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Nicaragua, una rebelión en pausa

Una joven envuelta en la bandera nicaragüense en las protestas contra Ortega en Managua el 21 de julio.

Alberto Ortiz

Managua —

Casco corre por las calles de Masaya, un pañuelo le tapa media cara, desencajada por el miedo. Lo acompaña Cataleya (ambos nombres son ficticios), 22 años, estudiante de Comunicación. Sus caras se tambalean en la cámara frontal del móvil. Se oyen disparos de fondo. “¡Nos están matando!”.

Pantalla en negro. Un grupo de estudiantes se arremolina alrededor de una zanja. “¡Sáquenlo, muchachos, sáquenlo!”. Entre dos o tres agarran un cuerpo y lo arrastran. Casco aparece en pantalla. Se ahoga de dolor y grita mientras se toca la pierna. “¡Ayuda! ¡Ayuda!”. La cámara se mueve hacia todos lados, apunta al suelo y se apaga.

Sentada en una sala de un hospital privado de Managua, Cataleya cuenta de carrerilla con la mirada congelada cómo fueron sus últimas horas en Masaya. Cuna del sandinismo, Monimbó, el barrio indígena de la ciudad, se había convertido desde el inicio de las protestas en el icono de la resistencia estudiantil. El lunes pasado, fue el último hálito de esperanza de los opositores al régimen de Daniel Ortega. Un grupo de estudiantes permanecía atrincherado desde finales de abril e incluso había iniciado un conato de junta de gobierno. Hasta que fuerzas paramilitares leales al sandinismo quebraron de madrugada la voluntad de los rebeldes.

Tras las trincheras, un grupo de estudiantes intentaba disparar un mortero para repeler los ataques paramilitares. Un esfuerzo inútil ante los kalashnikov y los francotiradores. “Empezamos a correr. Teníamos miedo. Una bala le dio en el pecho a Casco pero tenía chaleco antibalas”, relata Cataleya. Luego llegó el disparo en la pierna. El chaval se derrumbó. Poco a poco, todos fueron cayendo. Cataleya y sus amigos consiguieron meter a Casco y otros heridos en un vehículo y volver hacia Managua. Masaya, la imagen de la resistencia, había sucumbido.

La toma de la ciudad fue un golpe durísimo para las protestas. Fue el último de una serie de ataques que terminaron con las tomas de las universidades en Managua. Las fuerzas sandinistas atacaron primero la Universidad Politécnica de Nicaragua, la Upoli, y luego la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAM).

El viernes 13 de julio, los estudiantes atrincherados tuvieron que salir huyendo para refugiarse en una iglesia cercana, la Divina Misericordia. El párroco, Erik Alvarado, les abrió la puerta, pero los paramilitares no recelaron. Una semana después aún permanecen intactos los agujeros de las balas que traspasaron los cristales, perforaron un lienzo con la imagen de Cristo, rebotaron por toda la sala e impactaron contra dos chicos que se resguardaban bajo los bancos de madera.

Casco se debate entre la vida y la muerte en cuidados intensivos. Cataleya menea la cabeza y admite que tiene miedo. Eran novios, sí. Aunque dice que no se había dado cuenta hasta que lo vio en la camilla postrado. Casco morirá esa misma noche. La represión de las protestas se ha llevado la vida de casi 400 personas y ha dejado más de 2.000 heridos. Los estudiantes más activos salen a la calle tapados con pañuelos y máscaras. Hoy por hoy, la revolución que comenzó de forma inusitada en un país que crecía a una tasa del 5% está en pausa.

Mientras tanto, Managua es una ciudad monótona, casi vacía. Nadie lo habría imaginado hace unos meses. Italo había comprado su taxi apenas unos días antes del 18 de abril, cuando comenzó todo. No puede creer la mala suerte que tuvo. A mediados de julio, tres meses después, el turismo ha caído en picado, los hoteles están vacíos, los ranchos de las playas más cercanas, preparados para atender a miles de extranjeros, viven en un invierno permanente. En la ciudad, la vida termina a partir de las 8 o 9 de la noche. El toque de queda no es oficial, sino autoimpuesto por el miedo.

