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Entrevista

Eduardo Ruiz Rosa, escritor: “México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas”

El autor Eduardo Ruiz Rosa | Iliana Cervantes

Paco Paños

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Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983), es autor de los libros de cuentos La voluntad de marcharse (2008, Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo) y Cuántos de los tuyos han muerto (Candaya, 2019), del libro de crónicas Primera silva de sombra (2018) y de la novela Anatomía de la memoria (Candaya, 2014), por la cual obtuvo la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens. El próximo sábado 10 de septiembre visita Murcia (Libros Traperos, 12h.) para presentar su última novela, El libro de nuestras ausencias (Candaya, mayo de 2022) en conversación con el escritor Diego Sánchez Aguilar.

Si te parece, Eduardo, empezamos la entrevista abordando el tema central de tu última novela, El libro de nuestras ausencias (Candaya, mayo de 2022). Ya en la primera página del libro escribes: «La mitad de la historia mexicana es más de un siglo de desapariciones. Son esas desapariciones… el cuerpo central de este texto. Pero la dimensión de esas ausencias rebasa cualquier relato anclado en la cordura, los números, los testimonios o la denuncia». Y añades: «México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas». ¿Cuándo y dónde te surge la necesidad de contar este horror? ¿Cuánto tiempo te ha llevado dar por terminado el libro?

Creo que el modo de aproximarme a la experiencia de la realidad desde la escritura tiene que ver con una forma de prolongada exposición, es decir, una convivencia constante con aquello de lo que finalmente terminaré escribiendo. En general así ha sucedido con todo lo que hasta ahora he publicado. En el caso de El libro de nuestras ausencias, la idea general, el primer impulso de configuración del relato, es muy lejano, probablemente de hace 16 o 17 años, sin que en ese momento, desde luego, haya comenzado la escritura del texto. Sin embargo, al mismo tiempo es un impulso cercano en tanto que su influencia, sus diversos contextos, me han acompañado desde entonces casi sin interrupción. Para mí es importante, e inevitable, esa convivencia, la constancia necesaria para percibir cómo es que determinados sucesos se transforman (y nos transforman) a lo largo del tiempo. La conjunción de mi primera vez yendo al teatro, en 1996, y ciertos acontecimientos violentos que ocurrieron en Culiacán y que fueron relativamente cercanos a mí podrían considerarse como el primer detonante. Pero yo no puedo escribir desde la prisa o desde la reacción inmediata (o no quiero), y por eso es que la escritura y reescritura de las diferentes versiones de este texto me ha tomado unos 15 años. A lo largo de ese tiempo se fue transformando todo: la historia, la estructura, los personajes, el lenguaje, en la medida en que esa experiencia de la realidad se fue transformando para mí también.

En cuanto a la temática, el contexto, la violencia y la corrupción, más que una necesidad de abordarlos creo que puedo decir que tengo, primero, la voluntad de hacerlo, la voluntad de escribir, siempre, desde una postura ética y política; y después, que también entiendo la escritura como un modo de comunicarse, quizá secretamente, de forma oblicua, con quienes nos son cercanos, con quienes compartimos, por ejemplo, ese contexto, esas ausencias, esas pérdidas.

Como hemos dicho, el lector que se adentra en El libro de nuestras ausencias, sabe desde el principio que el tema central serán las desapariciones y por poco que avance intuye que tu modo de enfocar ese tema no va a ser un relato al uso, que te alejas de todo lo convencional, que tu intención no es escribir una crónica policial o periodística como hizo Sergio González en Huesos en el desierto, que no quieres hacer un relato lineal y pormenorizado como el de Roberto Bolaño en 'La parte de los crímenes', ese capítulo cuarto de 2666 en el que durante 350 páginas el chileno nos cuenta cada uno de los feminicidios ocurridos entre enero de 1993 y diciembre de 1997 en la ficcional Santa Teresa. El lector intuye a las pocas páginas que tu relato va a ser totalmente diferente, que va a ser radicalmente literario (soy consciente del riesgo que asumo al calificar tu novela como radicalmente literaria cuando acabo de poner como ejemplo de lo que huyes al mismísimo Bolaño). ¿Cómo enfrentaste la forma que querías darle a esta historia? ¿Te llevó tiempo dar con la forma o lo tuviste claro desde el principio?, porque no debe ser fácil escribir más de cuatrocientas cincuenta páginas en el estilo que tú has utilizado aquí.

