Sacar el embarazo del armario: del miedo al hambre y las contradicciones
Acabo de entrar en el tercer trimestre. 28 semanas, séptimo mes. Quien tenga experiencia en contar el tiempo en semanas, trimestres, prácticamente días llegado un punto, sabe de lo que estoy hablando. Sabe que el tiempo y su percepción, habitualmente volátil y escurridizo, casi frenético, se convierte en otra cosa durante un embarazo. Para una persona de 43 años como yo, que un fenómeno tenga la capacidad de parar la bola de la vida, esa que cada año corre más vertiginosamente, es algo muy reseñable.
Así es el embarazo: un fenómeno físico y, si se quiere filosófico, arrinconado injustamente en la historia de nuestra cultura. Creo que por no caer en esencialismos y mistificaciones, los feminismos, las feministas, hemos contribuido en ocasiones a armarizar el proceso de la reproducción sin otorgarle la centralidad que merecen procesos tan potentes como estos, ávido de escuchar voces en primera persona más allá de las amonestaciones de los expertos o las ofertas comerciales que asolan nuestros anuncios en la red.
Yo, por mi parte, acabo de salir del armario en redes, publiqué en Facebook una foto mía de perfil luciendo tripa y anunciando las buenas nuevas. Todo el mundo se alegra muchísimo. Esto de socializar tu proceso de búsqueda hasta las heces tiene esta recompensa. Mucha gente se emociona, me escribe, me abraza, hasta me entrega cartas. He dejado de estar escondida, he dejado de tener miedo o pudor a mostrarme así, preñada (ahora se han instalado otros y sé que luego vendrán más…).
El día antes de mi beta positiva, hice un test de orina (pipitest en la jerga de la infertilidad) que dio negativo. Era un domingo frío de finales de noviembre, por la tarde fui al teatro con mis alumnas a ver una adaptación de Un cuarto propio. Pues nada, me decía, no tendré hijos, seré como Virginia (con menos talento literario pero con un final menos tortuoso, espero). El dinero y las fuerzas se nos habían acabado, la decisión estaba tomada de antemano: este había sido el último tratamiento y de nuevo habíamos llegado al final de la betaespera sin embriones congelados, lo que convertía este resultado (de nuevo) en un todo o nada.
Así es la vida de las personas en procesos de reproducción asistida, colgando de un hilo en manos de pruebas científicas y azares (nunca se sabe cuál de los dos inclinará finalmente la balanza). A la mañana siguiente, después de hacerme el análisis de sangre, poco antes de las once, no se me olvidará, recibí la primera llamada alegre de una de las enfermeras de la clínica. “¿Silvia?”. Como las otras veces, pero al revés, por su tono de voz enseguida supe que los niveles de hormona hCG (Gonadotropina Coriónica humana) en sangre eran oficialmente tan elevados para poder gritar: “¡¡Positivooooooo!!” a través de las ventanas que se iban abriendo por toda la casa. Quien lo probó, lo sabe.
Contar tu embarazo en GIFs
Fue a partir de aquel momento que aprendí a contar mi tiempo en nuevas medidas. Empezó la revolución física, piscológica y hasta espiritual pero, sobre todo, identitaria. Si tuviera que contar este proceso en GIFs, diría que mi primer trimestre fui Sandra Bullock cayendo en Gravity al vacío inmarcesible. Se supone que tenía que estar muy contenta. Después de dos in vitro fallidas, me había quedado embarazada en el primer intento de ovodonación. Tenía que estar eufórica pero lo que estaba era asustada. Cualquiera que haya intentado llevar a término un embarazo sin éxito; es decir, que conozca la fragilidad de los embriones en sus primeros estadios de vida, lo difícil que es que para algunas personas se produzca la reproducción, me comprenderá.
Caía y caía al vacío, mientras mi chico, como si fuera George Clooney en la base, me cuidaba y me cuidaba. Pero me sentía sola, muy sola. Ignoro si era el cóctel de hormonas que me había metido a lo largo de todo 2017, pero me sentía angustiada, alienada, invadida, de mal humor, asqueada con la comida y con la tensión por los suelos. Papelón. Afuera, el afuera, mi pequeño afuera, asistía atónito a mi pasividad ante la buena nueva.
Ya digo, no era pasividad, era pánico a que todo se fastidiara y volver a la casilla de salida, esta vez sin ahorros (más bien con deudas), sin embriones congelados y sin ánimos. Pero no, las semanas avanzaban, las sensaciones indicativas de que la cosa evolucionaba se producían, el mareo constante fue remitiendo, empecé a contarlo con la voz cada vez más firme a capas de la cebolla de mi red cada vez menos íntimas. Me lo creí.
