De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera
Duelo
- Decimocuarta entrega de 'Letra Pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
“¡A español no me gana nadie, y a nosotros no va a venir ningún partido a darnos lecciones de españolidad! ¡Viva España, viva y viva!”.
El candidato y presidente del partido acompaña la frase con un puñetazo en el atril que tira la botella de agua. Frente a él, los asistentes al mitin sacuden con furia las banderitas de plástico y ondean las grandes de tela, entre gritos de “¡Viva España!” que por un momento tapan los roncos “¡Arriba España!” que llegan desde el exterior.
En su asiento en la primera fila, el alcalde sonríe y muestra el pulgar hacia arriba. “Imbécil”, piensa el candidato.
Que el alcalde es imbécil lo lleva pensando el candidato desde que llegó a la ciudad dos horas antes. Al bajar del coche saludó a los dirigentes locales, el primero de todos el alcalde, que se le acercó con la misma sonrisa de imbécil:
“Presidente, ya sé que no te gusta la coincidencia, pero míralo por el lado positivo: si lo tomamos como un duelo, tenemos ventaja. Ya te digo yo que aquí la mayoría está con nosotros. Por algo llevamos treinta y dos años gobernando. Si querían echarnos un pulso, han elegido el peor sitio”.
“Ya hablaremos”, susurró el candidato y presidente del partido, sin disimular su mueca de disgusto hacia el imbécil que había permitido que los dos mítines coincidiesen allí el mismo día. Y no solo en la misma ciudad: además, a poca distancia. Ellos en el teatro, los otros en un polideportivo a menos de cien metros, al otro lado de la misma plaza.
“Desde el ayuntamiento no pudimos hacer nada”, insiste el alcalde caminando a su lado hacia el teatro, “ellos pidieron el polideportivo cumpliendo todos los requisitos y en plazo. Y si anulábamos nuestro acto sería visto como cobardía”.
La coincidencia había sido exprimida por los medios durante toda la semana, alimentando la expectación: “Cara a cara entre los dos partidos que disputan un mismo electorado”. “El doble mitin divide a los votantes de derecha”. “Las derechas miden fuerzas, ¿quién reunirá más gente?”.
Desde la dirección regional le aseguraron que el lleno estaba garantizado, traerían autobuses de pueblos cercanos.
Pero al llegar al teatro, lo primero que el candidato ve es una muchedumbre abanderada al otro lado de la plaza, a la entrada del polideportivo. Y en la puerta del teatro, apenas un corrillo. La primera foto ya la hemos perdido, piensa.
Se le quita el susto cuando asoma al patio de butacas: no hay nadie afuera porque están ya todos dentro. Teatro lleno. Ninguna butaca libre, ni abajo ni en el gallinero y los palcos. Lleno total. Y ninguna mano sin empuñar bandera, las que ya han traído de casa y las de plástico repartidas por el partido.
“Quiero hablar yo el primero”, pide a su jefe de campaña. Este le recuerda que lo previsto es que empiecen los candidatos provinciales, pero él insiste:
“Hablaré yo primero. Y vamos a empezar ya, aprovechemos esa mínima ventaja de adelantarnos a ellos”.
El candidato sube al escenario, para sorpresa del público y de los periodistas de la caravana, que estaban todavía afuera, en la plaza, hablando con los colegas que cubren la campaña del otro partido. Todos corren para no perdérselo.
Comienza con las frases hechas que arrastra de mitin en mitin y cuyo éxito en la audiencia está asegurado: el gobierno traidor que va de la mano de proetarras, comunistas y golpistas, el riesgo de ruptura de España, la amenaza de “corralito”…
Pero apenas lleva tres minutos hablando cuando empieza a sonar el himno de España. Calla un instante, mira hacia el técnico de sonido, por si lo ha puesto sin querer. Pero no es aquí: es en el otro mitin, el himno suena de fondo, viene del polideportivo cercano. ¿Han subido la megafonía para colarse en el teatro? Juego sucio, piensa el candidato, pero no se achica:
“Somos el partido de todos los españoles”, grita. El eco del himno le viene hasta bien, sirve para subrayar su discurso, le favorece. A su espalda, la pantalla digital proyecta una gran bandera rojigualda movida por el viento en un cielo azulérrimo.
