En España nos hemos acostumbrado a que las palabras de los responsables públicos tengan fecha de caducidad. Lo que hoy es una advertencia solemne, mañana es una postura matizable; lo que se condena en un territorio se celebra en otro. Esta elasticidad discursiva, tan asumida ya por buena parte de la clase política, no solo es una falta de rigor: es una falta de respeto a la inteligencia colectiva.
El caso de la Región de Murcia es el ejemplo más reciente de esta deriva. Su presidente rechaza ahora unas elecciones anticipadas alegando que sería una “irresponsabilidad”, pero él mismo, y su partido, ha repetido hasta la saciedad que sin Presupuestos no se puede gobernar. La coherencia, al parecer, es un lujo que solo se aplica cuando conviene. Y lo que la Administración Central se presenta como ingobernable, en la Región de Murcia se pretende vender como estabilidad.
Este tipo de contradicciones no son inocuas. Detrás de cada rectificación disfrazada, detrás de cada argumentario intercambiable según el escenario, hay un deterioro profundo de la credibilidad institucional. Y, sobre todo, un mensaje implícito: que la política no es un espacio de principios, sino de oportunismo.
La incoherencia que exhiben algunos dirigentes no es casual ni fruto del descuido: responde a una estrategia política calculada, basada en adaptar el discurso a la posición que ocupan en cada momento. Cuando gobiernan, apuestan por la estabilidad; cuando están en la oposición, reclaman cambios inmediatos. Este comportamiento no es exclusivo de un territorio, pero el caso reciente en la Región de Murcia lo evidencia con especial claridad.
Un presidente autonómico con poder consolidado tiene incentivos para evitar elecciones, incluso sin Presupuestos, porque controla la agenda, la comunicación institucional y los tiempos parlamentarios. En cambio, en la política nacional, exigir elecciones permite desgastar al Gobierno central y sostener un relato de bloqueo permanente.
El discurso de que “sin Presupuestos no se puede gobernar” es una herramienta retórica. Los gobiernos regionales, incluido el nuestro, han gobernado más de un ejercicio con cuentas prorrogadas sin grandes sobresaltos. Sin embargo, a nivel estatal, se utiliza como argumento para cuestionar la legitimidad del Ejecutivo. La contradicción es evidente: lo que se considera ingobernable a nivel central se presenta como perfectamente gestionable a nivel regional.
En partidos con un liderazgo nacional fuerte, los presidentes autonómicos equilibran dos agendas: la propia, centrada en mantener el poder territorial, y la estatal, alineada con el discurso general. Esto genera tensiones y mensajes contradictorios. Lo que defiende un dirigente en su territorio puede entrar en conflicto directo con la estrategia que impulsa el partido en Madrid.
A corto plazo, esta falta de coherencia puede resultar útil: permite atacar al adversario cuando conviene y evitar riesgos cuando se gobierna. Pero a medio y largo plazo, la ciudadanía percibe la contradicción, y eso erosiona la credibilidad de todo el sistema político. La política deja de percibirse como un ejercicio racional y empieza a verse como un teatro en el que las palabras se usan sin intención de ser cumplidas.
La ciudadanía no puede permitirse una clase política que trate la coherencia como si fuera opcional. La sociedad está cansada de discursos que se contradicen a sí mismos, de dirigentes que exigen en la oposición aquello que se niegan a cumplir cuando gobiernan, de un lenguaje político convertido en herramienta de desgaste y no en compromiso democrático.
España no necesita más titulares altisonantes; necesita dirigentes con palabra. Con criterio. Con la madurez suficiente para sostener un argumento más allá de sus intereses coyunturales. Y eso empieza por algo tan básico como no exigir a otros lo que uno no está dispuesto a cumplir.
Porque, por mucho que algunos intenten normalizarlo, la coherencia no es una extravagancia moral: es el mínimo imprescindible para que la política vuelva a ser creíble. Y sin credibilidad, la democracia se queda sin suelo bajo los pies.
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