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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Ropa limpia

Ropa limpia

Isaac Rosa

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1-ROPA DELICADA

¿Os ha pasado lo de esas veces que miráis el saldo bancario a mediados de mes, y os decís “este mes no vamos tan mal, a lo mejor hasta ahorramos algo”, y de pronto os cargan un recibo, qué se yo, el seguro del coche, y se os acaba de golpe el mes? ¿Te ha pasado que te llegue una multa de tráfico, te apresures a pagarla para no perder la bonificación, y en seguida te arrepientas porque aún queda mucho mes por delante? Amigo autónomo, ¿cuántas veces te han retrasado el pago de una factura que ya habías contado entre tus ingresos, o que incluso ya te habías gastado? Y vosotras, familias, ¿se os ha jodido la lavadora a mediados de mes y habéis tenido que esperar al día uno para cobrar la nómina, el paro o las facturas pendientes, y así poder comprar una nueva?

Pues ahora imaginaos que os pasa todo a la vez. Seguro de coche, multa, factura retrasada. A mediados de un febrero que ya nació herido por el empinado enero previo, y cuando todavía no te has recuperado de los gastos navideños. El día trece te pasan el seguro del coche (378 euros); tu marido decide el mismo día pagar una multa bonificada (150 euros) sin agotar el plazo de veinte días porque no sabía lo del seguro; al día siguiente un cliente le dice que se retrasará varias semanas en el abono de una factura (850 euros brutos). Total: que el fin de mes, que normalmente se nos adelanta tres o cuatro días, una semana como mucho, nos alcanzó este febrero en el día catorce. Tocaba apretarse, y mucho.

“Hemos tenido suerte que sea febrero, con 28 días, que si nos pasa en marzo con 31…”, fue todo lo que se le ocurrió a Salva cuando le enseñé el saldo de la cuenta.

Y entonces la lavadora. Que cualquier mes nos habría hecho un descosido, no digo que no, pero os cuento todo lo anterior para que valoréis la coincidencia de infortunios. Y yo tan tonta que llamo al servicio oficial, como si necesitase la visita de un técnico que me dijese a la cara lo que ya sabía: “cómprese otra, señora, le va a salir más cara la reparación”. Y setenta euros por el desplazamiento y el brevísimo trabajo de retirar la lavadora, desatornillar la cubierta, asomarse a las entrañas y certificar la defunción.

2-PRELAVADO

“Tendremos que esperar al día uno”, decidimos después de consultar varias webs de outlet. Ya que vamos a comprarla, que sea medio decente y nos dure otros doce años, no cualquier marca desconocida que nos deje tirados. Lo barato acaba saliendo caro, ya se sabe.

“Pues nada, bajaré al río a lavar la ropa”, dije en broma, pero también en serio, porque con dos niñas pequeñas, las camisas de Salva y mi uniforme, salimos a lavadora casi diaria, y la avería nos pilló con el cesto lleno tras varios días de lluvia. A perro flaco, etcétera.

“Da gracias que ha sido la lavadora”, quitó hierro él, como siempre: podía haber sido el coche, y a ver cómo trabajaba entonces; o el ordenador, y habría tenido que ir un par de semanas al locutorio, como le pasó cuando se jodió el anterior portátil hace un año y que también coincidió con un mes infausto. Por cierto, ¿sabéis que el locutorio estaba aquí, en este mismo local? Tiene gracia.

Cuando la pobreza entra por puerta, el amor no sé qué, eso que dicen: ahí estábamos los dos, delante de la lavadora muerta, con los niños ya en la cama. Le reproché que no hubiese esperado los veinte días para pagar la multa; él dijo que mejor pagarla cuando se tiene el dinero, que luego se nos pasa el plazo y pagamos el doble; contraataca recordándome lo de la comida navideña con toda mi familia y que yo me empeñé en que pagáramos nosotros por una vez, 170 euros que, según él, nos apañarían lo que queda de mes; yo le recuerdo que aquí el que va por la vida pagando comidas es él, cada vez que se reúne con un cliente, y de paso le digo que si no corriese tanto, no le podrían tantas multas; él me propone que le pida otra vez un préstamo a mi padre; yo le acuso de hacer siempre la jodida cuenta de la lechera con sus trabajos venideros y sus facturas pendientes y que lo raro es que no se nos caiga el cántaro más veces; y así acabamos esa noche, cada uno mirando para un lado en la cama y bufando en la oscuridad. Por una puta lavadora.

3-DETERGENTE

El primer día me fui a casa de mi suegra, pero cruzarte la ciudad con una maleta de ropa sucia, echar dos horas de espera y cháchara, y vuelta a casa con la maleta limpia, lo haces un día, no más. La segunda colada fue un favor de la vecina, pero tampoco se puede abusar. Así que para la tercera ya me vine aquí.

