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El 60% de los abusos sexuales a menores se dan en la familia: “Aún tengo pesadillas con lo que pasó en mi propia casa”

Desde las Líneas de Ayuda de la Fundación ANAR reconocen que más del 80 por ciento de los casos de abuso sexual a niños y adolescentes se produce por parte de una persona del entorno de la víctima.

Elena Ortuño

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“Al principio era solo por la noche, pero luego, como vivíamos juntos, empezó a pasar también por el día. A lo mejor aprovechaba que estaba haciendo deberes y se metía en mi cuarto, o cuando íbamos en el coche se sentaba a mi lado. Tienes poco margen de escabullirte cuanto estás en un coche. Él se masturbaba intentando tocarme. Alguna vez me desperté con él a mi lado y su mano en mi pecho. Me mandaba fotos de su pene, en alguna ocasión me grabó estando desnuda cuando yo me duchaba; incluso me ponía porno”, cuenta Andrea (nombre cambiado) sobre su hermanastro. Su pesadilla comenzó cuando tenía apenas nueve años y se extendió hasta los catorce.

El suyo no es un caso aislado. Diana Díaz, directora de las Líneas de Ayuda de la Fundación ANAR -líneas telefónicas de ayuda a menores para todo tipo de problemas-, reconoce con preocupación que más del 80% de los casos de abuso sexual a niños y adolescentes se produce por parte de una persona del entorno de la víctima y un 58,8% son familiares directos. Por su parte, un informe de Save the Children reduce el porcentaje a un 50%. Para la profesional, los datos siguen siendo alarmantes. Según un estudio de ANAR, en los últimos años se ha cuadriplicado la tendencia, con una tasa de crecimiento de un 300,4%. En 2021, las líneas de ayuda de la fundación atendieron 1297 casos por abuso sexual infantil.

Andrea afirma que las más notables consecuencias llegaron tiempo después, a los 16, y que aún hoy permanecen. “Algo muy difícil es que todo eso ha ocurrido en tu pasado, pero vuela sobre tu presente. Tengo pesadillas con lo que pasó, aún lo revivo. Cuando salgo de casa, en entornos no controlados como bares o fiestas, me da mucha ansiedad porque veo el peligro. Estoy alerta todo el rato”, reconoce. La experiencia también ha provocado que tenga una autoestima muy baja. “Por si no fuera poco, cuando estoy con un chico en la cama a veces revivo momentos, me vienen flashes y pienso que la mano que me está tocando no es la mano de mi pareja, sino la de esa persona. Entro en pánico”, narra.

Señales de riesgo

“¿Cómo es posible que aquellos que me tenían que cuidar no se dieran cuenta de algo que a mí me estaba generando tanto dolor y sufrimiento? Lo estuve pensando hace poco porque, por una parte, culpo a los que me tenían que atender por no haberme cuidado lo suficiente”, reconoce Andrea, que ha reflexionado mucho sobre un pasado que no puede olvidar. “Pensándolo de mayor me he dado cuenta de que era muy difícil percibir lo que me ocurría: no presentaba ningún síntoma porque estuve completamente disociada durante los cinco años que duró. Mi cerebro me protegía y solo era consciente de lo que estaba pasando en el momento en que pasaba”, cuenta.

La disociación es un estado que adopta el cerebro para proteger a la víctima, pero lo más común es que el niño o niña, al estar viviendo una situación traumática, deje tras de sí algún tipo de pista. Diana Díaz llama la atención sobre la importancia de reconocer las señales de riesgo. Muchos menores, por debajo de cierta edad, no identifican que están viviendo una situación de abuso sexual, por lo que los adultos de su entorno -ya sea a través del colegio, de los centros de salud o sus propios padres- deben estar alerta.

“Los comportamientos sexualizados impropios de su edad, los dibujos extraños, el descenso en el rendimiento escolar o las conductas agresivas son posibles indicadores de que a un menor le puede estar ocurriendo”, señala la directora. A sus indicaciones se suman también posibles somatizaciones -dolores, molestias- y, en general, cambios en el comportamiento o estado de ánimo: irritación, melancolía, etc.

Blanca Marín Romero, psicóloga especializada en abuso sexual infantil, recuerda que también los propios menores pueden abusar sexualmente de otros niños. “En esos casos, el infante puede haber tenido experiencias previas que le han llevado luego a tener comportamientos abusivos sobre otros compañeros, incluso sin saber que eso está mal. Es decir, ese niño puede haber sido a su vez víctima de abuso sexual”, destaca. La psicóloga explica que, de no ser así, se entiende que se está ante un niño o adolescente con una necesidad de educación afectivo-sexual: “Significa que ha aflorado en él una sexualidad que no sabe cómo canalizar o manejar”.