Ciertamente los dos elementos que más intenté reformular a lo largo de las diferentes versiones del libro fueron la estructura y el lenguaje. Y esos cambios eran posibles cuando la historia, a su vez, cambiaba. Ahora ya no sé cuántas versiones del libro escribí, creo que fueron ocho o nueve, y quizá fue en la séptima cuando el lenguaje, el modo de invocar las voces (la voz colectiva del libro, por ejemplo), encontró su forma definitiva. La estructura, el sentido de puesta en escena (en cuanto al teatro), en cambio, llegó en la última versión. Creo que lo supe con más claridad, todo esto, cuando escribí el último cuento de Cuántos de los tuyos han muerto (el último cuento que escribí, que no es el último del libro), y que se titula «No tiene nariz ni ojos pero sí una boca». La simultaneidad de tiempos y voces, una especie de corporeidad fantasmal de quien habla, y que, para mí, es la búsqueda de una forma de pensar en el lenguaje, en un lenguaje, que se aproxime al fenómeno del que habla el libro, un lenguaje para hablar de la ausencia, del desvanecimiento de la identidad, de lo perdido. Una vez que la estructura interna del libro estuvo clara para mí, el problema fue la estructura externa: en los últimos dos borradores el libro tenía cuatro partes, cinco partes, entre las que se dividían los más de veinte capítulos. La versión final tiene tres partes solamente. Esto tiene más que ver con lo que decía en la respuesta anterior: la idea de desaparecer el yo del libro, de tal modo que lo dominara el libro tendría que ser esa voz colectiva, que a veces se concreta en cada personaje, pero que siempre vuelve a esa voz difusa, comunal, que transita la historia. Esa eliminación del yo implicó también, en la última reescritura, eliminar casi ochocientas páginas del libro. Una especie de desescritura.

Los dos libros que señalas, tanto Huesos en el desierto como 2666, son para mí referentes fundamentales.

Cuando terminé la lectura de El libro de nuestras ausencias, quedé con la sensación de haber vivido una experiencia múltiple. Por un lado, esa experiencia que tiene que ver con las emociones. El horror, el dolor, la rabia, pero también, la solidaridad y la empatía con las víctimas, tanto las ausentes como las vivas que las buscan. Por otro, lado la experiencia que tiene que ver con lo puramente literario, y ahí el libro me ha desbordado por su belleza, por el ritmo, por lo poético del texto, por la aventura, por el riesgo que alguien emprende y asume cuando escribe así, y por tu esfuerzo, que como lector agradezco.

Y sobre esto quería preguntarte. Cuando te sientas a escribir ¿tienes en la mente las sensaciones que quieres trasmitir?, ¿tienes en cuenta al lector?, ¿qué lector buscas?

No suelo pensar en un lector prototípico, o un lector ideal, para lo que escribo. Como mucho pienso en lectores de otros libros, lectores con los que comparto algunas lecturas, lectores que han leído algunos de los libros que para mí son fundamentales durante la escritura. Pero lo primordial es la construcción de un libro que se diga con las palabras y las formas que le sean, desde mi perspectiva, propias. Es decir, yo creo que no puedo escribir este libro de otra manera porque faltaría a una serie de reglas éticas y de honestidad que se han ido construyendo a lo largo del proceso de escritura. Pienso más, como lo dices en la pregunta, en las sensaciones o las emociones o, como me gusta decirlo a mí, en la afectación que el libro ha de invocar en quien lee. La idea no es (como lo fue en el caso de Anatomía de la memoria), reconstruir un mundo real, sino construir el mundo que pueda hacer sentir a quien lea el libro algo semejante a lo que yo he sentido al aproximarme a los hechos verídicos que trascienden el libro, y que son numerosos y desordenados y que solamente logran tener sentido para mí en la medida en que yo he ordenado mi propia aproximación a ellos. Mi trabajo, entonces, con el libro, es ordenar de otra manera esa experiencia para comunicar a quien lee esa afectación, compartirla.

