Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.
La ultraderecha no solo crece electoralmente sino que también empieza a mandar en la política europea
La Unión Europea acaba de reconocer su incapacidad para hacer algo razonable a fin de impedir que se repitan tragedias como las de Lampedusa. No hay acuerdo posible al respecto. Y no sólo porque ningún país está dispuesto a sufragar los costes que implicaría cualquier operación seria en esa dirección, sino, sobre todo, porque ninguno de los grandes partidos europeos está dispuesto a afrontar la impopularidad que en sus territorios nacionales les acarrearía apoyar políticas que, a la postre, beneficiarían, aunque fuera en extremis, a los inmigrantes. Porque esto, creen esos partidos, sería dar votos a una ultraderecha que está creciendo electoralmente en todo el continente. Gracias a esa lógica, la ideología xenófoba y neonazi está ganando la partida sin mojarse, y todo indica que va a continuar haciéndolo.
Su actitud hacia la inmigración se está convirtiendo así en la manifestación más nefasta de la ya larga degeneración de los grandes partidos europeos –conservadores, centristas o socialdemócratas– en organizaciones únicamente destinadas a la captación de votos y a la gestión del poder que de estos deviene. Porque esa deriva, a la que asistimos desde hace ya demasiados años, no sólo implica el olvido de los solemnes principios que figuran en los idearios de todos esos partidos, sino también, y esto es bastante peor, la renuncia a cualquier forma de coraje ideológico. Que es el único instrumento que en política sirve para doblegar a los hechos cuando las circunstancias no son favorables.
Y, hoy por hoy, éstas no lo son para la solidaridad ni para el respeto a la justicia y a los derechos de las minorías. Grandes estratos de la sociedad europea y, por supuesto, de la española, identifican a los inmigrantes como al enemigo exterior. Son jóvenes y no tan jóvenes que no encuentran trabajo, o que reciben salarios cada vez más reducidos, piensan ellos, por el exceso de mano de obra extranjera dispuesta a trabajar a cualquier precio. O mayores que ven empeorar las condiciones de habitabilidad de sus barrios a medida que en ellos se instalan masas de inmigrantes o que creen que éstos son los responsables del empeoramiento de los servicios sociales. O, sin más, personas que son xenófobas desde pequeños, que esas actitudes siempre han estado muy presentes en nuestras sociedades, por mucho que los aires democráticos las disimularan en el pasado reciente.
Todos esos tipos de reacciones, salvo las últimas, responden a hechos reales. La llegada masiva de inmigrantes, que en la mayoría de los países se ha producido casi de golpe y al tuntún, sin criterios reguladores y sin la preparación previa de estructuras de acogida –pero ¿podía ser de otra manera? o, mejor, ¿ha ocurrido alguna vez de otra manera?–, ha creado problemas graves en las sociedades. Y la austeridad y los recortes los han empeorado.
Pero, en lugar de hacer frente a esos problemas cuando empezaban a manifestarse –aunque no en todos los países, pero sí en la mayoría, se ha actuado tan mal como en España–, los grandes partidos políticos europeos han recurrido a la represión. De las corrientes migratorias o lisa y llanamente de los derechos más elementales de las personas que, de una u otra manera, han logrado entrar en el que hace no mucho se autoproclamaba ufanamente “el continente de los derechos humanos”.
El agravio es particularmente sangrante en el caso de los cientos de miles, o millones, de ciudadanos que huyen de sus países porque en ellos sus vidas están amenazadas por brutales dictaduras o por guerras civiles que han sido alimentadas por la inepcia de la política exterior europea o por los intereses del capitalismo de nuestro continente.
Pero ninguno de esos argumentos hace mella en el planteamiento de la política europea al respecto. Para ella la lógica que manda es la de los votos. Y en ese terreno lo único que ahora le importa es frenar el ascenso de la ultraderecha que, imitando lo que hizo Hitler con los judíos, que éste, a su vez, copió de lo que antes los zares hicieron que él con esa misma comunidad en su imperio, ha convertido a los inmigrantes en el mayor problema de nuestras sociedades, y a su expulsión, en la solución de todos nuestros males.
Frente a la timidez, o la mala conciencia, con que los partidos del establishment tratan esas cuestiones, los partidos ultraderechistas europeos manifiestan sus posiciones sin tapujo alguno. Y eso en un mundo en el que impera una cultura de la comunicación que excluye los matices y privilegia el mensaje tajante, aunque sea falso, les está reportando un gran éxito electoral. La ultraderecha está creciendo en todos los países –en algunos, como Hungría, Austria, Suiza y Francia, de manera espectacular–, arrancado votos a la derecha y a la izquierda, y los sondeos pronostican que va a seguir haciéndolo.
Y en lugar de enfrentarse abiertamente a esas corrientes, a pecho descubierto y con la valentía necesaria, lo único que se les ocurre a los políticos “demócratas” europeos, matiz arriba, matiz abajo entre ellos, es plegarse a las políticas que preconiza la ultraderecha. Casi siempre con la mayor discreción posible, a cuyo mantenimiento contribuyen no poco los medios de comunicación de referencia de nuestro continente, que desde hace ya tiempo participan, más o menos abiertamente, de ese mismo espíritu. ¿Cuántos de ellos han destacado que 15 de los 28 miembros de la UE tienen leyes que penalizan a los ciudadanos que presten algún tipo de apoyo a los inmigrantes ilegales?
Italia es uno de ellos. En virtud de una ley aprobada en 2009 por el Gobierno de Berlusconi, los pesqueros que rescaten del mar a inmigrantes a punto de ahogarse pueden perder su licencia. Por eso algunos de ellos viraron a la vista de los náufragos de Lampedusa. Pocos días después, dos parlamentarios del Movimento Cinque Stelle, la formación que lidera Beppe Grillo, presentaron una enmienda contra ese precepto de la citada ley. Y Grillo, con duras invectivas, les conminó a retirarlas. “Ese punto no está en nuestro programa”, les dijo. “Si lo hubiéramos incluido, sólo habríamos obtenido un porcentaje de prefijo telefónico” (es decir, de menos del 9 %), añadió.
Más allá de que tales comentarios no hablan precisamente de que el M5S sea un partido alejado del electoralismo y de que sus planteamientos sean tan democráticos como él que pregona, cabe agradecer a su líder que hable mucho más claro que otros partidos al respecto.
Sobre este blog
Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.