Las mascarillas son sexys
Cuando habíamos aprendido a decir “gel hidroalcohólico” con la misma naturalidad que “barra de pan”, el Gobierno nos hace dos favores: fija un precio máximo de venta al público y, de paso, nos indica que el nombre correcto es “antiséptico de piel sana con función virucida”. Por curiosidad malsana, he calculado cuánto me habría costado hoy el antiséptico de piel sana que compramos en pleno apogeo virucida: 5,17 euros. Pero en aquel momento lo pagamos a precio de marisco: 15 euros costó el frasco de 225 ml.
Las mascarillas higiénicas, que también tienen un precio máximo de venta, se encuentran fácilmente en las farmacias, aunque las de los supermercados, un poco más baratas, suelen estar agotadas. No obstante, he visto por la calle que cada día hay más mascarillas cosidas en casa, con retales de cortinas o vestidos rotos. También me asaltan los anuncios, en este mismo periódico, por ejemplo, de tiendas online que venden mascarillas de tela reutilizables con bonitos estampados que van del estilo lolailo al primaveral; se hace difícil elegir. Después de ver a Dave Gahan, uno de nuestros ídolos musicales, con mascarilla negra, Alberto encargó una en una tienda online. Nos llegó hace unos días y descubrimos con decepción que tenía menos protección de la necesaria para lijar una estantería y no toser mucho. La estamos reservando para algún concierto —nosotros somos muy de uniforme negro— pero me da la risa amarga mientras lo digo. ¿Se celebrarán los conciertos y festivales para los que tenemos entrada a partir de septiembre? Si ni siquiera podrán ir los niños todos juntos a clase, cómo vamos a ir los mayores a apiñarnos, a sudar, a cantar a voz en grito, a aplaudir sin ser las ocho de la tarde delante de, por poner un ejemplo recurrente desde el primer día de este diario, The Sisters of Mercy? No le preguntéis al ministro de Cultura, que no tiene ni idea.
Estos días he hecho muchas entrevistas para escribir un reportaje sobre el que no quiero (ni puedo) hacer spoiler. Eleonor, que le interesa cualquier cosa mucho más que sus tareas escolares, se queda mirándome mientras hago llamadas telefónicas. Ni me doy cuenta de que ha abandonado sus deberes. Si puede, intenta meter pezuña en la conversación. En este tiempo, he tenido la oportunidad de saludar a los hijos e hijas de varios encargados de gabinetes de prensa: estamos todos igual. En realidad, me gusta que sucedan estas cosas, como los videos de conexiones en directo en la televisión en el que irrumpen hijos por la puerta, porque me recuerdan que tenemos una vida detrás que habitualmente el trabajo hace invisible. No es barato hacerla invisible.
Buscando en la casa un lugar tranquilo, me he sentado con un cuaderno y el móvil encima de la cama. He cerrado la puerta pero ha dado igual, Eleonor ha entrado un rato después. Ha aprovechado que yo estaba inmersa en la conversación para sentarse también sobre la cama y no hacer nada, solo mirarme. Cuando he colgado, me ha preguntado muy seria cuándo podrá ir a casa de los abuelos. Le he vuelto a explicar lo de las fases, lo de las provincias y que, en definitiva, no tenía ni idea.
—Llama —dice Eleonor.
—¿Pero a quién voy a llamar?
—A alguien que lo sepa. Llama y haz una entrevista —me insiste, señalando el móvil— llama a Pedro Sánchez.
Así que eso es lo que hago. Marco, tarda en cogerlo, me miro las uñas mientras espero, hasta que por fin oigo una voz al otro lado, enderezo la espalda y hablo:
—Buenas tardes, señor presidente, soy Elena Cabrera, periodista de eldiario.es. Le llamo porque mi hija Eleonor está interesada en saber cuándo va a poder ir a visitar a sus abuelos.
Me callo y escucho. Asiento varias veces. Eleonor me mira muy seria. Tomo nota en mi cuaderno. Finalmente le digo que sí, que está comprendido. Le doy las gracias por atenderme.
—¿Qué ha dicho? —pregunta mi hija.
—Que podrás ir cuando las circunstancias lo permitan.
Eleonor resopla por la boca, se levanta de la cama y se va.
Quizás ahora entiende un poco mejor mi trabajo. Nadie tiene ni idea de nada y, cuando la tienen, no sueltan prenda.
Volviendo al tema de la mascarilla, que es más apasionante, se me ocurrió confesar en Twitter que, en verdad, me parece un rollo bastante sexy. No solo es el misterio por lo que tapa o el foco fascinante en lo mínimo que muestra sino también una actitud ante el mundo, en la calle y contra los virus. Pienso en el villano Fantômas con su antifaz y en las chicas de Pussy Riot con sus balaclavas. En Twitter, pero también en la intimidad de mi WhatsApp, poco a poco fueron apareciendo sinvergüenzas que se apuntaban a mi club. Aquí va un ejemplo de lo que digo: Blixa Bargeld, líder del grupo Einstürzende Neubauten y otrora compañero de Nick Cave en los Bad Seeds, ha sacado nuevo disco durante la pandemia (algo muy propio de ellos, por otro lado) y, en un reciente videoclip, aparece con mascarilla quirúrgica, que a priori son las más feas pero que Blixa combina con traje negro y es la prueba viviente de que no hace falta recurrir a mascarillas de diseño para no perder la elegancia. Desde hace años, Einstürzende Neubauten prosigue sus actividades gracias a las donaciones de sus “supporters”, que tienen una función similar a la de lo socios en este periódico: algunos pagan para que muchos podamos seguir disfrutando de este grupo; aunque no hagan conciertos, incluso aunque no saquen discos. A cambio, reciben un trato especial. En esta ocasión, Einstürzende ha incorporado al videoclip grabaciones realizadas por los “supporters” desde sus confinamientos: salones, dormitorios, paredes, animales de compañía, vistas desde la ventana. Me reconforta ver la vida, y esto que nos atraviesa, derramándose sobre el arte.
La situación actual ya no tiene que ver con la que marcan estos números, pero me aferro a ellos para mantener una escala y un sentido del tiempo. 220.325 casos de coronavirus diagnosticados en España por PCR. 1.554.703, en Europa y 3.525.116, en el mundo.
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