Para mí, todo esto ha de estar en estrecha relación con lo que se relata en el libro: las desapariciones, los desplazamientos de las poblaciones de la sierra, las fosas clandestinas y los centros de exterminio del narco, que, como señalas, tiene su contraparte en las búsquedas, las rastreadoras, una serie de formas de la solidaridad, la transformación de los espacios en pos de la supervivencia; todo esto es parte indispensable, para mí, de ese modo de compartir la afectación.

Recientemente, La Comisión para la Verdad que el Gobierno de López Obrador creó para investigar la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, ha dictaminado que lo ocurrido allí fue un crimen de estado. Días después ha sido ordenada la detención del exfiscal general de México y de 64 personas más entre policías y militares. Desde aquí, y sin entrar en más consideraciones, parece un paso positivo. ¿Es esa la sensación desde tu punto de vista?, ¿podemos pensar que estamos ante el principio del fin?, ¿somos demasiado optimistas?, ¿cómo se han recibido estas noticias en tu país?

No creo que sea el principio del fin: el problema de la violencia, la corrupción y la impunidad es muy complejo y está enraizado en tantísimos niveles de la vida pública y privada de México que un gesto de esta naturaleza, aunque indispensable, es apenas un asomo al vértigo. En todo caso sí creo que es un asomo valioso, que en un país con un nivel de impunidad de casi el 100% es fundamental que procesos como este, investigaciones profundas que buscan la reparación del daño y la rendición de cuentas ante las víctimas y sus familias, son fundamentales. Desafortunadamente, el aparato y su mecánica son monstruos muy viejos y muy arraigados, y tengo la sensación de que, sobre todo desde los medios que siempre estuvieron al lado de los gobiernos anteriores, se está diseminando la idea de que la nueva investigación y el arresto de los implicados en el caso de Ayotzinapa no es otra cosa que una maniobra electoral, teniendo en cuenta que el periodo del gobierno actual termina en 2024 y que el año próximo comenzará el proceso de las campañas. Por tanto hay cierta sensación agridulce, me parece, en general. No es raro que en México existan este tipo de arrestos mediáticos que apenas un año o dos antes sonaban impensables: así pasó con Raúl Salinas, con Javier Duarte, con Genaro García Luna, con Elba Esther Gordillo y otros tantos. Me parece que hay dos vías significativas en esto: la del golpe mediático y visible a la corrupción en distintos niveles, que es importante, y la de la investigación histórica, la de la búsqueda de una verdad, de un relato de lo que sucedido que pueda sustentarse en evidencias y pruebas. No olvidemos que fue justamente Murillo Karam quien habló, en los años del suceso de Ayotzinapa, de «verdad histórica», «verdad de los hechos» y «verdad jurídica», es decir, tres categorías, muy diferentes, adjudicadas a un mismo acontecimiento.  

Tras el último crimen que nos narrará, el perpetrado en diciembre de 1997, escribe Bolaño: «Las navidades en Santa Teresa se celebraron de la forma usual. Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír». Eso Bolaño. Tú: «los hijos nunca aparecieron y el tiempo se fue estirando y el hermano de uno de ellos, demasiado joven como nosotros, siguió yendo a la escuela, porque la vida continúa, nos decían, es una fuerza, la vida, y no se detiene, ¿no fue ese el error?, ¿que nada se detuviera?». Lo de que la vida sigue tras los crímenes es un lugar común y en esto coincides con Bolaño, pero tú añades esas preguntas que a mí me parecen tan oportunas. ¿Estas preguntas que formulas, son una respuesta en sí mismas?, ¿son una indicación?, ¿una posible propuesta de acción?

