente”, insiste.

La calculada franqueza de su discurso, que difunde a través de sus artículos en distintos medios de comunicación árabes, su extensa actividad en las redes sociales —tiene más de 25.000 se­ guidores en Facebook—, y su estilo de vida —extremadamente liberal para los usos de la sociedad saudí, donde la mujer sigue relegada a un papel secundario— le han granjeado la animad­ versión de la clase política y la reprobación de la casta religiosa. Divorciada, con 47 años de edad y cinco hijos, la nieta del fun­dador de Arabia Saudí denuncia sin tapujos la corrupción y las distintas violaciones de los derechos humanos que se cometen a diario en su país, uno de los más retrógrados y herméticos de la tierra. Critica con saña la pobreza y las desigualdades socia­ les, que achaca a la ineficaz gestión de los responsables de rango medio —“el problema proviene de los ministros y los funcionarios que son incapaces de cumplir con lo que se les ordena”—, y ataca con voracidad el extremismo, que considera fruto de la mediocridad e incluso de la ignorancia de los clérigos, “esos que pretenden practicar el islam a través del terrorismo hacen una interpretación errónea y ese ejército de religiosos lo está utilizando de una manera completamen­ te distorsionada [...] El Corán nos envía un mensaje de cono­ cimiento y ¿qué hacemos con eso? Lo que yo percibo es un mensaje completamente diferente y opuesto a lo que el islam representa. Habla de misericordia, habla de igualdad, habla de soluciones negociadas, habla de tolerancia, habla de hu­ manismo, y lo que yo percibo de esa legión de religiosos, no de los religiosos en el poder, es un mensaje totalmente dife­rente”, denuncia.

Su censura solo se atempera cuando el análisis aborda la eventual responsabilidad de la familia real, y en particular la de sus tíos, el propio rey Abdulá y el que fuera príncipe here­ dero, Nayef (muerto escasos meses después de la entrevista), a los que se afana en defender. Niega que sea una rebelde y que su estancia en Londres, donde pasó parte de su adoles­ cencia, sea fruto de un exilio sugerido. “Cuando comencé a hablar, todo el mundo se enfadó —admite—. Pero entonces les respondí: hablo porque amo a mi país, hablo porque, sí, soy una princesa y todo el mundo cree que debo permanecer callada, pero no, mi deber es contar lo que está ocurriendo, tratar de arrojar luz sobre los problemas, y si puedo contri­buir a la respuesta, entonces, por qué no. Puedo ponerme un velo, puedo cubrirme la cabeza, puedo vestirme como usted quiera, pero ese no es el problema. El problema es que en el Gobierno deben estar las personas que aman el país, y no los hipócritas... deseo que el reino tenga estabilidad, que esté unido, pero también quiero igualdad y todo lo demás para mi país... habrá ricos, pobres, clase media, habrá científicos, hombres de negocios, y todos deberán ser iguales en dere­chos. Yo soy princesa, tú eres un ciudadano, él será lo que sea... pero todos iguales ante la ley, con igualdad y transpa­rencia”, asegura antes de abogar por la educación como único antídoto para curar la crisis social y espiritual que padecen tanto Arabia Saudí como el resto del mundo árabe desde que arrancó la presente centuria.