“Somos el partido de todos los españoles, somos la garantía para defender España, una España fuerte, unida, libre. Vamos a poner fin a los ultrajes a la corona y al himno, se acabó sonarse los mocos con nuestra bandera. Cuando yo sea presidente, la selección española volverá a jugar en el País Vasco, Cataluña y…”
Desde el otro mitin, además del himno, llegan gritos de “Arriba España”, por lo que el candidato levanta más la voz:
“¡A español no me gana nadie, y a nosotros no va a venir ningún partido a darnos lecciones de españolidad! ¡Viva España, viva y viva!”.
Y un puñetazo en el atril que tira la botella de agua. Los gritos de “¡Viva España!” tapan por un momento el eco de los “¡Arriba España!”.
El candidato continúa su discurso, rebajando algo el tono. En un mitin hay que alternar registros, así que ahora suaviza, cuenta algo que le preguntó un niño ayer mismo, una anécdota sentimental sugerida por uno de sus asesores y que consigue sonrisas del público. Pero cuando quiere levantar otra vez la voz, reconoce otra voz de fondo: la del candidato del otro partido, que acaba de empezar su intervención. También él ha adelantado su discurso, busca solaparse con el suyo, eclipsarlo. Su voz entra en el teatro, se escucha y entiende perfectamente.
El candidato mira las puertas abiertas, alguien debería cerrarlas para frenar en lo posible la megafonía intrusa. Podrían denunciar todo aquello a la junta electoral, pero eso es lo que quieren los otros, ruido. Mientras retoma el hilo, ve a una pareja que en un lateral de la platea se levanta, recoge sus banderas y se marcha del teatro. Ve también, en un palco, un anciano que se pone en pie y sale. De fondo, el candidato rival está diciendo algo sobre reconquistar Cataluña. Así que nuestro hombre reconduce su discurso:
“Vamos a rescatar Cataluña. Rescataremos a los demócratas catalanes, rescataremos TV3 y la educación, prohibiremos los indultos a golpistas, defenderemos la lengua española y reforzaremos la presencia de policía y guardia civil...”
Revoleo de banderas, rutinario. Entre el aplauso se oye algo sobre el 155 en el mitin vecino, así que el candidato no afloja:
“Otros hablan de 155, pero nosotros somos el partido del 155, y volveremos a aplicarlo en cuanto gobernemos. Un 155 permanente y más duro hasta acabar con el golpismo independentistas…”
¿El del polideportivo está pidiendo “ilegalizar los partidos independentistas”? El candidato está a punto de gritar que esa idea ya la dijo él hace meses, pero se frena a tiempo, no caerá en la provocación.
En las filas centrales cinco, seis jóvenes se levantan y se van. El candidato recupera la botella de agua, da un sorbo, unos segundos de precioso silencio que permiten escuchar perfectamente una propuesta sobre inmigración llegada desde el otro lado de la plaza. De acuerdo, piensa el candidato, y reanuda:
“Los españoles son lo primero. Se acabó el ‘papeles para todo’ de los progres. En España no hay sitio para todo el que quiera venir, endureceremos la ley contra la inmigración ilegal y contra las ONGs que los ayudan a llegar…”
¿Ha dicho el otro algo sobre la amenaza islámica? Ningún problema, nuestro candidato no se queda atrás, y habla mirando a los que en ese momento se levantan para marcharse:
“En España no hay sitio para todos, y sobre todo no hay sitio para los que atentan contra nuestro modo de vida. Aquí no hay ablación del clítoris, aquí no se matan los carneros en casa ni le ponemos burka a nuestras mujeres. O respetan nuestras costumbres, o se van”.
¿Derechita cobarde? Se ha oído con claridad, la expresión se ha colado en una mínima pausa del candidato. ¡Derechita cobarde! Hay algunas risas en el patio de butacas. El candidato mira a su equipo, levanta las cejas hacia la puerta del fondo, querría que la cerrasen, para limitar el alcance de la megafonía y dificultar la salida de los que ya han vaciado varias filas del teatro. Mientras lo piensa, vuelve a resonar la afrenta: “Derechita cobarde”. La respuesta es inmediata:
“A mí nadie me dice a la cara cobarde. Ni a mí, ni a nuestros muertos. Nos hemos enfrentado al terrorismo, y ahora nos enfrentamos a quienes pactan con los que tienen las manos manchadas de sangre”.