Es algo en lo que pienso mucho: en algún momento, no sé cuándo, ante la atrocidad, decidimos seguir. No sé por qué. No me basta la idea de que la vida ha de seguir como un justificante suficiente para que después de la destrucción (de un espacio, de una vida) todo se mantenga intacto (o tan intacto como sea posible) y aquello que ha sufrido una rotura se exilie de la cotidianidad porque hay una fuerza que empuja, que nos empuja a todos, a continuar dejando atrás, arrinconado en el pasado o en determinados espacios, el dolor propio o ajeno. Son muchos los elementos del libro que tienen ese signo: la enfermedad y la posible muerte de Orsina, la actriz de teatro, por ejemplo; o el desplazamiento al que se ve obligada la familia de Teoría Ponce y Róldenas, cuando los padres de ellos deciden dejar atrás la vida en la sierra a causa del avance del narco; o la huida de Manrique Ciego, que ante la pérdida, se aleja de la familia y continúa en una especie de vida ermitaña, lo mismo que su sobrino Fernando. Una suerte de clausura voluntaria de aquello que hiere, para seguir con alguna forma de vida posible. Me interesa pensar en esto cambiando el signo, porque creo que, como bien dices, hay un error profundo en esa continuidad despojada de memoria.

En cuanto al estilo que utilizas en la novela, llama poderosamente la atención esa prosa rota, en pedazos, en la que quiebras literalmente la linealidad del texto. Esta forma la he visto aparecer tímidamente en Anatomía de la memoria (Candaya 2014), más ensayada y desarrollada en los cuentos de Cuántos de los tuyos han muerto (Candaya 2019) y ya de una manera descarada y con una seguridad absoluta, en esta última novela. Son quiebres que pausan la lectura, que invitan a la reflexión, que aportan valor poético, que añaden silencios, que permiten suspiros. Son una forma de embellecer el texto que a mí me resulta maravillosa pero más allá de mi opinión, me gustaría que desarrollaras tú la idea, que nos contaras cómo has ido llegando a esta forma de escribir.

Yo creo que la forma de expresión de un texto debe ir de la mano de aquello que se cuenta, de la historia, de la afectación que padecen los individuos de los que se habla. En este sentido, para mí el lenguaje, como cuerpo, debe ser una manera de visualizar el cuerpo de los personajes, de la historia, del espacio, de los acontecimientos. Un cuerpo roto, en pedazos, como bien dices, es, para mí, el cuerpo de la ausencia, o de lo ausente. No estoy tan seguro de pensarlo, en un inicio, como un modo de construir belleza en torno a un tema como la desaparición forzada, la violencia o la vejación del cuerpo muerto. Desde luego que cumple esa y otras funciones, como señalas: el aliento, la respiración de la lectura, las pausas, ciertos encabalgamientos que me interesan y que, para mí, expanden o dibujan el sentido de un enunciado más allá de las propias palabras. Sin embargo, lo entiendo más como un modo de representar esa descompostura del cuerpo desaparecido, del cuerpo ausente, del dolor que no cabe en el lenguaje. Casi no cabe el dolor en el lenguaje. Para mí hay un momento de intensidad en el acontecimiento, cuando nos golpea y lo único con lo que podemos reaccionar es con la víscera, con el grito, con el llanto (aunque puede hablarse también de una afectación gozosa, y reímos, por ejemplo, o sentimos placer de distintas maneras que el lenguaje no alcanza a nombrar), un momento, decía, en que el lenguaje se nos pierde, y poco a poco, conforme vuelve la calma, lo recuperamos. Cuando el impacto del acontecimiento es tan grave, tan intenso, como en la pérdida, entonces el lenguaje que vuelve ya no es suficiente, no alcanza, porque, como en la pregunta anterior, algo se rompió definitivamente y el mundo es otro y nosotros somos otros y el lenguaje que conocíamos ya no alcanza. Entonces, poco a poco, balbuceando, hacemos otro lenguaje. Una especie de idiolecto del dolor, por ejemplo. Creo que, sobre todo en Cuántos de los tuyos han muerto y en El libro de nuestras ausencias, ese es el proceso con el lenguaje. 

En cuanto a los personajes que aparecen en tu historia, todos son dignos de tratamiento individualizado, pero no tenemos espacio en esta entrevista. Me gustaría que empezáramos hablando de las rastreadoras. Estas mujeres tienen un papel importante en la historia ficcionada que es tu libro, pero creo que tienen un papel fundamental en la historia real de las desapariciones. ¿Quiénes son? ¿Cómo las conociste? 

