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Si fuesen andaluces

José Saturnino Martínez García

La gente espera que los andaluces sean graciosos, zalameros y por nada se suelten unos fandangos. Es verdad que no todos son así, pero es la expectativa que hay sobre ellos, y es difícil de cambiar. Hay a quienes les irrita que los andaluces no se ajusten al tópico, y cuando esto sucede se burlan de ellos, los tratan con desprecio, los ignoran, los humillan... De hecho el año pasado presentaron casi 50.000 denuncias por situaciones de acoso, y unos 11.500 lograron órdenes de alejamiento contra quienes les han amenazado.

Algunas personas pierden el control cuando un andaluz no se ajusta al tópico y llegan a matarlos. Solo los matan cuando están fuera de Andalucía, es decir, saben que si no salen de Andalucía, no correrían ningún riesgo de ser asesinados. Unos treinta al año. Teniendo en cuenta que son ocho millones, son pocos, no hay que dramatizar, y además, sus asesinos lo hacen porque pierden la cabeza. A veces, cuando recuperan la cordura, no soportan el daño que han hecho y se suicidan, pobres. En última instancia, estos criminales no son más que unos desgraciados que no saben controlar sus sentimientos. Lo cierto es que, aunque el riesgo de que te maten por ser un mal andaluz es pequeño, despreciable, cuando salen de su tierra prefieren ajustarse al tópico, por lo que pueda pasar. Y al ajustarse al tópico, más gente piensa que realmente son así.

Como son unos pocos descerebrados los criminales, no hace falta que el Gobierno elabore una legislación específica para acabar con el “andalucidio”, y no es necesario prestar apoyo a los andaluces que salen de su tierra. Tampoco es importante acabar con los estereotipos sobre el buen andaluz. Lo importante es conseguir que la gente sea no violenta ante cualquier problema, el “andalucidio” no es un tipo de violencia que necesite de un tratamiento especial.

Aberrante. Perdonen los andaluces por hacerles protagonizar esta fábula aberrante, pero es la comunidad autónoma con más población, y así el número de crímenes se aproxima más al de mujeres asesinadas cada año (y la estadística se entiende mejor con números de personas que con porcentajes). Tenemos tan normalizada las múltiples violencias de género que cuando en vez de ser mujeres quienes protagonizan la historia son otros colectivos, la historia se hace insoportable. Recuerda a la broma de mal gusto que dice: “Vamos a matar a un millón de judíos y a un farmacéutico, y ¿por qué a un farmacéutico?” Pues eso, parece normal que sean víctimas quienes siempre han sido víctimas, y cuesta romper esa naturalidad.

La violencia de género es de género no porque las víctimas sean mujeres, sino porque durante siglos se ha naturalizado que las mujeres están en una posición subordinada, y si las mujeres no se comportan como se espera de ellas, se lo tienen merecido (“no haber salido de Andalucía provocando”). Y en esa normalización participan tanto hombres como mujeres (“mi marido me pega lo normal”). En eso consiste la dominación simbólica, que tanto dominadores como dominadas la viven con naturalidad, una naturalidad impensable cuando hacemos que la historia la protagonice otro colectivo. Una naturalidad en la que a una mujer se le puede pegar como a un animal, porque se le quiere, pero se le quiere domesticado, con la voluntad rota.

Las mujeres asesinadas cada año, en una fría estadística de un promedio de una o dos a la semana, no es más que la cúspide de otras muchas violencias, que se sustentan en el doble rasero. Un hombre que impone su voluntad con agresividad es un líder de ideas claras, pero el mismo comportamiento en una mujer la convierte en mandona. O cuestiones mucho más banales, como pedir una cerveza y una cocacola light y que sistemáticamente el refresco se le sirva a ella, un recuerdo sutil de que su lugar es subordinado. Por eso la lucha contra la violencia de género debe ser integral, pues no sólo se trata de evitar que haya víctimas y dar apoyo a las que escapan de ese sufrimiento. Se trata de cambiar esquemas mentales.

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