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Borrelliana (De jacobino a lacayo)

Josep Borrell

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Las actuales ocupaciones en la ya larga vida política de Josep Borrell, centradas en los asuntos internacionales, no sólo parecen venirle grandes e inapropiadas, sino que ya lo viene marcando con claros trazos ignominiosos. No se trata, pues, de que haya alcanzado el nivel de incompetencia de quienes no paran de revolotear en la política desde un cargo a otro, sin querer reconocer que se acercan fatalmente a la inutilidad, sino de que está ejerciendo de villano internacional, dedicando su inteligencia a asumir los relatos más infames de Occidente.

En la penúltima etapa de su vida política, Borrell ha sido ministro de Exteriores del Gobierno de España (2018-2019) y luego ha sido elegido como Alto Representante de la Unión para los Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, ampuloso cargo que, sin embargo, puede que sea el de menor peso propio, pero de gran carga ideológica dentro de la UE. Como tal, no ha dudado en pedir al Gobierno israelí, en su enésima tarea de aniquilación de palestinos, “que responda con proporcionalidad”, que es el remoquete con que los ministros europeos de Exteriores o Defensa (incluyendo a los españoles, de derechas e izquierdas), enfeudados fielmente a Israel, repiten una y otra vez, sin mostrar ni emoción ni empacho. Como variación, respecto a otros ensañamientos con Gaza, Israel ha elevado la “proporcionalidad”, que solía ser de uno a diez en el recuento de víctimas en ambos lados, y ahora ha sido de uno a veintitantos, también con repunte de los niños asesinados, que suelen suponer de un 25 a un 40 por 100 del total; que Borrell pensará que es casual y mala suerte, como Netanyahu, que ha declarado que Israel, a diferencia de Hamás, “sólo ataca milicianos y objetivos militares”.

Borrell y sus socios de la UE se permiten la indecencia de marcar y perseguir a los grupos de combate palestinos, como Hamás, a los que describen como “terroristas” porque su objetivo es oponerse a la invasión, el expolio y los crímenes de Israel; y no lo hacen con el Likud, los partidos sionistas o el propio Gobierno israelí, cuyo objetivo en la historia y la región (ya establecido antes de la declaración unilateral de independencia en 1948) es eliminar a los palestinos de Palestina y apoderarse de todo aquello que, sin claros límites geográficos, les prometió aquel dios exclusivista de Abraham, y que convirtieron en un derecho a imponer a la humanidad.

En su juventud, de innegable brillo político y gran capacidad como economista, nuestro Borrell fue considerado jacobino, un concepto algo ambiguo pero que se le aplicaba para significarlo como izquierdista de imprecisa definición e interesante futuro; algo estimulante, sí, aunque en realidad nunca se salió del tiesto. En esta enésima crisis en Palestina, ha asumido la mitología y la convencional forma de expresarse cuando de Israel se trata, como sucede con tantos políticos de ese nivel y cargo, escrupulosamente escogidos por su historial o circunstancias: sus vínculos familiares judíos influirán en su incapacidad para salirse del guion que, por lo que a él y a la UE respecta, consiste en consentir y exculpar las masacres en Gaza, el expolio de los asentamientos en Cisjordania, la limpieza étnica en Jerusalén… A los palestinos, cercados, martirizados y desposeídos, se les pide con severidad que no se subleven ni defiendan sus derechos porque serán llamados terroristas; y que se avengan a aceptar, cuando Israel lo tenga a bien, la “solución de los dos Estados”, un proyecto de apartheid muy del gusto de quienes han sufrido el ghetto durante siglos, y que consagra el plan y la voluntad de un Estado declarado étnico (judío, eterno…).

En realidad, Borrell, como Alto Representante… etcétera, sólo hace que alinearse –como es el designio de la UE– con el diktat norteamericano, que en este particular no ofrece dudas ni fisuras (y Biden no deshará, respecto de Israel, nada de lo que ya decidió Trump). Ha recibido un mandato estricto, directo o indirecto desde el Imperio, que se extiende, desde luego, a otras importantes áreas de la política internacional, en especial en las relaciones con Rusia. En este particular, la política occidental ha acabado siendo la misma, ya que la encarna la OTAN, cuya razón de ser tras la desaparición de la URSS es fabricarse enemigos y motivos de intervención militar; y ha consistido en sustituir, por conveniencia estratégica y económica, a la URSS por Rusia. En consecuencia, tanto Estados Unidos como la UE zahieren, sancionan y tratan de humillar a Rusia para mantener la tensión militar y consolidar la presencia armada y los intereses económicos. Por esto, el papel de Borrell es emblemático: poco consistente pero necesario, entre miserable y ridículo.

“Aquí tenemos a otro español que nos manda Occidente a tocarnos las narices”, se diría el ministro ruso de Exteriores, Lavrov, cuando en marzo de 2020, tuvo que recibir a Borrell, que le transmitió (sin pudor) las advertencias y amenazas de encargo: que si la anexión de Crimea (con abrumadora población rusa y referéndum clarísimo), que si el conflicto en las regiones ucranianas orientales (de mayoría de población rusa pero sin presencia militar rusa), que si los gasoductos del mar Báltico o el mar Negro (¡acordados con Europa!), que si Siria, que si China… No se sabe si Lavrov –que parecía tener prisa y no podía perder mucho tiempo con enviado tan patético– recordó a Borrell el papelón de Solana cuando, primero como secretario general de la OTAN y luego como Alto Representante… etcétera, les dijo a los rusos de Yeltsin que la Alianza Atlántica ya no tenía sentido como enemiga de Rusia, para, al poco, meter a los ejércitos occidentales en las fronteras rusas, desde el Báltico al Negro. No perdería el tiempo, tampoco, en decirle a Borrell que se estudie la historia de las relaciones euro-rusas de los últimos 30 años, llenas de cinismo y perfidia. En su desgraciado papel europolítico actual, el de Tremp tiene entre manos otro proyecto de larga trayectoria y no poco peligro: el ejército europeo, pensado también para añadirse a la OTAN en su acoso a Rusia e incluso para sustituirla…

De Borrell hay muchas cosas que decir, ya que es actualmente uno de los españoles que más años lleva en la política, desempeñando muy diversos cometidos. Fue en 1979 cuando se reveló como competente, y prometedor, político socialista, siendo concejal en el Ayuntamiento madrileño en los tiempos del inolvidable Tierno Galván, y responsable de Hacienda en la Diputación Provincial de Madrid. Como ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente (1993-1996), tuvo sobradas ocasiones para demostrar la incapacidad de su formación –como ingeniero y economista que es– para los asuntos de significación ecológica. Este cronista tuvo que marcarle algunas de sus desviaciones en esos años, desde Cuadernos de Ecología, porque lo mismo se empeñaba en proyectar trasvases con su Plan Hidrológico Nacional que en aplicar peaje a las autovías estatales, machacar las Hoces del Cabriel o… desalojar el Toro de Osborne de nuestros horizontes histórico-familiares (perfidia incalificable, que hubo que frenar echando mano al Tribunal Supremo…); entonces se le volvió a llamar jacobino, esta vez para echarle en cara, a más de su agresividad ambiental, su atroz incultura y su pasión por el cemento, hasta ser calificado aquel momento, de destacada intervención de Borrell en el último gobierno de Felipe González, como “Estado borrelliano de obras”.

Tan densa y dilatada vida política bien merecería descanso y reflexión, que don Josep se lea cosas que lo edifiquen y que redacte, quizás, unas Memorias jacobinas.

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