Reconozco que ese primer día entré con recelo, me pesaban más los prejuicios que el saco de ropa sucia. He dicho recelo, pero seré sincera: asco. Me daba asco entrar. Traía el recuerdo del negocio anterior en este mismo local, el locutorio del que Salva volvía contando lo cochambroso que era, los teclados grasientos, las cucarachas que corrían entre los cables. Que no es el caso ahora, lo sé, pero yo venía ya repugnada de casa, y le sumaba el asco por meter las braguitas de mis niñas en una lavadora donde cualquiera habría metido antes su ropa sucia y dejado sus pelos, mugre, piel muerta.

Siempre he sido asquerosita, el mismo asco que me daba dormir en un hotel por muy limpio que estuviera, cuando hace mil años todavía viajábamos y dormíamos en hoteles. Aquí era algo más: un asco que no sé si llamar moral, no quiero que os ofendáis. Pero es que cuando entré el primer día, se me cayó el alma a los pies. Qué hago yo aquí, me pregunté cuando os vi sentados esperando la colada. En realidad no os vi, o más bien os vi como esperaba veros, la primera impresión también la traía ya de casa junto con el detergente y las monedas: gente acabada, gente que no tiene ni para una lavadora en casa, o que no tienen ni para una casa. Que esto no es como en las películas americanas, donde todo el mundo va a la lavandería; esto es España, y la ropa sucia se lava en casa.

Ya imagino lo que pensaríais de mí aquel primer día: la señoritísima que se pone guantes de plástico antes de abrir la portezuela, revisa bien el interior, y mete su ropa en una bolsa de malla para que toque lo menos posible las paredes del tambor. La estirada que en vez de sentarse como los demás y unirse a la conversación, se va afuera y espera apoyada en un coche, muerta de frío, hasta que su lavadora termina, recoge deprisa y se marcha con un adiós para nadie.

4-SUAVIZANTE

Me fui relajando según vine más días, pronto dejé los guantes tras no encontrar en la ropa limpia ningún pelo ajeno, me quedé dentro a esperar aunque no levantase los ojos del móvil. Pero no era capaz de dirigiros la palabra, tuvisteis que ser vosotros los que me hablaseis el día que me visteis llorar.

Aquel día yo venía ya tocada, con cansancio acumulado de tantos días en que los de por sí complicados horarios domésticos se nos habían trastocado por las visitas a la lavandería, con Salva toda la semana de viaje, y yo tirando de amigos y vecinos para no traer a las niñas. Llevábamos sin apenas hablarnos desde la noche de la discusión, cada mañana al levantarme veía en la cocina la lavadora muerta y era como ver nuestro amor, como una puta metáfora de andar por casa, nuestro amor igual de reventado y obsoleto. Por si no llevaba ya el ánimo bastante arrastrado, un rato antes me había jodido que una madre pija, en la puerta del cole, me contase que se iba el fin de semana de escapada romántica con su marido. Así lo llamó, escapada romántica, las mierdas que oímos en la publicidad y vamos por ahí repitiendo. “Deberíais hacer una escapada romántica también vosotros de vez en cuando, es muy saludable para cualquier matrimonio”, me aconsejó, y yo me contuve las ganas de sacar allí mismo los calzoncillos sucios de Salva y decirle mira, guapa, mira qué escapada romántica vamos a hacer nosotros.

Para rematar, antes de entrar aquí me llamó mi madre, y no le dije adónde iba porque no le quería contar lo de la lavadora para que no se piense que nos va mal, porque yo hasta ese momento seguía pensando que no nos va mal, que tiramos como cualquier familia, que solo era una mala racha.

Llegaba yo así de frágil, cuando entro en la lavandería, me voy a una máquina libre, y al abrir el monedero me encuentro diez céntimos. Otra vez Salva me había cogido dinero sin avisarme. Del cajero no podía sacar, porque cuando se nos adelanta el fin de mes retiramos lo poco que quede antes de que nos lo rebañen con algún recibo. Así que tenía que volver a casa cargada con el saco de ropa, ver si Salva había dejado algo en el cajón, o echarle mano a la hucha de las niñas, y ya no me salían las cuentas horarias, ir, volver, completar el ciclo de lavado, dejar la ropa en casa, llegar a tiempo al trabajo, y de propina un mensaje en el teléfono: la pija del colegio que me enviaba un enlace del “hotel con encanto”, y unas caritas sonrientes y corazones, “daos un caprichito vosotros también, pareja!”

Me visteis llorar, y os acercasteis y me preguntasteis si estaba bien; y como yo seguía con el monedero abierto en la mano, reunisteis varias monedas y me las ofrecisteis, ni siquiera me las ofrecisteis, la metisteis directamente en la ranura y me cogisteis la bolsa y pusisteis mi ropa y echasteis detergente y me preguntasteis si quería prelavado o programa corto, elegisteis por mí porque yo seguía llorando, un llanto que no podía ser por unas monedas ni por un WhatsApp tan bienintencionado como impertinente, ni siquiera por un electrodoméstico averiado, pero eso fue lo que os expliqué: estoy bien, no es nada, estoy un poco cansada, se me pasa en seguida, es que se nos estropeó la lavadora y ha coincidido con una mala racha, una cadena de pequeños infortunios; os conté el seguro del coche, la multa, la factura atrasada, hablando entre hipidos y mocos, no vayáis a pensar que estamos tan mal, es solo una mala racha, repetí, una mala racha.

