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El fútbol, demasiado importante como para preocuparse por la crisis climática

Imagen de archivo del estadio de San Mamés, en Bilbao.

Louise Taylor

Periodista deportiva en The Guardian —

Cualquier inglés que siga la liga inglesa de fútbol sabe exactamente a qué lado de los Peninos (formación montañosa) quedan Bradford y Bolton y se sentiría abochornado si confundiera la ciudad de Wolverhampton con la de West Bromwich. Si el club de un forofo juega en la liga europea o si además es aficionado a los partidos internacionales, también es probable que sepa distinguir perfectamente Budapest de Bucarest.

Esas dos ciudades estarán en los titulares deportivos el próximo verano, porque Hungría y Rumania son dos de los 12 países que serán sede de los 51 partidos que jugarán 24 equipos y que conforman la muy atomizada Eurocopa 2020. La decisión de disputarlo en más de uno o dos países ha demostrado que, una vez más, el fútbol está un paso por detrás.

La estela de todos los aviones que se entrecruzarán desde Bakú a Bilbao, camino al partido de turno en Londres, dejan en evidencia a un deporte aparentemente demasiado arrogante como para preocuparse por la emergencia climática.

Al margen de la preocupación por las emisiones de carbono, en la decisión no ha abundado el sentido común. En un momento en que muchas ciudades europeas padecen cada vez más el exceso de turismo, parece un poco miope organizar partidos en tres de las ciudades más abarrotadas de visitantes de todo el continente: Amsterdam, Budapest y Roma.

Es cierto que no debería haber grandes problemas en ciudades un poco menos visitadas, como Bucarest, pero las cosas pueden dar un giro de 180 grados en Bakú. Siendo una ciudad cara y que exige un visado a los turistas, son pocos los que se acercan a conocerla. De hecho, hay tan poco turismo que es difícil comprar una postal de recuerdo, ya ni hablemos de una camiseta. La capital de Azerbaiyán se inclina más a alojar eventos corporativos a los que suelen asistir los poderosos dirigentes de la UEFA.

Si Greta Thunberg se tuviera que enfrentar a los tipos de traje que toman estas decisiones, seguramente se le agitaría la coleta del pelo de la indignación al pensar en el impacto ecológico de los vuelos llevando y trayendo equipos, forofos y periodistas por todas las sedes de la Eurocopa 2020.

Sin embargo, al menos de momento, parece que el atractivo del fútbol es tan grande que los forofos, que pueden condenar a los miembros de un gobierno o la Casa Real por viajar a la costa del Mediterráneo en un avión privado, no tienen problema en hacer la vista gorda cuando se trata de los hábitos de vuelo de los protagonistas de su deporte preferido. Como lo sabe cualquier persona que le interesen los aviones, el famoso vuelo chárter de 14 minutos de duración que realizó el Arsenal desde Luton hasta Norwich en 2015 representa solamente la punta del iceberg.

Quizá en 2026 –cuando se organice la Copa del Mundo en Canadá, Estados Unidos y México, que juntos representan el 14% de la superficie del planeta– este tipo de hipocresías ya sean menos aceptables. Puede ser que incluso el más ferviente evangelista del fútbol se dé cuenta de que difundir la palabra santa desde Montreal hasta Ciudad de Mexico ya no es el equivalente de un trabajo misionero, sino que simplemente está fuera de sincronización con el espíritu de los tiempos.

2022 será un punto de inflexión, ya que Catar alardea de organizar la primera Copa del Mundo sin impacto ambiental, que se celebrará toda en un radio de 50 kilómetros alrededor de Doha. De los ocho campos de juego, los más cercanos están a 5 kilómetros, pero integrados por circuitos que se podrán hacer andando, en bicicleta o en un tren ligero, permitiendo a los forofos asistir a dos partidos por día.

Teniendo en cuenta que los estadios son modulares -ensamblados y listos para ser desmontados de forma completa o parcial, para luego ser exportados y reconstruidos en países empobrecidos-, todo parece un nirvana de la sostenibilidad ecológica.

La ironía es que hay otras cosas de Catar que no gustan nada –su documentada participación en el ascenso del terrorismo islámico, su trato a los trabajadores migrantes que han construido la infraestructura del torneo y su nada impoluto historial de derechos humanos–.

Pensando meramente en términos medioambientales, el proyecto de la primera Copa del Mundo organizada en Oriente Medio no solo parece estar muy por delante de otros, sino que podría ser una buena plantilla para importantes eventos deportivos de alta densidad en el siglo XXI.

Abundan las ventajas. Al margen del sensible trasfondo geopolítico, un mes bajo el suave sol invernal de Doha puede resultar claustrofóbicamente aburrido para muchos. Sin embargo, la oportunidad de experimentar una cultura y un paisaje completamente diferentes suele ser más gratificante que estar yendo y viniendo de las anónimas terminales de los aeropuertos hacia los estadios que cada vez más frecuentemente están ubicados en las afueras de las ciudades.

En lugar de pasar por ciudades sin ver nada de ellas, quedarse en un mismo sitio puede hacer la diferencia entre recordar una ciudad de forma genérica como una igual a otra o tener recuerdos llenos de significado.

Viajar, ya sea de forma interna o al exterior, sigue siendo uno de los grandes placeres de los forofos del fútbol, mientras que a los frikis nos fascina llenar los espacios en blanco de los mapas. Después de cubrir los últimos tres torneos de la selección femenina de fútbol de Inglaterra, esta escritora se ha ganado sus truquillos, como poder ubicar la ciudad de Moncton en Canadá, Deventer en los Países Bajos y el Río Var en Francia.

Para que las futuras generaciones puedan invertir en sus propios atlas mentales con recuerdos valiosos, es necesario que modifiquemos nuestra forma actual de pensar, comenzando con estar de acuerdo en que el daño medioambiental de la extravagante Eurocopa 2020 no puede repetirse.

Traducido por Lucía Balducci

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