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La neolengua de las compañías aéreas

Viajeros hacen fila en los mostradores de facturación del aeropuerto de Charleroi, en Bélgica, en julio de 2020. EFE/EPA/STEPHANIE LECOCQ

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Para cobrar un servicio que ya se venía prestando, de forma gratuita, lo mejor es cambiarle el nombre o, simplemente, nombrarlo. Lo habitual, innominado, pasa a llamarse “Premium” y quien presta el servicio puede comenzar a cobrar, o a cobrar más, sin hacer nada extraordinario. Y si todavía se quisiese cobrar más, más todavía, siempre se podría fragmentar el servicio y ponerle nombre a cada parte, hacer de cada parte un todo.

En las compañías aéreas lo saben. Una cosa es volar y otra llevar una maleta contigo. Sí, hasta hace poco, se daba por hecho que uno volaba con su maleta pero no, no debemos dar cosas por hechas. Una cosa es volar y otra llevar la maleta contigo y ambas cosas, por separado, pueden cobrarse. Si un viajero quiere volar como siempre lo hizo ahora tendrá que pagar más, dos veces. A cambio, ya no vuela sin más, ahora lo hace con la etiqueta “Priority” en su tarjeta de embarque. Un plato de sopa podría transformarse en una sopa “Delux” cobrando, aparte, el uso de la cuchara, por ejemplo.

Esto es nuevo y no lo es. Un buen amigo decía siempre que la mejor definición de capitalismo estaba en las cajas de los juguetes a pilas, en el rótulo “pilas no incluidas”.

Espero en la puerta de embarque y hay una cola “preferente”, pero en mi tarjeta pone “priority”, y desconozco si ambos términos son equivalentes. Busco en la página web de la compañía aérea el significado de ambas palabras. Asumo que no debo dar por hecho nada, ni siquiera el significado de las palabras, por eso el diccionario común no me vale. Hasta hace poco, hubiese dado por hecho que “preferente” era que pasasen primero las familias con niños pequeños o las personas con movilidad reducida. En este viaje me he dado cuenta de que la denominación de todo lo relacionado con las compañías aéreas es arbitrario y, en bastantes ocasiones, ajeno a la más simple lógica.

Como viajo con una maleta de cabina, ahora una excepción, un lujo que he pagado aparte, entro en la fila “preferente” de quienes ostentan la etiqueta “priority”. Delante de mí hay un grupo de adolescentes, todos varones, con jerséis granates como de colegio privado o privado-concertado religioso segregado por sexos, acompañados de un señor de unos cincuenta largos, con ropa grisácea y pelo engominado, que están y no están en la cola. Forman una especie de animado tapón a mitad de la fila. Mi impresión es que ellos no tienen la etiqueta “priority”. Lo intuyo, con sagacidad, porque ninguno tiene consigo maleta de cabina. Pero no me atrevo a dar por hecho nada y simplemente espero.

Cuando se abre la puerta de embarque este grupo no avanza y solo entonces me atrevo a preguntarles si tienen la etiqueta adecuada. Me miran, perplejos, no sé si por la pregunta, porque me haya dirigido a ellos, o por alguna otra razón. Me contestan que no y yo, arrastrando mi maletita, rodeo al grupo y paso por delante de ellos. En ese momento el señor mayor se dirige a mí y me dice que ellos también están en la fila, a lo que yo contesto “en la fila que no les toca, parece ser”. Hasta yo me sorprendo de mi respuesta.

Se diría que la compañía aérea me ha convertido en un defensor de las diferencias arbitrarias, de los privilegios clasistas. Arbritrarias, clasistas e inútiles, como vienen a demostrarme dos cosas: la primera, el comentario de uno de los adolescentes, “si al final todos vamos al mismo autobús”, cosa que es verdad, como lo sería si hubiese dicho “al final todos morimos”, que también es cierto. Y la segunda, que no se quitaron de la cola y entraron justo por detrás de mí. Una cosa es que la compañía se invente la etiqueta y otra que se atreva a excluir a quien no debe,  incluso sin etiqueta.

Al menos, gracias a que continuaron ocupando un espacio que no les hubiese correspondido, me di cuenta del motivo de mi enfado. No la adecuación a una norma arbitraria, ni la asunción de una etiqueta sin sentido. Mi enfado tenía relación con haberme visto confrontado con quienes consideran que ninguna norma les concierne, ni siquiera las más estúpidas,  y tienen derecho a ocupar todo espacio de preferencia. También al sin sentido de las etiquetas inventadas para ordenar y ordeñar a los viajeros, claro. Sé que la neolengua de las compañías aéreas no tiene relación con nada real porque tan solo afecta al dinero, que tampoco lo es, es pura especulación, no afecta a los realmente privilegiados, a quienes no les van a pedir que retrocedan y ocupen el final de la cola que les corresponde para el embarque.

Ojalá me hubiesen contestado, cuando les pregunté, “no hacemos caso de etiquetas estúpidas, la realidad es que estamos esperando a entrar desde hace más tiempo que tú” o, mejor todavía, “da todo igual, compañero, lo de la prioridad es un invento de esta gentuza”. Ahí hubiese abierto mi botella del duty-free y hubiese brindado con ellos, a pesar de los jerséis granates, a pesar de la gomina, a pesar de ser todo tíos, a pesar de todo.

Donde dice compañías aéreas, pueden pensar en seguros de salud. Dónde dice volar piensen en ser atendidos de una enfermedad. Donde vean una oferta privada de algo que antes era público piensen en fragmentación y lucro. También en desigualdad. Donde dice jerséis granates y gomina piensen en jerséis granates y gomina o en cualquier otra forma de caspa. Y donde dice capitalismo pongan la palabra capitalismo.

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