Daniel Ortega volvió al Gobierno en 2007 en un momento en el que la izquierda florecía en Latinoamérica. Con mucho pragmatismo, llegó a acuerdos con todos los segmentos sociales, sobre todo con los empresarios, para afianzar el crecimiento económico del país y, mientras, se apoyó en el intercambio comercial con Venezuela para impulsar las exportaciones de alimentos y conseguir petróleo a un precio muy razonable. Paulatinamente, fue configurando también un Gobierno autoritario, primero con la aprobación de la reelección indefinida, que ganó en un referéndum, y luego con el debilitamiento del poder judicial.

“No es que porque un Gobierno fue electo en una fecha lejana se pueden suprimir las instituciones. Si aceptamos que Ortega ganó las últimas presidenciales, esa elección ha sido legitimada por la absorción absoluta de los poderes públicos, son cadáveres de instituciones, no sirven para nada”, dice Sergio Ramírez, reciente ganador del premio Cervantes, quien fue vicepresidente de Ortega en su primer mandato, después del derrocamiento del dictador Anastasio Somoza. Ramírez se fue distanciando del sandinismo oficial en los años posteriores.

El autoritarismo del Gobierno es algo que reconocen hasta los propios oficialistas. Jacinto Suárez, jefe de Relaciones Exteriores del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), amigo personal de Ortega, admite que la estabilidad económica sería impensable sin un pensamiento único en las cámaras y en los juzgados. “Para construir un país con un 4,9% de crecimiento necesitas estabilidad. No puede pasar que el diputado se pelee con el alcalde y la Corte Suprema empiece a actuar en función de ese pleito político. Aquí todos somos sandinistas y tenemos un solo proyecto político”, sentencia, semitumbado en el sofá de su despacho, donde aparecen cuadros de Simón Bolívar, una boina que le regaló Hugo Chávez, dice, y una bandera enorme del Frente Sandinista.

A pesar de los problemas institucionales, el funcionamiento de la economía dio aire al presidente durante todos estos años, pero el crecimiento sufrió un bache este año. El colapso de Venezuela tuvo impacto en la economía nica y Ortega se vio obligado a aplicar algunas medidas económicas que trastocaron los pactos estables que había trazado con empresarios y sindicatos.

En abril, Ortega anunció la rebaja de un 5% de las pensiones y algunos jubilados salieron a protestar. En León, al norte del país, un grupo de sandinistas atacó a unos abuelos que se manifestaban en las calles. Las imágenes circularon por redes sociales y levantaron a un grupo numeroso de jóvenes estudiantes.

Hay quienes comparan el inicio de las revueltas con la primavera árabe o el 15-M: una toma repentina de conciencia sobre los privilegios de la clase gobernante, que se cristalizó en las calles con el impulso principal de los jóvenes. Hasta que llegaron los muertos.

Álvaro Conrado tenía 15 años. Era finito y la media melena negra le caía sobre las gafas. Atleta precoz, se escapó hacia las barricadas un 20 de abril, tres días después del comienzo de las protestas. Los estudiantes estaban atrincherados en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI).

La tarea de Conrado era aparentemente sencilla: tenía que hacer viajes hasta la gasolinera más cercana para comprar bicarbonato y botellas de agua, método eficaz contra los gases lacrimógenos que lanzaba la policía. En una de esas carreras un disparo le perforó el cuello. Según su familia y los estudiantes que presenciaron la escena, la bala provino de un francotirador que afinó su puntería gracias al color rojo de la camiseta del joven. En volandas, mientras lo llevaban a un hospital más cercano, Conrado pedía que no lo dejaran dormirse. Temía no despertar nunca.

La cara de Conrado aparece en camisetas y pancartas en las manifestaciones. Su rostro de niño, vestido con la camiseta del Loyola, el instituto jesuita donde estudiaba, rodeada por una bandera nicaragüense, se ha convertido en una suerte de icono de las protestas en el país. Lo llaman “el niño mártir”. Es el muerto más joven de la represión y su historia, un agitador de voluntades dormidas.

Kevin Dávila también se lanzó a la calle sin avisar a su familia. Su padre, Roberto, lo había dejado cuidando a su hermana pequeña el 21 de abril. Unas horas después recibió una llamada. Visitó tres hospitales sin éxito. Cuando llegó al Antonio Lenin Fonseca le dijeron de nuevo que allí no estaba su hijo. Se estaba dando media vuelta cuando un médico lo abordó discretamente, lo hizo entrar por una puerta secundaria y lo llevó hasta Kevin. Su hijo, de 23 años, estudiante de Veterinaria, tenía una bala incrustada en el cerebro. Estaba en coma, intubado, a punto de someterse a una operación para que le extrajeran el proyectil. Falleció 15 días más tarde.