El segundo trimestre lo ilustraría con un GIF de Paquita Salas comiendo donde debajo se lee: “Escondedme los tigretones”. Después de la primera ecografía en la que vimos moverse a lo que ya era un feto, parte de los miedos cedieron pero, a cambio, un hambre voraz se apoderó de mí. La sensación me retrotrajo a la adolescencia, a mis episodios de bulimia, al miedo a que si comenzaba a comer, no dejaría ni las migas de la bolsa de palmeritas de chocolate (me dio por ahí, como una obsesión, palmeritas pequeñas y jugosas, duras y hojaldradas, en realidad casi cualquiera servía). Tuve que hacer un ejercicio de contención, esto se parecía a la compulsión pero no era la compulsión, era simple y llanamente la necesidad de alimentar un proceso brutal de crecimiento exponencial que se estaba produciendo dentro de mí.
A esta fase se la conoce también como el embarazo escondido, ya que tú te sientes plenamente embarazada pero nadie podía adivinarlo a simple vista, para entendernos; aún no eres una preñada para el mundo. Me las vi con mi hambre, con mi miedo a engordar (taras psicosociales que tiene una), en fin, con mi necesidad de control. Además, al ser de cuerpo generoso, o quién sabe por qué, no se me ha notado el embarazo hasta hace bien poco. De hecho, una señora me echó el otro día (estando ¡ya de seis meses!) la bronca en el bus por estar ocupando uno de los asientos reservados de la entrada. Tuve que capear con la justiciera de la EMT mientras lidiaba con los picores de mi barriga y la pesadez de mis piernas.
Para el tercer trimestre elijo el GIF de la chavala que confundió los químicos de la piscina de la urbanización y la lió parda. Ayer me olvidé de ir a una entrevista a la radio, el fin de semana hice un equipaje sin bragas, se me caen las cosas, metí una cápsula de Ariel en el lavavajillas, equivoco los días de las reuniones, pierdo el hilo cuando hablo... Lo llaman baby brain y es un proceso neurológico científicamente probado.
Al parecer, las conexiones neuronales están cambiando, preparándose para lo que vendrá. Yo, después de leer el libro maravilloso de la primatóloga Biruté M.F. Galdikas, Reflejos del Edén, me estoy empezando, cada día más, a sentir como una “hembra gorila”. Sí, sé que el feminismo constructivista me mirará de soslayo, incluso una parte de mí se revuelve ante esa inminente identidad de mamífera, de tanto como hemos negado los procesos biológicos para rendiros al poder de la cultura, pero ante la acidez de estómago, el baby brain, el creciente síndrome nido, el afán territorial, un deseo de calma, de bajar la actividad, por no hablar de que no pego ojo porque no sé donde poner la tripa o que tengo un litro más de sangre en el sistema circulatorio, va a ser que en algún momento tendremos que dejar de enfocar el embarazo y la maternidad, al menos en estos primeros estadios, como “meros” procesos culturales.
Mis varices están dispuestas a declararar en cualquier juicio sumarísimo. Por las tardes caigo en las garras del señor Braxton: sí, me atacan las contracciones de Braxton Hicks, al parecer el útero se va entrenando para el momento en que lleguen las chungas de verdad, las de la hora D. Mi amigo Braxton. Otro ginecólogo, como Falopio o Bartolino, colonizadores de nuestros cuerpos, que puso su banderita respectiva en nuestra anatomía. En mis ratos libres, leo libros de partos y novelas de terror mientras trato de conectarme con Trótula de Salerno.
Y el viaje no ha hecho más que comenzar
Los diferentes ciclos del embarazo y la maternidad en ciernes te van llevando de un sitio a otro sin apenas darte cuenta ni tiempo a procesar la cantidad de matices. Síntomas, sensaciones, miedos, contradicciones, patadas, runrunes, nuevas pieles que van mutando y que el día del parto no harán más que dar paso a un proceso donde otros cambios constantes se instalarán.
En paralelo, más allá del cuerpo, observo cómo muta el run rún de las aristas morales y políticas que para mí ha supuesto la ovodonación, y con él, el vínculo con mi futuro hijo, hablo todo lo que puedo con otras amigas embarazadas, aún no sé en qué hospital pariré, hemos tratado de encontrar plaza en una escuela infantil pública de nuestro distritos (RISAS). Pausa dramática. Ya estamos ahorrando para poder pagar la privada que seguramente tendremos que pagar cuando acaben los irrisorios permisos de maternidad y paternidad (de momento, si compartiremos o no la baja es un tema abierto y espinoso que se decidirá a la luz de los acontecimientos).
La maternidad comprende multitud de capas y fases, y, ahora me parecen todas ellas titánicas: desde la dificultad para concebir hasta la imposibilidad para cuidar en las ciudades. Ha empezado nuestro particular Camelot y hay muchos armarios que airear.