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Es el modelo, amigos

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La vorágine desatada por el primer boom inmobiliario fue un fenómeno que además de provocar consecuencias irreversibles sobre el litoral español, desequilibró la economía del país y adulteró la percepción y consideración del bien común. A lo largo de toda la costa mediterránea y de la mano de la cantinela del desarrollo turístico se ha producido un notable deterioro de los espacios naturales, un empobrecimiento del paisaje, la progresiva desnaturalización y desarraigo de lugares y poblaciones, y en paralelo, una banalización de comportamientos y actitudes respecto al medioambiente. 

En todo este proceso excesivo, voraz, sin voluntad de límite, ha faltado compromiso por parte de la mayoría de las administraciones y de la clase política de turno –responsables últimos de su control y su medida–, así como de buena parte de la ciudadanía convertida mayoritariamente a la doctrina hegemónica de un desarrollismo a ultranza que sigue primando por encima de cualquier otra consideración o perjuicio. “¿Quién no se apuntaba a esta marea que llevaba asociados conceptos como progreso, riqueza o dinamismo?”, escribía Eliseu Climent desde el Observatorio del Paisaje de Cataluña. Pocos prefirieron permanecer apartados de esa fiesta.

Pero esta idea que no han dejado de vendernos de un progreso sin fin, asociado a un modelo de desarrollo con un marcado desequilibrio hacia lo inmobilario y lo turístico, tanto en 'atenciones' como en recursos desde lo público, ha ido facilitando la concentración de propiedades, la consolidación de lobbies con comportamientos más que dudosos, fomentando corruptelas, comprando lealtades y situando afines, y ha llegado a contaminar también el medio social generando crecientes y manifiestas desigualdades y minando progresivamente la conciencia de lo común y el valor de lo colectivo. En todo este proceso, amplios sectores de la población se han sentido partícipes colateralmente de la 'fiesta' y han llegado a aceptar como algo normal esa forma oportunista y picaresca de entender y de hacer las cosas. Un juego en el que se valora más el compadreo que cualquier argumento o trayectoria. Da igual lo analizado científicamente, lo deducido de los evidentes procesos de degradación, las alternativas con otros modelos y proyectos más sostenibles o los conocimientos y estudios de gente acreditada. En la cultura del pelotazo todo eso se valora poco; se prima y se premia el silencio cómplice,el alineamiento conveniente, la sumisión, el conformismo contaminante… algo que poco a poco lo va ensuciando todo, hasta las relaciones sociales, y del agua sucia no se puede salir limpio.

Cuando se pasa a creer que algo es normal porque todo el mundo lo hace “entonces caemos en la banalidad del mal” escribía Hannah Arendt. La ética “es la autorregulación del individuo y es válida para todos los ámbitos de la vida” y por supuesto, va mucho más allá de los códigos éticos de corporaciones o partidos, para los que solo parecer existir una especie de ética episódica o situacional: la que conviene al partido o a sus líderes en cada momento. Algo así como lo que decía Groucho Marx: “Estos son mis valores, pero si no les gustan, tengo otros”.

Hacia el año 2008 estallaba la burbuja inmobiliaria y con ello se atenuaba esta etapa de desarrollo basado en la depredación territorial y en el consumo desmesurado de suelo.No es casualidad que todo esto se hubiera visto estimulado sin prever posibles consecuencias con la conocida Ley del suelo de 1998; sobran explicaciones. “Aquella pandemia bajo los efectos de los distintos agentes urbanizadores dejó el territorio fragmentado y disperso” y, lo que es peor, produjo un cambio en la consideración y en los usos del territorio –tan solo 'suelo' para ellos– y, en paralelo, en la mentalidad de la población. Nada debía seguir siendo sagrado. Recuerden: “Es el mercado, amigos”.