Roberto vive en un barrio humilde de casas bajas. Antes de la entrevista prepara su maleta para marcharse. “A todos aquellos que nos han asesinado a un hijo nos andan persiguiendo”, cuenta, pelo canoso y ojos preocupados. Tiene un billete para España esa misma tarde. Toda la familia ha juntado ahorros para poder pagarlo. No sabe cuándo volverá.

El aniversario de la revolución

Es 19 de julio. 39º aniversario de la revolución sandinista que tumbó al último Somoza y llevó al poder, por primera vez, al comandante Ortega. La fiesta, sin embargo, no es tal. Las calles vacías contrastan con la agitación de otros años, cuando en la víspera de la celebración se organizaban vigilias en los barrios.

El Gobierno ha convocado el acto habitual, una concentración masiva a lo largo de la avenida De Chávez a Bolívar, con epicentro en la plaza La Fe Juan Pablo II. A lo largo del día, la avenida se va llenando de sandinistas fieles envueltos en banderas rojinegras del frente (el Gobierno aún conserva el apoyo férreo de cerca de un 30% de la población). “De que se queda, se queda”, rezan algunas pancartas, para responder las consignas opositoras que piden la salida de Ortega.

En el escenario, un coro inmenso, habituales militantes del frente y líderes del Gobierno. Ortega llega rodeado de un fuerte dispositivo de seguridad, acompañado de su mujer, Rosario Murillo, vicepresidenta del país, con fama de ser adicta a creencias esotéricas, principal portavoz del Ejecutivo, quien llegó a decir al inicio de las protestas que los estudiantes “parecen vampiros reclamando sangre (…). Seres mezquinos, mediocres, llenos de odio que todavía tiene la desfachatez de inventarse muertos”. Murillo es la encargada de abrir la ceremonia de celebración.

Pero hoy la palabra la acapara Ortega, que asegura que los intentos terroristas han terminado, que acusa a los obispos de golpistas, de azuzar las llamas de la revolución, de animar a la contrarrevolución. “Me dolió que mis señores obispos tuvieran esa actitud de golpistas. Ellos se descalificaron como mediadores, como testigos, porque su mensaje claro fue el golpe”, lanza, arropado por miles de manifestantes que corean “¡el pueblo unido jamás será vencido!”.

La Iglesia, antigua aliada del Gobierno en esos pactos de estabilidad diseñados por Ortega, se ha convertido en referente para estudiantes y opositores por su frontal rechazo desde abril a la represión y al autoritarismo del comandante. Aun así, ha intentado durante estos meses abrir una mesa de diálogo nacional que ahora mismo está suspendida por la contundencia de la represión gubernamental. En esa mesa se han reunido en diferentes ocasiones estudiantes, obispos y miembros del Gobierno, y, a la cabeza, Ortega y Murillo.

En la primera de esas sesiones, se levantó un joven de 20 años con gafas cuadradas, camisa negra, pañuelo azul anudado al cuello y voz demasiado adulta. Ortega y Murillo miraban absortos cómo Lesther Alemán les reclamaba que dejaran el Gobierno y convocaran elecciones: “En un mes usted ha desbaratado al país. A Somoza le costó muchos años, y usted lo sabe muy bien, nosotros conocemos la historia, pero usted en menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos”.

Estos días, Alemán permanece escondido en una casa con otros estudiantes. Apenas concede entrevistas, a pesar de ser uno de los líderes naturales de estas protestas, por miedo a que lo agarre la policía o, peor, que lo capturen los paramilitares.

Su miedo y el de sus colegas no es infundado después de haber visto caer a tantos compañeros en las barricadas. Los estudiantes se organizan en la sombra, quieren volver a las calles algún día, pero ahora mismo, dice Suárez, del FSLN, “la intentona golpista está derrotada”.

Este sábado, 21 de julio, un millar de manifestantes paseó pacíficamente por una de las avenidas principales de la ciudad. Cantaron el himno nicaragüense, gritaron “basta ya” arropados por banderas blanquiazules y escucharon las palabras de algunos de los padres de víctimas de la represión. El ejercicio se repitió el lunes. Muchos confían en volver con la misma fuerza de los primeros días, pero de momento la revolución está en pausa.

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