Cuando los antieuropeos marcan las europeas
No son como los del Brexit. Han aprendido la lección. Salirse de la Unión Europea resulta demasiado costoso. Lo que quieren es cambiarla desde dentro, dar más peso a las soberanías nacionales sobre la comunitaria, imponer sus valores. Esto es lo que se proponen las derechas radicales ante las próximas elecciones al Parlamento Europeo, unas elecciones cuyos resultados van ganando importancia, mas no la participación en ella de los ciudadanos. Muchos de ellos se abstienen o usan el voto como castigo interno nacional a los que gobiernan.
Estas derechas radicales, o extremas derechas, que no forman una unidad -de hecho, tienen dos grupos distintos en la Eurocámara y alguna ha transitado por las filas de los populares-, pueden ganar en Italia, Francia, Países Bajos, Hungría y Austria, y avanzar en otros países para llegar a copar una quinta parte de los escaños, según diversas encuestas. En sí, no parece que puedan imponer o paralizar nada. En apariencia. Pues pueden influir de una doble manera. En primer lugar, aumentando su peso en el Parlamento Europeo, co-legislador junto al Consejo de Ministros en muchas materias, y forzando acuerdos con los populares a lo que parecen dispuestos algunos democristianos alemanes y otros. En segundo lugar, aumentado su peso o influencia en los Gobiernos nacionales, y que estos teman su avance de cara a elecciones futuras. La política del cordón sanitario -que se mantiene aún en Alemania o en Francia- ha fracasado. Participen o no en estos gobiernos, pueden influir en su propia política nacional y, desde ahí, en el Consejo de la UE.
Las derechas radicales, extremas o incluso abiertamente fascistas (como la AFD, la Alianza por Alemania), están creciendo en los seis países fundadores de la hoy UE (Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo), y en otros antaño defensores de valores avanzados, como los nórdicos. Sus posiciones están contaminado el debate, el centroderecha y radicalizando a la izquierda. De hecho, han contaminado ya las políticas comunitarias en cuestiones centrales como la agenda verde, frenada, también porque no se había tenido suficientemente en cuenta su coste social. O como la política de inmigración, mucho más restrictiva, e indecorosa con el apoyo y financiación por parte de la UE y varios de sus Estados miembros de operaciones de gobiernos del Norte de África para detener cada año a miles de migrantes en tránsito por sus países y abandonarlos en zonas remotas, a menudo desiertos. Incluso así, el nuevo Gobierno holandés -formado tras las elecciones en las que llegó en cabeza el extremista Partido de la Libertad de Geert Wilders-, plantea quedarse al margen, opt-out, de la política de inmigración comunitaria, ejemplo que puede cundir.
Los informes de Enrico Letta sobre la necesidad de un mercado verdaderamente único en todo y también en capitales, o el próximo de Mario Draghi sobre la competitividad de la economía europea son muy pertinentes si Europa quiere ser soberana, salir del vasallaje de Estados Unidos, e incluso en parte de China, y poder preservar su modelo social. Pero en unos tiempos en los que la política se rige por las emociones, ni el mercado único ni la competitividad emocionan. Tampoco, entre europeos, la competencia con China, a diferencia de Estados Unidos que ve en ese país-civilización el único competidor a su poder económico, tecnológico, militar y, quién sabe, incluso cultural. Emociona el rechazo al “otro”, al diferente, al inmigrante. Emociona la defensa de algunos “valores” (aunque Le Pen tiene buen cuidado de no cuestionar el derecho al aborto). Emociona el negacionismo sobre el cambio climático. Emociona la idea de soberanía nacional, aunque sea un espejismo que no se ve sustituido por el de una soberanía europea. En cuanto a la renqueante aunque necesaria Agenda 2030, estos ultras la rechazan de plano. Saben que no emociona.
Mientras, en economía, resurge la apuesta por campeones nacionales -en los que en España andamos algo escasos-, en vez de grandes proyectos europeos, aunque sea solo entre los deseosos de llevarlos a cabo, entre una coalition of the willing. Airbus ha sido un buen ejemplo. O con unos miembros que alcanzan más allá de la UE, el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), otro. ¿Y la defensa? Probablemente, para que prospere, haya que abordarla con un sistema parecido.
Sí, en estos años la UE ha avanzado. Ante la crisis derivada de la pandemia del Covid 19, o la inflación provocada por la reacción a la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente guerra que no emociona a toda una parte de Europa pero sí preocupa, mucho a otra, la UE mutualizó la compra de vacunas, y mutualizó, con deuda comunitaria, la inyección de dinero que está suponiendo el NextGeneration Fund. Pero, lo hemos apuntado en otras ocasiones, Estados Unidos ha ido más deprisa, ha crecido más, y está al timón de la actual revolución tecnológica. Tanto que dicta condiciones sobre lo que las empresas tecnológicas avanzadas de Europa pueden vender o no a China.
Las derechas radicales, populistas, en Europa o en EEUU con Trump, se aprovechan de que aunque las economías crecen ese crecimiento no lo perciben las clases medias y trabajadoras. El PIB no es la realidad de cada cual. Estas derechas (salvo Milei, anarco-capitalista, y Vox) no son hiperneoliberales. Marine Le Pen no lo es. Giorgia Meloni tampoco. Casi lo contrario. Se han ganado una imagen de pragmáticas en muchas cuestiones, y a la vez juegan con las emociones y el miedo. Ya alertó hace un tiempo The Economist de que “los `conservadores nacionales´ estaban forjando un frente mundial contra el liberalismo, una alianza, añadía, que por poder ser incoherente no por eso es inofensiva. Se ha visto en el acto de Vistalegre que ha marcado lo que ellas mismas llaman ”una alianza global de patriotas“.
Y en el campo del centro-derecha y centroizquierda, que previsiblemente seguirá siendo, si mantiene una cierta unión, la fuerza central en el Parlamento Europeo, faltan no ya líderes europeos, sino líderes nacionales con proyección europea. Macron era de los pocos, alertando de que si no avanza, la UE se puede descomponer. Sus tumbos ante Rusia, ante la guerra de Gaza, ante un África abandonada por los europeos, y su olvido de la Europa social,l e han desprestigiado. En todo caso, falta hacer más explícitos los valores que, frente a las derechas radicales, defienden los europeístas, y llenarlos de una carga más emocional, sin perder pragmatismo.
Es una pena que estas elecciones europeas lleguen antes que las presidenciales estadounidenses que puede ganar Trump, posibilidad que, de materializarse, quizás provoque una reacción europeísta en unas familias políticas y Estados miembros, y la contraria si refuerza a sus congéneres políticos. Las encuestas apuntan que en Reino Unido llegará un gobierno que buscará un mayor acercamiento a la UE tras el desastre del Brexit. Del otro lado del canal de La Mancha puede llegar un impulso a la UE. En todo caso, la Unión tiene que superar sus actuales límites con reformas de todo tipo. Lo que requiere que sus ciudadanos perciban y sientan la necesidad de una Unión Europea más integrada, más fuerte. Europa, la UE, ha perdido peso fuera. Malo sería que también lo perdiera dentro. Desde luego malo para España.
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