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El ingreso psiquiátrico involuntario

Salud mental

Ángel Sánchez Bahíllo

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En ocasiones excepcionales, algunas personas afectadas de trastornos mentales son ingresadas en un hospital en contra de su voluntad. Esto plantea un problema en relación con la posible vulneración de los derechos humanos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama, en su artículo 3, “Todo individuo tiene derecho… a la libertad y a la seguridad de su persona”, y en su artículo 6 “Todo ser humano tiene derecho... al reconocimiento de su personalidad jurídica”. La reclusión de una persona atenta contra su libertad y la toma por parte de otras personas de decisiones que le competen a él, como la aceptación de un régimen de tratamiento, se opone al ejercicio de su personalidad jurídica.

Se entiende que cuando un psiquiatra ordena un ingreso involuntario lo hace en busca de un bien mayor al mal que ocasiona, al tratar de proteger la seguridad del propio paciente  y de la sociedad. De hecho, estos ingresos se justifican, entre otros argumentos, por el mismo artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al velar por la seguridad de la persona. 

A pesar del estigma que acarrean, y del miedo que la sociedad tiene a los enfermos mentales, la peligrosidad de éstos es muy baja, como ilustra el hecho de que cometen menos actos violentos que el ciudadano medio. Sin embargo, en situaciones puntuales de descompensación algunos de ellos sí pueden suponer un grave peligro para sí mismos y para el resto de la sociedad. Además, en estos momentos de descompensación puede verse comprometida la capacidad de estas personas de comprender adecuadamente su situación y el impacto de su enfermedad, la naturaleza de su relación con otras personas y las consecuencias de sus propios actos. Esta distorsión les impide el ejercicio adecuado de su personalidad jurídica, por lo que requieren que alguien asuma provisionalmente el ejercicio vicario de algunas de sus funciones. 

Actualmente, en España, los psiquiatras tienen la potestad de ingresar en contra de su voluntad a enfermos mentales en situaciones de descompensación que puedan plantear un grave peligro para sí mismos o para la sociedad, lo que permite una acción rápida en situaciones de urgencia. Esta potestad está limitada por la obligación de comunicar dicha acción a un juez en menos de veinticuatro horas. Así, la supervisión judicial garantiza que las medidas restrictivas de los derechos del sujeto estén justificadas y sean proporcionadas. Tras veinte años ejerciendo como psiquiatra en distintos lugares, mi experiencia me muestra que este sistema de supervisión judicial protege adecuadamente los derechos de los pacientes y que los psiquiatras tienen en mente el interés de los pacientes. Esta experiencia contrasta enormemente con la imagen de la práctica psiquiátrica ofrecida por Hollywood, que produce una importante desconfianza hacia el sistema psiquiátrico. 

En un estado de derecho son los jueces quienes normalmente determinan la privación de los derechos fundamentales de las personas cuando circunstancias excepcionales lo requieren, no los psiquiatras. La potestad reconocida a los psiquiatras de ejercer esta privación y que sólo a posteriori intervenga el sistema judicial resulta problemática. Este es el problema que pretende resolver la proposición de Ley General de Salud Mental presentada en el Congreso de los Diputados por Unidas Podemos. 

Siendo loable todo intento de proteger los derechos fundamentales de las personas, en la práctica resulta crucial que el sistema sanitario pueda intervenir con rapidez en situaciones de urgencia potencialmente muy peligrosas. El no internamiento de un enfermo mental descompensado en una situación que así lo requiera puede provocar una desgracia, tanto para él como para la sociedad. Además, la alarma provocada por la repetición de estas situaciones, que previsiblemente se produciría ante la lentitud que tendría el sistema sanitario-judicial de aprobarse esta ley en sus términos actuales, podría provocar un pendulazo orientado a restringir las libertades de los enfermos mentales mucho más de lo que lo están ahora.

Esta situación de mayor restricción la encontramos en Inglaterra, donde la Mental Health Act obliga al psiquiatra (apoyado por otros dos profesionales sanitarios y sólo a posteriori por el juez) a ingresar a toda persona con un trastorno mental que pueda suponer un peligro para los demás o para sí misma. Dado que todo ser vivo tiene un cierto potencial de peligro, esto desemboca en una práctica psiquiátrica bastante más coercitiva que la que encontramos en España.

Por ello considero que este punto de la proposición de Ley General de Salud Mental constituye un error, que resulta conveniente mantener la potestad de los psiquiatras de ordenar ingresos involuntarios solicitando supervisión judicial a continuación, y que de salir adelante esta ley en los términos actuales, los más perjudicados serían los propios enfermos mentales a los que se pretende proteger. En realidad, creo que los perjudicados seríamos toda la sociedad, primero por situarnos en una posición negligente en la protección de enfermos vulnerables y su entorno; después, de manera previsible, por acabar en una posición excesivamente coercitiva.

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