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Aplaudir a una cabina

Aplausos al finalizar el acto de instalación de la cabina en homenaje a Antonio Mercero

Diego Casado

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Resulta extraño contemplar a decenas de personas aplaudiendo al unísono a una cabina de Chamberí, iluminada por el sol en una agradable mañana de diciembre. Pero es que en Madrid a veces suceden cosas extraordinarias.

Los allí reunidos aplaudían una idea que nació en una red social, un lugar virtual donde a veces se destila odio pero que en esta ocasión sirvió para impulsar un homenaje que pareció acertado y recibió los elogios de todo el mundo.

Se aplaudía además la originalidad y osadía del último monumento llegado a la capital, donde las esculturas se cuentan por centenares. Aunque ninguna con esta forma, lo que sin duda hizo más difícil que la idea llegara a buen término.

El batir de palmas iba dedicado al consenso, por descontado. A esa capacidad para ponerse de acuerdo que demostraron todos los partidos políticos del Ayuntamiento a la hora de aprobar el monumento, y que trabajaron para hacerlo realidad junto a la sociedad civil -representada en David Linares, el que tuvo la idea-, a los creadores -la Academia de Cine- y a la empresa privada, la Fundación Telefónica.

La ovación era también para el propio objeto -la cabina- que abandonará el año que viene nuestras calles después décadas aguantando solinas, lluvia y viento, mientras ofrecía a cambio de unas pocas monedas un servicio público en otra época indispensable.

Pero, sobre todo, los aplausos de este miércoles iban para Antonio Mercero, quien también consiguió algo extraordinario en esta ciudad: rodar con un talento inmenso una película que impactó tanto en la sociedad que la gente ponía el pie en la puerta para no quedarse encerrada como José Luis López Vázquez. Que ganó el primer Emmy de una producción española -el segundo no llegó hasta La casa de papel-. Y que, 50 años después de su estreno, deja la primera cabina-monumento de la historia en Madrid.

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