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El epílogo de Anguita

Julio Anguita. / JUANMI BAQUERO

Manuel Segura Verdú

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“Le recuerdo que esta entrevista será emitida cuando usted haya muerto. En primer lugar, díganos: ¿cómo le gustaría ser recordado?”, preguntaba siempre de inicio Begoña Aranguren a cuantos personajes se sentaban ante ella en 'Epílogo', un original programa que se puso en antena hace más de dos décadas en el desaparecido Canal+. La primera emisión fue con Antonio Saura, en 1998. Se grabaron más de 60 entrevistas -solo once a mujeres- que, aun hoy, se siguen emitiendo en otros canales de Movistar. La última, esta semana, con Julio Anguita, fallecido el pasado 16 de mayo.

Me senté ante la pantalla la otra noche para contemplar esa especie de testamento del excoordinador general de Izquierda Unida (IU). Anguita nunca defrauda. Comenzó hablando del fracaso educativo. De los padres, con sus hijos, y de los educadores, con los alumnos. Reivindicó el pensamiento, la lectura y el debate frente a esa juventud “rebelde de pacotilla” y esclavizada por los bienes materiales. Habló también de política, por supuesto. Recordó el primer día que llegó al ayuntamiento de Córdoba, recién elegido alcalde por el Partido Comunista de España (PCE), en 1979, y se comparó con ese cura de pueblo que arriba al Vaticano investido como Papa.

Explicó que IU nació como una fuerza despegada y autónoma, incluso, de los sindicatos Comisiones Obreras (CCOO) y Unión General de Trabajadores (UGT), con los que también tuvo palabras que destilaban un cierto reproche. Le preguntó la entrevistadora por Adolfo Suárez y por Felipe González. Sobre el primero, elogió su malabarismo para sacar adelante la Transición, proceso que él nunca consideró idílico. Y sobre el segundo, dejó patente que jamás mantuvieron una cierta sintonía, ya que ni se dignó a recibirlo en La Moncloa siendo presidente del Gobierno. También sobre José María Aznar, que sí lo recibió cuando presidió el Ejecutivo, aunque poco se insistiera en lo de su famosa 'pinza' frente al PSOE, y al que sí que responsabilizó de “meternos en la guerra”.

Precisamente, Anguita solo se quebró, a lo largo de la hora de entrevista, al recordar a su hijo, el periodista Julio Anguita Parrado, muerto en 2003 durante la guerra de Irak, un conflicto armado que estaba cubriendo para el diario El Mundo. Sin cargar contra nadie, insistió en que, a diferencia del cámara José Couso, muerto también en Irak por disparos de un tanque estadounidense, a su hijo lo mató la propia guerra, un misil durante un ataque, por lo que no era cuestión de buscar responsables. Contó que en víspera de volar hacia la zona bélica, este fue a visitarlo a Madrid y que aquello, premonitoriamente, le sonó a despedida. Sus ojos se volvieron acuosos, mientras su voz se quebró, cuando recordó las fotos que volvió a visionar tras la tragedia de aquel niño rubio, alegre y vivaracho.

Es difícil que alguien con un soporte ideológico como el que sostenía Julio Anguita concite tantas unanimidades a la hora de hacer balance de su paso por la vida. Vehemente marxista ortodoxo, pero nunca sectario, dejó ejemplos de honradez y honestidad allá por donde pasó. Renunció a la pensión máxima que le correspondía por sus años como diputado en el Congreso, optando por la derivada del ejercicio de la docencia, bastante más exigua, alegando que con ese dinero, por haber sido maestro, le sobraba para el retiro en su Córdoba natal, donde ha fallecido a los 78 años. “¿Cómo le gustaría que le recordaran?”, volvió a insistir la entrevistadora. “Me conformo con que mi familia me recuerde y que me quieran”, respondió de forma espartana, como en él era habitual. Y añadió que, como epitafio en su tumba, no estaría mal echar mano de aquel de Groucho Marx: “Perdonen que no me levante” Genio y figura...

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