La educación afectivo-sexual es vital para el correcto desarrollo de los menores

Andrea iba al colegio cuando empezó a ser víctima de los abusos del hijo de la pareja de su padre. El agresor también era menor. “Él me decía que me había elegido a mí porque le gustaba, que a las chicas de su clase eso les gustaba y que era algo normal”, relata. Los especialistas señalan la importancia de la educación para 'prevenir' estos casos. “Cuando hablamos de educación afectivo-sexual no hablamos de enseñar a los niños a mantener sexo, sino de enseñarles a manejar sus emociones, a hacer respetar sus propios cuerpos, a identificar qué tipos de comportamientos y caricias son aceptables y cuáles no, a aprender a relacionarse con el otro, en definitiva”, explica Blanca Marín. Para educar a los niños desde una temprana edad hay materiales didácticos en los que los adultos se pueden apoyar, como 'La regla de Kiko', un manual muy sencillo elaborado por el Consejo de Europa para aprender qué es aceptable y qué no lo es.

A pesar de lo expuesto, la prevención en menores tiene una doble lectura. Considerar que un niño o una niña puede hacer que no ocurra el abuso es un error, puesto que la mayoría de las veces no va a poder evitarlo. ¿Qué va a tardar un adulto en convencer al niño para que haga lo que nosotros queremos? La psicóloga recuerda que “es una relación de desigualdad en la que, al ser un familiar, la víctima confía en el agresor. Los niños no suelen cuestionar el criterio del adulto, porque ellos entienden que los adultos son los que marcan las normas y los que les enseñan”. “Al ser una persona segura, en la que puedes confiar, piensas que no te va a hacer daño. Porque, ¿cómo te va a hacer daño una persona que te quiere? Pero sí, una persona que te quiere sí te puede hacer daño”, asegura Andrea, quien aún se atormenta con el pensamiento de qué podría haber hecho para evitar la experiencia traumática.

“Cuéntaselo, no te va a creer”

Cuando los menores tienen corta edad, es fácil persuadirlos a través de estrategias de acercamiento, ya sea a base de regalos, verbalizando piropos -como “tú eres mi favorita”- y, especialmente, a través de los secretos. “A un menor el agresor podría decirle: 'este es un tema que va a permanecer entre nosotros, porque no lo podemos contar. Es nuestro juego'. Debemos hacerles entender a nuestros hijos que si un secreto les hace sentir incómodos, extraños y/o mal, no deben guardarlo”, explica Diana Díaz. La directora de las líneas de ANAR advierte de la relevancia de entablar una relación amorosa y cercana con los hijos: “así, el niño va a acudir a su padre o madre ante cualquier cosa que le esté ocurriendo”.

Andrea, desde la primera vez que ocurrió, tenía claro que aquello no le gustaba, pero también se sintió sola y atrapada: “A mí me invalidó cuando le dije que se lo iba a contar a mi papá y él me dijo que adelante, que se lo contara. Me dijo que mi padre no me iba a creer porque lo iban a creer a él, que era mayor. Me respondió que iban a pensar que era una mentirosa”. Por ello, Marín hace hincapié en la importancia de crear un espacio de mucha confianza con los hijos: “Cuando ellos te cuenten cosas, aunque tú sepas que no es verdad, no les digas que son unos mentirosos. Porque es un arma que pueden utilizar contra ellos”.

“Un día me desperté y vi una sombra en la puerta de mi habitación, masturbándose. Yo siempre ponía cosas que hicieran ruido en la puerta, para despertarme si entraba, pero esa noche se me olvidó. En ese instante dije: 'hasta aquí', porque me quería suicidar”. Así cuenta Andrea el momento de inflexión en el que decidió contárselo a los adultos. Su padre no supo reaccionar y Andrea prefiere no revelar lo que le respondió.

Luego llegó el turno de hablarlo con la madre del agresor. “Nos separaron a los dos y a mí me mandaron a la casa de la playa, con mi abuela. Me dijeron que no le contara nada a nadie. Me hicieron sentir como si yo tuviese la culpa y la responsabilidad. Me advirtieron de que si lo denunciaba, le jodería la vida”, lamenta.

Diana Díaz recomienda que, llegado el momento, los adultos acojan la información con la mayor serenidad posible: “Si reaccionas con agresividad, furia o tristeza, los pequeños se van a retractar y no nos van a contar nada más”. Explica que una vez se disponga de los datos, hay que cortar el contacto con el agresor -siempre aislándolo a él, nunca al menor-, denunciar -para que no abuse de más personas- y buscar ayuda profesional, ya que el/la damnificada debe acudir a una valoración psicológica.

“Algo indispensable es poner a salvo a todos los demás menores del entorno del agresor, ya que muchas veces no actúa con una sola víctima”, resalta la directora. La psicóloga Blanca Marín lamenta que la mayoría de las veces no se siguen estas pautas: “Al ser el agresor el pilar económico de la familia o una persona muy cercana, los progenitores levantan barreras de protección en torno a su núcleo familiar y desmienten las palabras del menor”.

Infografía sobre servicios gratuitos para ayudar a víctimas de abuso sexual de Elena Ortuño
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