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Transgredir la evolución

Imma Aguilar Nàcher

Hace algo más de dos años, las fuerzas vivas del establishment y un grupo de barones/a apoyaron con vehemencia una campaña para sacar a Eduardo Madina de la carrera por la secretaría general del PSOE. El diputado vasco, un desconocido para mí, contactó conmigo meses antes de esa campaña para pedirme que le guiase en su preparación para las primarias a un año vista.

Me sorprendió su solvencia, su responsabilidad y su cautela. Nadie sabía entonces que estaba estudiando su propia candidatura a dirigir el partido que era su vida. O mejor dicho, que había cambiado su vida. No he conocido hasta ahora a nadie con más amor por sus ideas y con más motivo para odiarlas.

Le pregunté entonces por qué quería que yo, que no era ni militante ni trabajaba para el PSOE, dirigiera su campaña. Me respondió que buscaba a alguien que supiera lo que era la nueva política. Imaginen mi estupefacción. Quería que ese alguien fuera nuevo en estas lides, que no le afectase la opinión de ningún dirigente y que fuera mujer. Acepté de inmediato con algo más de admiración repentina de la aconsejable, tratándose de un trabajo, de un cliente.

Así empezó todo. Comprobé cómo una gran parte del electorado de un perfil universitario, del entorno de la cultura, nos apoyaba. Preparábamos un programa transversal basado en la competitividad económica, la profundización en la cohesión social y el diseño territorial federal. Desfilaban los mejores economistas, científicos, profesores… muchos de ellos no eran socialistas pero quedaban atraídos por la solidez y la pasión política que destilaba el candidato.

Bebíamos de lo que había fuera para alimentar lo de dentro. Nuestro equipo estaba formado por muchos jóvenes brillantes llenos de fe y de amor a la historia del partido. Incluso los periodistas empatizaban en la distancia corta con él, cosa que no hacían sus líneas editoriales. El trabajo principal de mi equipo era bajarlo a un lenguaje más llano, acercarlo a las bases, a los propios compañeros de escaño, prepararle en su oratoria para “empeorarla”, limarle los gestos adustos y su incapacidad de sonreír con la mirada.

Las elecciones europeas de mayo de 2014 nos arrollaron y nos llevaron a tomar la decisión de presentar a Madina a la secretaria general. Nos pilló con el pie cambiado. Alfredo Pérez Rubalcaba dimitió ante el fracaso electoral y asumió la necesidad de renovar a un PSOE que no representaba una buena oferta para esa izquierda que se dejaba seducir por el romanticismo de los jóvenes profesores del 15M de Podemos.

De la mañana a la noche el candidato a la presidencia del Gobierno pasó a ser el candidato a la secretaria general. Cambiaba el objetivo, el cronograma, los enemigos y, sobre todo, el electorado. Igual que ahora, el voto de la militancia no se parecía en nada al voto del electorado de primarias abiertas. Madina había abierto para siempre los congresos del PSOE a todos los militatnes. Y ahora ellos mandaban.

Las dudas de Madina no eran como las de Borrell. El candidato temía que su decisión pudiera partir el partido en dos, los suyos y los de enfrente, es decir, los de Susana Díaz. Y ese temor era la condición que nos había movido hasta entonces, la que le había llevado a intentar hacer tándem, primero con Chacón, y después con Díaz. Pero la ambición personal en el PSOE siempre puede más que la estrategia política de medio plazo.

Cada día de esa campaña, Madina nos recordaba la condición inexcusable: no a la guerra. Él representaba la reconciliación, mientras cada día que pasaba, los de enfrente empleaban toda la maquinaria de la disponían, que era toda, contra nosotros. Fue duro y muy injusto. No supimos explicarlo bien, no nos dejaron. Nadie se puso al teléfono para unir fuerzas, cosa que Madina intentaba cada día.

Nunca he vuelto a vivir una campaña así, llena de valores, de ideología: “O gano bien o prefiero perder, yo no quiero ser un problema para mi partido”. Qué lejos de lo que hoy vemos en la organización. Ni siquiera la buenista candidatura de Pérez Tapias escapó al calor de ambición y apostó por llegar hasta el final, a pesar de lo inane de su carrera. Qué fracaso de nuestro equipo, no haber podido tranquilizar al establishment, no haber sabido mostrar la capacidad de tener equipo y proyecto, cosa que no tenían los otros.

Con nosotros hubo mucha gente brillante, a veces muy críticos con el candidato y conmigo, que se dejó la piel en condiciones de extraordinaria dificultad. Lo que faltaba al equipo Madina eran alianzas internas y externas, y precisamente eso era lo más importante. Los aliados de mayor peso orgánico estaban con los otros. Que le pregunten ahora a Pedro Sánchez.

Pero todo eso, ya pasó. Hace dos años. Y la historia no da segundas oportunidades. Y mucho menos terceras. Madina ya no está ni estará, pero queda lo que aprendimos de aquello.

Decía Joseph Napolitan, el padre de la consultoría política, que unas veces se gana y otras se aprende. Los perdedores aprendimos; los ganadores, no. Aprendimos que los votantes de la organización no se parecen al electorado y que para llegar a buen puerto se necesita un proyecto sólido, un equipo y los aliados necesarios. Por desgracia, hoy el orden no es precisamente ese.

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