“Malas rachas tenemos todos”, dijisteis; “malas rachas tenemos todos, pero hay quien las salva con holgura, y quienes nos caemos con cualquier imprevisto: un despido, una subida brusca del alquiler, un familiar enfermo, el dentista…” “O una lavadora rota”, remató alguien.

5-ACLARADO

En lo que tardó mi ropa en lavarse me contasteis vuestras malas rachas. Primero hablaste tú, la más cercana, a ti, como a mí, se te rompió un día la lavadora, no podías comprar una nueva en ese momento, y acabaste por engañarte de que es mejor vivir sin ella, que sale más barato venir aquí, te ahorras luz y agua, es incluso más ecológico, y encima tienes un ratito de tertulia. Luego contasteis los que llegasteis a España y el único piso donde os alquilaron una habitación asequible no tiene lavadora, ni el propietario os deja instalarla por no sé qué problema con anteriores inquilinos. La pareja que vivís en un cuchitril de cama mueble y cocina en armario, doce metros cuadrados que la inmobiliaria troceó de un piso antiguo, y donde no os cabe más que una mini lavadora de camping para la ropa interior. Los que perdisteis el piso, los desahuciados que estáis provisionalmente en casa de un familiar y no queréis abusar más. El más joven, tú que en los últimos cinco años has cambiado tantas veces de trabajo, casa y hasta ciudad, que viajas con lo puesto, y a veces hay suerte y el piso está equipado, y otras, como ahora, que no. El divorciado que a los cincuenta compartes piso con otro divorciado que etiqueta su comida de la nevera, tiene sus propios platos y vasos, y usa en exclusiva la lavadora por haberla comprado él. Los dos okupas que vivís en el piso vacío de un banco, hasta que os vuelvan a echar.

Aquí nos encontramos todos, cada uno con su mala racha a cuestas.

6-CENTRIFUGADO

Os vais a reír, pero me entran ganas de, cuando llegue el próximo día uno y me ingresen la nómina y a Salva sus facturas del mes pasado, no comprar tampoco entonces la lavadora. Gastarnos los trescientos euros en una escapada romántica. Estoy bromeando, claro, no es eso. Tampoco pienso dejar de comprarla porque sepa que el día uno será todavía arriesgado gastar esos trescientos o menos euros, sin antes aclarar qué pasa con la factura atrasada de Salva; que no sería la primera vez que una atrasada se convierte en impagada y el cliente entra en concurso de acreedores y adiós muy buenas. Ni siquiera lo digo porque tema que el mes que viene continúe la mala racha y sea el coche, o me asignen menos horas en el trabajo, o cualquier otro imprevisto.

Lo digo por seguir viniendo aquí dos o tres veces por semana. Por seguir encontrándoos. Porque tras el asco de los primeros días, y una vez recuperada mi maltrecha autoestima, ahora me siento bien aquí, no quiero perder estas dos horas. Porque con vosotros puedo hablar lo que no me atrevo a decirle a Salva para que no me intente tranquilizar con su cuento de la lechera; ni a mi madre para que no se agobie por el futuro de las niñas; ni a la pija del colegio, ni a las compañeras de trabajo, que algunas están peor que yo; no puedo decirles lo que sí puedo decir aquí: que estamos mal, claro que estamos mal; que no somos pobres, pero vivimos en el alambre, o quizás sí somos técnicamente pobres, pero nos sacudimos esa etiqueta con temor y con orgullo y continuamos un mes y otro mes caminando por ese alambre con pasitos cortos y sin mirar abajo, y de vez en cuando pierdes pie y te quedas ahí, con los brazos en cruz y una pierna al aire, el cable temblando y otra vez te has salvado pero quizás la próxima no lo cuentes.

Y que tengo miedo: a vosotros os puedo confesar que tengo miedo, porque sé que me entendéis y tenéis el mismo miedo, y compartirlo es una forma de quitárnoslo un poquito, aunque sea durante dos horas, sentirnos menos solas. Que tengo miedo a que se me rompa otra lavadora, o me rompan el contrato de trabajo, o a Salva se le rompa una pierna y no pueda salir a buscar clientes, o mi madre se rompa la cadera y tengamos que pagar a quien la cuide, o se nos rompa el amor como en la canción y no de tanto usarlo y acabemos divorciados y más pobres, o tantas cosas que se te pueden romper de un día para otro y sin que puedas pagar la reparación o el reemplazo.

Y aquí puedo contar todo eso, como vosotros contáis vuestras propias fracturas; aquí me entendéis, nos entendemos, esta conversación que ya no podría imaginar en ningún otro sitio, solo aquí, con el zumbido de fondo de las lavadoras girando, y supongo que os pasa que cuando termina el ciclo, cuando abrís la portezuela y sacáis la ropa y la metéis en la bolsa y os despedís y volvéis a casa, sois otras, sois otros, ese alivio, esa tranquilidad de regresar con la ropa tan limpia.

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