Madrid descuida una de sus figuras más castizas: el ocaso del barquillero
En el número 25 de la calle del Amparo se encuentra el último obrador artesanal de barquillos que queda en Madrid. Cuesta creer que el casticismo identitario de esta tradición se conserve únicamente gracias a la voluntad y esfuerzo de una familia, los Cañas, pero sin ellos el oficio ya se habría perdido. De martes a viernes elaboran el producto en el citado espacio y los fines de semana, Julián y José Luis, padre e hijo, salen a venderlo a la calle vestidos de chulapos, con sus cestas y las típicas barquilleras.
La pandemia y la restrictiva legislación para la venta de barquillos en la calle los tiene contra las cuerdas pero esta familia, que ya va por la quinta generación de barquilleros, se resiste a tirar la toalla. En los próximos días solicitarán una reunión con el alcalde Martínez Almeida para exponerle su situación y ver qué se puede hacer. “Sólo queremos que nos dejen trabajar”, aseguran, al tiempo que se quejan de que la policía municipal los tiene “martirizados” y los trata mal, pese a contar con los permisos y pagar su correspondiente licencia.
La cuesta abajo del oficio se inició con Ruiz Gallardón en la alcaldía de la ciudad, asegura Julián Cañas (Madrid, 1968), hijo, nieto y bisnieto de barquillero. Anteriormente tenían un permiso de venta callejera “en parques y jardines” que, en la práctica, les facultaba a ofrecer sus productos por toda la ciudad. “Íbamos siempre donde más gente había, desde sitios muy turísticos a fiestas de cualquier barrio y por las noches, especialmente de verano, hacíamos ronda de terrazas hasta bien entrada la madrugada”, recuerda.
“Habíamos tenido muy buen trato por parte de alcaldes de Madrid como Tierno Galván, Barranco o Álvarez del Manzano. Éramos pocos y nos conocían hasta por el nombre. Pero con Gallardón la cosa cambió. Determinó que sólo podíamos vender barquillos en cinco puntos concretos de la ciudad: la Almudena, la calle Preciados, la plaza de Cascorro, la plaza Mayor y el Retiro. De ahí no nos podemos mover. Aún así, con nuestros permisos restringidos a esas zonas, la policía siempre tiene la última palabra y puede hacer que nos cambiemos de sitio o que, directamente, nos marchemos, que es lo que muchas veces nos pasa con determinados agentes que nos tratan como a mendigos. Con impotencia nos toca obedecer, bajo amenaza de quitarnos el género”, relata Julián.
Es posible que en otras ciudades se proteja o, incluso, se subvencione a figuras equivalentes al barquillero madrileño, de haberlas, como el símbolo cultural que indiscutiblemente es, pero los Cañas se conforman con que no les pongan palos en las ruedas.
“Nuestros mejores clientes son los turistas que vienen de provincias. Todos nos identifican con el auténtico Madrid, nos compran barquillos y piden hacerse una foto con nosotros. Entonces saco la pose de chulapo, pongo el brazo en jarra y les invito a que se enhebren. Se nota que nos aprecian y eso me llena de orgullo. No sé si en Madrid se nos mira igual de bien, al menos por parte de algunas autoridades, a las que parece que les diera igual que desaparezcamos”.
Tradición y una digna precariedad
El obrador de los Cañas se encuentra en pleno barrio de Lavapiés, muy cerca de la plaza de Nelson Mandela. Está escondido en un bajo de un patio de corrala de un anodino edificio de vecinos. Allí, al fondo y rodeados de alojamientos turísticos -que es en lo que se han ido transformando los talleres de oficios con los que compartían espacio desde que se instalaron en ese espacio acabada la Guerra Civil- elaboran sus dulces a la manera clásica -harina, azúcar, aceite y esencia de canela, vainilla o limón-, utilizando la receta, los moldes y la sabiduría heredada de sus antepasados.
De martes a viernes, entre las 9 y las 14 horas, venden en el mismo obrador al público sus barquillos, que también sirven a hornos tan famosos como el de San Onofre y a algunos hoteles de lujo. “No podemos competir en precio con quienes producen barquillos en serie, pero no hay color para quien valora la calidad”, dicen. Completan sus ingresos con contrataciones para eventos privados pero, aún así, el sustento principal es el que logran de la venta directa en la calle: “Un barquillo parisien, un euro, con la posibilidad de que te lleves dos por el mismo precio si tienes suerte con la tirada de la barquillera”.
Julián lleva 41 años en este oficio y actualmente se recupera de una operación de tendiditis en el codo producto de los muchos años trabajando con las planchas y moldes de los barquillos y obleas. Su hijo, José Luis, tiene 30 años y 12 oficiales como barquillero, aunque asegura que le salieron los dientes estando ya entre el obrador y la calle. Su idea es continuar la tradición familiar de la que se ha visto expulsado su hermano mayor: “Esto no daba para tres personas y, además, mi hermano no consiguió licencia para vender en la calle, por lo que ha tenido que cambiar de oficio”, comenta.
Félix Cañas fue quien comenzó la saga familiar a finales del siglo XIX. Su hijo Francisco la continuó desde 1908 y, a su vez, los seis hijos que éste tuvo. Entre ellos, Félix Cañas Sacristán, padre de Julián y abuelo de José Luis.
Entre las múltiples anécdotas que ha atesorado esta familia a lo largo de sus años de trabajo Julián recuerda un encuentro con el Rey Emérito en el Retiro en el que Juan Carlos I dijo a la entonces Reina: “Toma, Sofi, que de esto no tenéis en tu país”, mientras recordaba que de pequeño él mismo comía los barquillos que hacía el abuelo de Julián.
En vísperas de las fiestas de agosto de San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma preguntamos a los Cañas si esperan un repunte del negocio y, para nuestra sorpresa, contestan que no. “Las únicas que siempre han funcionado mejor han sido las de La Paloma, pero este año siguen las restricciones por pandemia y todas se celebrarán en plazas y recintos con aforo limitado donde, además, no tenemos permiso para vender. Ahora las fiestas más castizas de Madrid se celebran con mojitos”, concluye José Luis.
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