Se trata de un grupo de mujeres, principalmente, aunque también hay hombres, que se han dedicado, a causa de la desatención del Estado, de buscar a sus familiares desaparecidos. Hay diversos grupos en todo el país. En marzo de este año, el conteo oficial señala que se han descubierto más de 60mil fosas clandestinas, y que se han recuperado más de 90mil cuerpos. En Sinaloa, de donde soy originario y donde sucede la historia de El libro de nuestras ausencias, los grupos de rastreadoras comenzaron hacia el 2013. Ahora mismo, casi todos los colectivos dispersos están formados por familias, numerosas familias que buscan a sus desaparecidos: salen a los distintos parajes, al monte, a la sierra, a desierto, y buscan los lugares donde, posiblemente, gracias a llamadas anónimas o pistas que les llegan de diversas maneras, encontrarán fosas. Hacen un trabajo que nadie más hace. Han detenido, prácticamente, sus vidas, ellas sí, para dedicarse a esas búsquedas. No dejo de sentir una especie de rencor o de odio porque recuerdo, siempre que explico esto, que fue Javier Valdés, el periodista y escritor sinaloense, quien les dio el nombre de rastreadoras. Fue él quien acuñó el nombre. Javier fue asesinado en mayo de 2017. Sandra Luz, otra de tantas mujeres que buscaba a su hijo, también fue asesinada, en 2014. El grupo de rastreadoras del norte de Sinaloa es uno de los primeros. Pero la existencia de familias que buscan a sus desaparecidos es muy antigua. Esa desaparición de tres muchachos, de la que hablaba antes, en 1996, es el primer registro que seguí, aunque su búsqueda era de otra naturaleza, en principio. La evolución que estos grupos han tenido, desde sus inicios hasta ahora, es impresionante. Los conocimientos forenses que han adquirido, el valor y la técnica que han aprendido, son incalculables.

Creo que Orsina es el personaje principal, digamos que es el personaje transversal. Entorno a sus actuaciones en el teatro, a su viaje a la sierra para encontrase con el Tuerto Adán, a su tropiezo con la casa de los colonos, a su regreso “con un recuerdo que no era suyo”, a su enfermedad, a su desaparición y posterior búsqueda por Teoría Ponce se vertebran las historias del libro y el resto de personajes. ¿Puedes hablarnos de Orsina?

Es verdad que en el libro hay muchos personajes, y que varios podrían considerarse como protagónicos en determinado momento, como si cada uno de ellos tuviera la escena para sí durante un lapso en el que son el eje primordial. Sin embargo, ha sido finalmente Orsina, incluso más que Teoría Ponce, el motor del libro. Quizá no el personaje protagónico tal y como usualmente funciona, en una estructura narrativa, un protagonista, que está presente, de una forma de otra, en todo el relato. Lo que hay de Orsina a lo largo del libro es una influencia, una suerte de influjo: es fundamental en el inicio del libro, y luego lo que queda de ella es, justamente, esos versos de Eliot que aparecen en el primer capítulo: «ni carne ni ausencia de carne». Pero también representa la entrada del resto de personajes en el mundo de los desaparecidos: la desaparición de Orsina no se debe al clima de violencia del narcotráfico y la corrupción, tiene otra cifra, pero es el afán de búsqueda que ella despierta en Teoría Ponce lo que termina por arrastrarlos a todos a ese universo en el que, eventualmente, se han de topar con las rastreadoras, con el relato de los colonos en la sierra, con el Tuerto Adán, con las fosas clandestinas y los campos de exterminio.