Y con el mismo ADN de esa cultura del pelotazo, incrustado tanto en lo político como en lo social, se han gestionado los problemas medioambientales y el progresivo deterioro del Mar Menor, dejando hacer y esperando a que milagrosamente se autoregulara por sí solo, como suponen que hacen sus grandes referentes en todos los sentidos: los mercados. Aún hoy, a pesar de lo que nos quieran hacer creer con el habitual greenwashing al que se ven obligados por una u otra causa, sigue habiendo un autocomplaciente desprecio e ignorancia hacia el mundo natural en los círculos empresariales y políticos más conservadores.

La catástrofe del Mar Menor no es algo episódico o fortuito; la han provocado en gran medida los vertidos, nitratos y otros contaminantes de la agroindustria, pero se ha generado también, en última instancia, por esta prolongada forma de ser y de hacer, esta cultura del pelotazo ampliamente asumida. Porque aún siendo su ecocidio un asunto gravísimo, casi terminal, el historial 'delictivo' en lo medioambiental ya venía siendo muy amplio y muy grave: el brutal desarrollo urbanístico con las esperadas consecuencias de todo tipo, la bahía de Portmán, la Sierra Minera –hay que pasearla para darse cuenta de la envergadura del destrozo, casi del ensañamiento–, el problema siempre aplazado de las riadas y arrastres mineros del Llano del Beal, la peligrosa contaminación de los terrenos del Hondón, las balsas de residuos industriales en los antiguos terrenos de la Española del Zinc, los bajos niveles de calidad del aire en la zona este de Cartagena, la contaminación de la Aljorra, el olor insoportable de los cada vez más frecuentes abonados del campo, etc, etc.Y todas esas barbaridades han sucedido y siguen sucediendo en una comarca asombrosamente reducida de no más de 40x40 km. Sigo escribiendo conteniendo la rabia.

Por contraste, durante todos estos años, en Europa ha ido despertando la sensibilización con respecto a la calidad del entorno, sea natural, rural o urbano. Cada vez más administraciones han empezado a entender que el paisaje puede ser un activo a preservar por su valor natural, cultural o incluso curativo, pero también por sus posibilidades relacionadas precisamente con el turismo, como acabamos de ver que ocurre con el Mar Menor aunque tristemente en sentido inverso. Esta misma forma de dejar hacer sin control y sin medida que antes se jaleaba desde el turismo de sol y playa, ahora se ha vuelto en su contra.

Hemos dejado crecer un monstruo difícil de controlar y con una ingente inercia. Razón de más para no permitirnos más dejaciones ni aplazamientos.La conciencia del paisaje hoy implica revalorizar la mirada y el trato respetuoso hacia nuestro entorno, aquel donde habitamos y hemos anclado nuestra memoria y nuestras vivencias. Respetar el paisaje es, por tanto, respetarte a ti mismo, lo que has sido y eres, pero además supone respetar a tu gente, a sus lugares; ténganlo en cuenta los que suelen alardear de padres de la patria. Hace falta ir mucho más allá de las meras apariencias, de las declaraciones de intenciones –algo recurrente para aplazar y acallar los problemas– o del greenwashing oportunista de grandes empresas y corporaciones; hay que frenar y reducir ya, repensar para generar otro modelo más justo y equilibrado desde una ecología del pensamiento no sólo aplicable al entorno, al paisaje o a nuestra relación con la naturaleza, sino también a nuestros modos de ser y de 'estar', buscando un círculo virtuoso entre la posibilidad de un desarrollo económico sostenible y la vida, que pongan de una vez por todas a la gente y sus hábitats en el centro. Como leí no hace mucho, “no hay vida digna sin derecho a la belleza”.

Si ante este estado de cosas, las esperadas soluciones de la clase política tradicional siempre pasan por eludir o aplazar responsabilidades y culpabilizar a otros porque en el fondo saben que desde ese modelo que defienden van a ser incapaces de afrontarlo eficaz y honestamente, de frenarlo de una vez y revertirlo, por el bien de todos y de todo, que lo dejen ya, que nos eviten al menos ese gallinero y se dediquen a otra cosa, si es que saben.

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