Eso ha estado bien, reconoce. El público, aunque cada vez más menguado, se pone en pie, aplausos, vítores, banderazos, y solo un puñado de abandonos.
“Feminazis”, ha gritado el del polideportivo, y nuestro hombre está dispuesto a ser el tenista al fondo de la pista:
“Somos el partido de la igualdad, y por eso protegeremos a todas las víctimas por igual: a las mujeres, y también a los hombres. Investigaremos las denuncias falsas, y revisaremos la ley. No permitiremos que la izquierda y el feminismo criminalicen a los hombres”.
Levanta la mirada hacia el gallinero. Aunque los focos le deslumbran puede ver más de la mitad de asientos vacíos. Pero no puede permitirse un momento de silencio, porque eso permite que se escuche con toda claridad las palabras de fondo, ahora sobre la izquierda totalitaria y la memoria histórica, que le dan pie para retomar el discurso:
“Vamos a acabar con esa ley de memoria revanchista. Queremos una ley de concordia. ¡Que dejen ya a los muertos, que dejen en paz a Franco en su tumba, que es parte de la historia de España! No vamos a pedir perdón, ni por el descubrimiento de América ni por la guerra civil…”
¿No es suficiente? ¿Qué más tiene que decir para que se queden, para que no se marchen? El pasillo lateral está casi atascado por todos los que quieren salir, y cada vez que alguien despeja una butaca lateral se vacía media fila. Tendrá que echar más leña:
“Hablan mucho de la guerra civil, pero son hoy los independentistas quienes están buscando otra guerra civil, los independentistas y la izquierda traidora que va de la mano con ellos, ¡quieren un derramamiento de sangre! ¡Como en el 36, van por el mismo camino que en el 36!”
De pronto en el polideportivo empiezan a cantar “El novio de la muerte”. Suena como una flauta hamelinesca para quienes siguen abandonando el teatro. Entre los pocos que se mantienen sentados, algunos tararean en voz baja la canción, hay murmullos, risas. No queda más remedio que poner fin a su intervención, sin fuerzas ya:
“No tenemos complejos. Somos el partido de la constitución, de la España fuerte… Contra los nacionalistas, independentistas, comunistas y proetarras… A favor de la familia, de la vida y… a favor de los cuerpos de seguridad… El partido que no permitirá que los violadores y asesinos salgan nunca de la cárcel… Prisión permanente para todos, que se pudran en la cárcel, junto a los etarras y… los independentistas… Gracias a todos por venir y… Ah, somos también el partido de los toros y la caza… El partido de la libertad, eso sobre todo, el partido que defiende la libertad para elegir la educación de nuestros hijos… La libertad de mercado… La libertad… de llevar armas, sí, que nosotros estamos a favor de todas las libertades…”
En ese momento se fija en su jefe de campaña, que mueve las manos y gesticula pidiéndole no sabe qué. Tiene expresión enojada, como si llevase un rato pidiéndole lo mismo sin éxito.
El candidato baja del escenario. Se dirige a su butaca en primera fila, pero pasa de largo, ignora a su equipo, sigue el pasillo lateral hacia la puerta del fondo, por la que todavía se marchan algunos asistentes, apenas queda un tercio de ocupación en el teatro.
Rechaza con sonrisa rígida los saludos y selfis en el vestíbulo, y sale a la plaza. Mira al frente, al polideportivo del que viene la megafonía atronadora, la voz del otro candidato que en ese momento promete un muro en Ceuta y Melilla.
Pero un momento: para su sorpresa, quienes salen del teatro no cruzan la plaza, no caminan hacia el polideportivo. Al salir pasan de largo y se dirigen hacia las calles laterales. ¿Entonces?
El candidato se acerca a paso rápido hasta una esquina y lo comprueba: decenas de simpatizantes se alejan de todo aquello con las banderas al hombro, los pies arrastrados, cabeceando como si lamentasen algo.