Pero el relato inicial en el que Orsina aparece es un relato íntimo, de pérdidas y ausencias íntimas: el vínculo entre ella y Teoría Ponce y la Inga es un trozo de historia que, para mí, era muy importante contar. Desde la enfermedad hasta la ausencia. En esto tiene su contraparte, o su espejo, en otro personaje de calado íntimo, que es Manrique Ciego: una cercanía que termina por despoblarse, o destruirse, o abandonarse. Creo que es algo muy presente en el libro. Sucede algo similar con los padres de Teoría y Max. Aunque en Orsina está, además, esa voluntad de dejar de sr para ser alguien más, esos dilemas de la interpretación, de la encarnación de los personajes que la actriz recrea en la escena. Es, quizá, el personaje con más hondura de todos en el libro; del que más se habla, y el que menos aparece, quizá, pero el que más incendia al resto de personajes, es ella quien los mueve. Es, junto a Teoría Ponce, para mí, el eje del libro.

Confieso que cuando te leo siento música. Me pasó con Anatomía de la memoria, con los cuentos de Cuantos de los tuyos han muerto y me ha pasado ahora con este libro. Cuando se canta, cuando se hace música con la voz, una de las principales cosas que hay que ejercitar es la respiración. Tus frases respiran en el momento justo para marcar el tempo, el ritmo, los silencios. Independientemente de lo que cuentes tu escritura consigue que el lector disfrute, tiene esa gran virtud, ese valor añadido que algunos buscamos en lo que leemos. ¿Tienes conciencia de eso cuando escribes, lo buscas?

Totalmente. Para mí es fundamental. No solo en un sentido literal y práctico: siempre, mientras escribo, escucho música; sino también en el sentido en el que el texto ha de tener un sonido al leerlo en voz alta, que es la última corrección que hago, la de la lectura en voz alta. Ahí es donde deben funcionar los goznes del ritmo, en la voz. Por ejemplo, en Anatomía de la memoria, escuché los discos de un grupo mexicano que se llama Santa Sabina mientras escribía: me daba una cierta atmósfera, un cierto entendimiento de lo material del sonido. Pero para corregir usé Satie. En Cuántos de los tuyos han muerto escribí con Extremoduro y corregí con las suites de Bach. Acá, en El libro de nuestras ausencias, me costó mucho encontrar esa cosa corpórea del sonido, y curiosamente terminé volviendo a algunos discos de la adolescencia, aún no sé por qué: Caifanes, La Barranca, Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo, diferentes discos para diferentes momentos del libro, y corregí con los Nocturnos de Chopin.

 Pero además de eso, creo que la prosa debe tener una cadencia que, sobre todo, para mí viene de ciertos poetas. Eliot, como casi siempre, ha sido fundamental, sobre todo los Cuatro cuartetos, aunque también La tierra baldía; o las Elegías de Duino, de Rilke, o La belleza del marido, de Anne Carson, o La tumba de Keats, de Juan Carlos Mestre, Patterson, de William Carlos Williams, Trilce, de Vallejo, o la obra completa de Olga Orozco. Ahí, creo, en esa mezcla, está el ritmo de El libro de nuestras ausencias.

Me gustaría que comentásemos la parte final de la novela, esa en la que aparece José de Gálvez, Visitador General de la Nueva España, Marqués de Sonora y Sinaloa, que junto a Julia Pastrana (otra historia apasionante) son los dos únicos personajes reales que aparecen en el libro. Para mí, esa parte en la que mezclas el presente de los desaparecidos, las fosas comunes, los crímenes; también el teatro (una vez más el teatro) con el pasado, con la historia de La Nueva España allá por la segunda mitad del siglo XVIII, y quizás también con un futuro posible, me parece una genialidad. 