En la tierra de Alá

Cinco mil kilómetros más al este, en la tierra que Alá bendijo con el sello de los profetas y la cornucopia del petróleo, simila­ res llamadas a la reforma —aunque con mayor acritud— surcan de nuevo las bituminosas arenas desde que en diciembre de 2010 un movimiento de protesta popular, hijo de la indigna­ ción y el desespero, derribó en Túnez una de las dictaduras más crueles del norte de África. Un cataclismo político inusitado, nacido del hartazgo y el coraje, que prendió la mecha de una rebelión vírica, larvada desde el inicio del siglo XXI en la mayo­ ría de los países árabes, y que en cuestión de meses se ha pro­pagado con celeridad y diferente impacto a lo largo de Oriente Medio y el Magreb. La precipitada e inesperada huida del pre­sidente tunecino Zine al Abidin bin Alí, quien halló refugio precisamente en territorio saudí, y la agónica y humillante caída de su colega egipcio Hosni Mubarak, derrocado frente a las cámaras de televisión por su propio Ejército —que supo aprovechar la inercia generada por la algarada tunecina para enmascarar una asonada en la que trabajaba desde hacía años— espolearon también a los jóvenes y a los grupos liberales sau­ díes que, al igual que sus colegas de otros estados de la región, luchan desde hace al menos una década por cambiar las diná­micas de sus anquilosadas y represivas sociedades. Un combate dispar en el que han tenido que hacer frente a dos enemigos igualmente feroces y enconados: sus propios regímenes poli­ciales y el silencio de los Gobiernos occidentales, más preocu­pados por conservar sus intereses y el statu quo en la zona que de respaldar sin ambages un proceso de transformación que ahora dicen aplaudir, aunque sin grandes alharacas y sí con muchas reticencias. “Arabia Saudí ha quedado de momento ca­si indemne gracias a una eficaz combinación de potencial eco­ nómico y represión cruel y efectiva, pero los problemas estruc­turales siguen ahí, y son los mismos que padecen naciones como Egipto o Túnez”, explica Haizam Mohsin, periodista saudí y uno de los muchos blogueros que ejercen la oposición bajo pseudónimo en la red para preservar su seguridad.

“Pobreza, paro, inseguridad, extremismo, brechas sociales y frus­tración, sobre todo mucha frustración entre una población joven y mejor educada, que se multiplica día a día, y que debe hacer frente a una casta dirigente envejecida y corrupta, a la que cada vez le cuesta más contactar con sus súbditos. Una auténtica bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento”, resume.

Y es que, 80 años después de su fundación, Arabia Saudí, uno de los estados más influyentes y peor conocidos de Oriente Medio, se halla atrapado en una encrucijada que atormenta su presente y proyecta negras sombras sobre su futuro. Situado en el centro geográfico del golfo Pérsico, es aún el principal productor y exportador de crudo del mundo. Bajo su subsuelo, los expertos creen que se esconden las mayores reservas probadas de petróleo mundiales. Algunos de sus príncipes y princesas, que suman unos 15.000 según censos no oficiales, especulan con ingentes canti­dades de dinero en las bolsas de Nueva York y Londres, y hacen gala de una vida de excesos que les otorga poder e influencia en numerosas cancillerías y en los principales centros de negocios del planeta. Sus dirigentes se desplazan por todo el mundo en lujosas caravanas que mueven millones de dólares y en casi todos los rincones les reciben con alfombras rojas, pese a que su país aparece en los primeros puestos de las listas de estados que violan sistemáticamente los derechos humanos. Igual pasean su aire prepotente en los jardines de la Casa Blanca como se acomodan en las austeras paredes de Downing Street o las regias estancias del Palacio de la Zarzuela. Invierten mucho, gastan más y hacen acto de contrición financiando la construcción por todo el orbe de mezquitas que predican el wahabismo, una de las interpretacio­nes más intransigentes, regresivas y fanáticas del islam. Nadie osa molestarles pese a que en su país está prohibido levantar iglesias y erigir cruces.

La oposición está silenciada y las cárceles, plagadas de activistas de todo tipo sometidos a torturas. Agentes armados con porras apalean en plena calle a aquellos que no están en la mezquita a la hora del rezo y molestan a las mujeres que a sus ojos se comportan de forma indecente. Hombres y mujeres están segregados por razón de sexo en la vida pública e incluso pueden ser detenidos si interactúan “de manera sospechosa” en la calle o un centro comercial. La censura está extendida y las mujeres ni siquiera tienen derecho a decidir por sí mismas si quieren salir solas de casa, viajar al extranjero o conducir. El robo a mano armada, la violación, el asesinato y la brujería están pena­dos con la muerte por decapitación. Delitos menores se castigan con la amputación de extremidades. Como en tiempos de la Revolución francesa, casi cada semana decenas de personas se congregan en torno a un patíbulo para disfrutar de la pericia del verdugo con la espada. En ciertas escuelas y mezquitas, clérigos de luengas barbas enseñan una versión retrógrada e intransigente del islam. De algunas de sus aulas, y de las de las cientos de madrasas que han subvencionado en Oriente Medio, Asia Central y las regiones del océano Índico, han salido decenas de suicidas y de apóstoles de la intolerancia. Quince de los diecinueve terroris­ tas que supuestamente perpetraron la masacre del 11 de septiem­ bre de 2001 en Washington y Nueva York portaban pasaporte saudí. Otros muchos han segado cientos de vidas en Oriente Medio, Pakistán, Afganistán, Chechenia o el Sahel en nombre de ideologías surgidas del wahabismo más extremo, una doctrina que algunos musulmanes consideran rayana con la herejía.