Eso es la puesta en escena, justamente, la importancia del teatro en el libro no es como estructura narrativa gráfica (no hay diálogos a la usanza de la dramaturgia en su forma más común), ni como elemento anecdótico que se agrega desde un afuera, sino que esa importancia reside en la simultaneidad de tiempos, voces y espacios: el teatro, la escena, el montaje, son precisamente la posibilidad de hacer contemporáneos los relatos de Julia Pastrana y José de Gálvez (polos opuestos, por otra parte, en la historia y en la novela). Es decir, que para mí el teatro está en el libro desde el inicio, desde la confusión inicial en los diálogos y en los tiempos, y viene desde esa especie de devoción, por decirlo de alguna manera, por Hamlet y por La tempestad, de Shakespeare: en ambos textos está como inoculada una ficción que es tan real como lo real que se cuenta en la ficción. Quiero decir que conviven todos los mundos y todos los tiempos y todos los personajes posibles, como en el último capítulo, también, de Palinuro de México, de Fernando del Paso, o como en el capítulo de «Palinuro en la escalera», que es una obra de teatro y que condensa esa conjunción de tiempos y espacios en apariencia disímiles que luego, en verdad, siempre están en el mismo lugar; o como en los capítulos de El maestro y Margarita, en los que se narra la historia de la crucifixión. Todo está aquí, al mismo tiempo. No en el sentido de, digamos «universos paralelos», sino en el sentido en que decimos que el león es cordero asimilado: en ese caso, dentro del león hay un cordero, es las dos cosas al mismo tiempo, aunque solo sea una de las dos la que camine por el mundo, llevando a la otra. Entonces, en Gastón Tévez, ese personaje que es un actor de teatro en decadencia, que tiene un último aliento al interpretar a José de Gálvez en un montaje, perviven todos los personajes que ha interpretado a lo largo de su vida. Por esa misma razón, Julia Pastrana se desdobla, se multiplica.

Por otra parte, son dos personajes para mí muy importantes. Julia representa en buena medida una forma de las rastreadoras, una forma de esas madres, de esas familias, encadenadas a la búsqueda perpetua, agraviadas por una violencia que vino hacia ellas quién sabe desde dónde. Y al mismo tiempo representa una forma de fortaleza, de brío intenso y amor por la vida. Además de que, en el año 2016, cuando vi el montaje de La repatriación de Julia Pastrana en Culiacán, con dirección de Alberto Solián y dramaturgia de Antonio Zúñiga, sentí algo semejante a lo que sentí la primera vez que fui al teatro, veinte años antes: esa potencia onírica de los diálogos y de las escenas, esa simultaneidad. Lo increíble es que ambos montajes fueron hechos por la misma compañía, el mismo director, y acaso con un mismo pulso poético. El fantasma de Óscar Liera ahí.

Se me ha ocurrido, mientras redactaba la pregunta anterior, que el personaje de José de Gálvez tiene cierta similitud con otro siniestro personaje real, con el que fuera presidente de México entre los años 2006 y 2012 Felipe Calderón. Uno con el empeño en pacificar la colonia española y otro con su guerra contra el narcotráfico tienen cierto recorrido paralelo. Y si te parece, con tu comentario sobre esto último, podemos dar por terminada la entrevista.

Felipe Calderón es, sin duda, un José de Gálvez en el siglo XXI. La idea de arrasar la violencia mediante la violencia. Así como Gálvez es una suerte de sombra que pervive en la memoria de Gastón Tévez, el personaje actor en El libro de nuestras ausencias, así Calderón es la sombra debajo del cuerpo de cada muerto colgado de un puente, de cada desaparecido, de cada víctima desde el 2006 para acá. De hecho, hay un momento, cuando la madre de Joaquín Vera está confeccionando la muñeca que usarán para el funeral en efigie de Orsina, que se habla de un monigote que ella misma fabricó con la figura de Calderón. Así como siempre hay un Hamlet, pero siempre cada Hamlet es otro diferente, así los muertos de Gálvez y de Calderón (porque son suyos), son al mismo tiempo los mismos, aunque sean otros, porque son productos de un delirio semejante. Yo me fui de México en 2006, el año en que comenzó el gobierno de Calderón. Quizá por eso nunca terminé de irme de verdad. Vi desde lejos cómo crecía la violencia, cómo se desquiciaban las formas de la muerte. Viví fuera de México todo el sexenio de Calderón, pero fue, por ese desquiciamiento, que esos años no representaron ningún tipo de distancia: la muerte aproxima. No cambió mucho durante los seis años de Peña Nieto. No es una guerra, lo que empezó Calderón, como no fue una guerra la de Gálvez. Es otra cosa. Es como si fueran emisarios de un destino de muerte y vejación. Por eso, en el libro, que es donde estas cosas pueden suceder, el destino de Gálvez es otro.

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