A esta tenebrosa pintura se ha sumado, en la última década, el surgimiento de problemas sociales y económicos nuevos, propios de una sociedad dinámica y capitalista, pero rehén del petróleo, las contradicciones sociales y los rigorismos religiosos, que no ha sido capaz de asumir con naturalidad su vertiginoso tránsito a la modernidad. En apenas siete décadas, este pedazo del desierto incrustado en la exuberancia de Oriente Medio ha evolucionado desde un modelo de explotación elemental, asido a la espartana vida del desierto y a una economía de subsistencia vinculada a la limitada producción agrícola de los oasis, el pastoreo y el comercio básico, hasta un esquema de sociedad urbanizada y consumista, de grandes negocios y centros comerciales que ha agudizado las dife­rencias económicas y ha creado millones de parias. Donde hace apenas 60 años había explotaciones datileras, caminos empolva­dos y austeras casas de adobe ahora descuellan imponentes rasca­cielos, espectaculares autopistas plagadas de miles de vehículos y centros financieros en los que se cierran millonarias transaccio­nes con todos los rincones de la Tierra. Los sobrios mercados que los primeros viajeros occidentales describen en sus escritos han sido devorados por grandes superficies comerciales, profusamen­te surtidas, en las que los nuevos saudíes, criados en la era de la abundancia, pueden abocarse al consumo abusivo como se hace en el resto del planeta. Incluso el pausado ritmo que impone el desierto ha sido alterado por la frenética ansiedad de una sociedad con síntomas de esquizofrenia, atrapada en la titánica tarea de conciliar su arraigada tradición religiosa y la ineludible evolución que ha transformado sus estructuras, pero que todavía no ha sido capaz de cambiar las mentalidades.

La celeridad y el dramatismo del cambio en un periodo tan estrecho de tiempo han dejado un reguero de cadáveres sobre el terreno. Al igual que en Occidente, a la sombra de los ciclópeos edificios y las desmesuradas fortunas han surgido también barrios chabolistas, aldeas de adobe y plástico pobladas por campesinos y ganaderos olvidados, depauperados, que han emi­grado a las grandes urbes en busca de un futuro que se les niega en sus lugares de procedencia. A escasos kilómetros de los sun­tuosos palacetes y las vistosas urbanizaciones para extranje­ros —en los que la vida se arrellana en una burbuja de confort— existen kilómetros de arrabal en los que el asfalto es un sueño y la luz y el agua, un lujo al alcance de los más privilegiados en un país escaso de ciertos recursos, que depende en gran parte de costosas desalinizadoras. Internet es allí una quimera acunada en destartalados cafés permanentemente vigilados por la mutawanna, la peculiar y anacrónica policía saudí encargada de defender —e imponer— la estricta moral que defiende la geron­tocracia religiosa del reino.

La imagen es la de una pirámide descompensada, cuya base está formada por un amplísimo sustrato de familias de las clases más bajas, muchas de las cuales viven con un puñado de dólares al día. Un tronco estrecho y delgado integrado por una burguesía media asfixiada, pero mejor instruida y con mayores ambiciones sociales que sus antepasados, que soporta los embates de la crisis y paga con esfuerzo y sin recompensa las gabelas del sistema capitalista. Y un piramidón dorado, que descansa su tonelaje sobre el resto de la estructura y se nutre de ella, compuesto por una plutocracia oligárquica que en el mejor de los casos vive de espaldas a aquellos que en realidad la sos­tienen. “La gente pobre tiene problemas más acuciantes, como por ejemplo buscar comida, que conectarse a Internet, manejar Facebook, etc. Toda esa actividad que vemos (en la red) no alcanza siquiera el 30 por ciento de la población”, explica la princesa Basma, antes de desmontar el mito de unas sociedades árabes altamente avanzadas, tecnológicamente vanguardistas y políticamente concienciadas que un revoltijo de activistas y opositores ha logrado infiltrar en Occidente a través de la gran malla mundial. Es cierto que existe un vibrante movimiento reformador, pero como en el resto de países de la región se limita a un sector restringido —y en la mayoría de los casos minoritario— de la población. “El resto de la gente no está en esta cuestión, no está en las redes socia­les, no está en el activismo, no está en Internet, ni siquiera está en el mundo. Únicamente pueden luchar cada día por ganarse la vida, ganarse el pan y poder vivir de una manera respetable o intentando buscar trabajo. No tienen tiempo para saber cómo se maneja [Internet] y ni siquiera tienen te­levisión”, explica frente a una antiguo baúl convertido en am­ plia mesa de madera.

“La pintura no es tan negativa”, sonríe al otro lado de la pantalla Haizam Mohsin. “Se han dado pasos hacia la refor­ma, es verdad que insuficientes y en gran parte cosméticos, pero al menos algo se mueve en un régimen tan anciano” que tiene que hacer frente a problemas tan variopintos como la explosión de la natalidad, el cambio de modelo energético, la debilidad de su sistema educativo y la revolución política e ideológica que experimenta la región. En algunos avanza con éxito: en los últimos años, Arabia Saudí ha emprendido un plan para invertir 100.000 millones de dólares en energías renovables y convertirse así en el mayor centro de pro­ducción y distribución de penales fotovoltáicos. En un país con 365 días de inclemente sol, el objetivo es generar, antes de 2030, unos 14.000 megawatios solares (el equivalente a 14 reac­tores nucleares) para reducir el consumo interno de petróleo, destinar más crudo al mercado exterior y satisfacer la creciente demanda de la población. Además, ha diversificado sus inversio­nes, promovido la industria nacional para mermar la dependen­cia externa y ampliado su cartera de clientes, con China por vez primera como su mayor comprador de oro negro, por delante de Estados Unidos. En otros, sin embargo, planea el fracaso. El incontrolado crecimiento demográfico —en apenas 20 años ha pasado de 10 a 27 millones de habitantes— ha disparado las des­igualdades sociales y menoscabado la capacidad del estado para combatir problemas como el paro y la falta de recursos y alicientes de una sociedad joven y con un intenso sentimiento de frustra­ción. En la misma línea, las dramáticas transformaciones políti­cas en países hermanos como Egipto, Túnez e incluso Siria han sembrado mayor incertidumbre en el seno de una familia real que esconde sus profundas discrepancias, consciente de que su legiti­midad aún reside en el apoyo que le brinda la casta clerical y en su marchamo de bruñidor de la unidad del reino. Al borde de un cambio generacional que se perfila tan complejo como crucial, su mayor preocupación es que esas divergencias terminen de saltar la barrera del palacio, se asienten en el debate público y desenca­denen una división que mine su autoridad y segmente el país. “Naturalmente, es posible que una combinación de incompeten­cia real, intrigas domésticas, presión externa, sentimientos popu­lares y fracasos económicos puedan acabar con la monarquía, como muchos críticos predicen con frecuencia, pero no hay razón alguna para asumir que vaya a ocurrir”, explica el periodista nor­teamericano Thomas W. Lippman, antiguo director de la corres­ponsalía de The Washington Post en Oriente Medio. “Sus dirigentes son ricos, fuertes, hábiles y están bien protegidos por Estados Unidos. Hacen frente a inmensos retos sociales y económicos, pero ha sido así desde que el reino se fundara. Para lo bueno y lo malo, el mundo debe asumir que la Casa de Al Saud permanecerá —siempre que los ingresos del petróleo sigan fluyendo hacia sus cofres—”, agrega. Una afirmación que, dada la actual agitación regional, quizá merezca ser matizada.

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