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'Cacería de brujas'

La pugna con Trump expone las estrategias divergentes de Twitter y Facebook

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Espero no caer en teorías conspirativas si afirmo que, así como existen organizaciones internacionales socialdemócratas o conservadoras, hay en marcha una 'internacional' de la extrema derecha. Se puede comprobar con facilidad en sus discursos perfectamente sintonizados, en los que afloran invariablemente los nombres de George Soros y Bill Gates como promotores del apocalipsis moral, los ataques a la pérfida China, los elogios encendidos a los gobiernos neofascistas de Hungría y Polonia y el cacareo de la palabra “libertad” como grito tribal de guerra.

La decisión de Twitter de eliminar la cuenta de Donald Trump tiene ahora revuelta a esa comunidad ultra -en la que se encuentra nuestro vernáculo Vox-, hasta el extremo de proclamarse víctima de la mayor “cacería de brujas” desde el Big Bang. “Si las grandes tecnológicas deciden quién puede opinar en las redes y quién no… ¿de qué sirven constituciones, derechos, soberanías y jueces si todo queda sometido al criterio de unos pocos? Nos jugamos la Libertad y la democracia frente a la censura y la tiranía”, tronaba el domingo pasado Santiago Abascal… en Twitter. También por medio de la odiada plataforma social, invitaba a sus acólitos a seguirlo en un par de redes “alternativas” (una de las cuales, Parler, fue posteriormente expulsada del servidor de Amazon por incitar al odio).

De repente, la ultraderecha, habitualmente combativa contra la intromisión del Estado en la esfera civil, se muestra muy indignada de que unas corporaciones privadas –a las que, siguiendo el guion, denomina “oligarquías tecnológicas”- ejerzan la libertad de decir a quiénes aceptan o no en sus plataformas. Se pregunta Abascal, siempre tan constitucionalista, “de qué sirven las constituciones” ante semejante afrenta. Si realmente le preocupa el tema, la respuesta la tiene en la Primera Enmienda de la Constitución de EEUU, que prohíbe la censura por parte del Gobierno, pero no aplica dicha prohibición a decisiones que tomen las empresas privadas. No significa que las empresas privadas carezcan de obligaciones en materia de derechos fundamentales: si un restaurante niega la entrada a un afroamericano por razones de su color de piel, lo más seguro es que el afectado le gane una demanda por discriminación. Pero con la libertad de expresión las reglas son distintas. Un periódico, por ejemplo, puede despedir libremente a un columnista. Es probable que muchos lectores y organizaciones de prensa acusen airadamente al medio por censura, y quizá en ocasiones no les falte razón, pero seguramente fracasaría una demanda contra la empresa por vulnerar el derecho a la libertad de expresión. 

No le va nada mal a Abascal en Twitter. Tiene 548.370 seguidores (unos 30.000 más que Pablo Casado). La cuenta oficial de Vox suma 429.350 followers. Esta fue suspendida en una ocasión por propalar el bulo de que el PSOE financia la pederastia, pero aquello ya pasó, y ahí sigue el partido constitucionalista esparciendo libremente su bilis en la tiránica red. Quizá no sobre recordarle a Abascal que quien ha sido condenado por vulnerar la Primera Enmienda es precisamente Trump, por bloquear en su cuenta de Twitter a numerosos seguidores cuyas opiniones le disgustaban. En un fallo por unanimidad, la Corte de Apelaciones de Nueva York consideró en julio de 2019 que Trump había convertido su cuenta personal en una prolongación de su función presidencial y, por tanto, podía asumirse la censura a los followers no como un asunto entre particulares, sino como una violación constitucional por parte de un gobernante. El caso se encuentra en estos momentos en manos de la Corte Suprema. 

Trump es un personaje peligroso, infantiloide, caprichoso. Lleva cuatro años incendiando el país y tensionando el mundo desde la Casa Blanca. Ha incitado a una insurrección en el Congreso que dejó cinco muertos y puso en vilo la democracia. Los más reputados expertos en derechos y libertades de EEUU (vale, esos progres financiados por Soros y Gates) coinciden en que Twitter no vulneró la Constitución al eliminar la cuenta de Trump. Es más, algunos le reprochan que no lo hubieran hecho antes. Podrá debatirse la oportunidad o conveniencia de la decisión de Twitter, pero no su legalidad. El presidente no ha sido despojado de su derecho a la libre expresión: puede seguir diciendo disparates y atizando el odio, con los únicos límites que marca la ley. Solo que tendrá que buscarse otros sitios para difundir sus locuras. Puede llamar a los amigos que aún tiene en Fox News. O apuntarse a una de las redes “alternativas” de las que habla Abascal. O crear una plataforma donde adoctrinar a sus millones de incondicionales. Dinero no le faltará. Y ya se encargarán sus huestes de que sus barbaridades tengan eco en Twitter. 

Numerosos dirigentes republicanos han clamado que lo sucedido con Trump “es lo que pasa en China, no en nuestro país”. Seamos serios: ¿puede alguien imaginar a la red Baidu clausurando una cuenta al presidente Xi Jinping? No: lo que ha sucedido no podría pasar en China. Solo puede pasar en un país de vieja tradición democrática donde, por una serie de circunstancias que merecerían ser analizadas con rigor, llegó al poder un trastornado. Las medidas que están tomando Twitter y el resto de grandes redes sociales contra Trump y los grupos extremistas que lo apoyan son, sin duda, polémicas, pero tienen un carácter de excepcionalidad, como lo tiene el momento que vive el país por culpa exclusiva de un presidente irresponsable que se resiste a reconocer el resultado de las urnas.

Muchos demócratas, entre los cuales me encuentro, no festejamos la eliminación de la cuenta de Trump, pero tampoco nos dejamos arrastrar a la trampa de quienes, tras sembrar el caos, pretenden ahora abanderar y orientar la discusión sobre las libertades y la democracia. Todo lo ocurrido nos inquieta y debe llevar a una reflexión urgente acerca de la calidad de nuestros sistemas democráticos y modelos económicos. Dentro de ese debate habrá que analizar, por supuesto, el poder creciente de las grandes corporaciones tecnológicas, su falta de transparencia, la conveniencia o no de exigirles responsabilidad legal por sus contenidos, la viabilidad de fragmentarlas para romper su oligopolio, etc. Existen numerosas sentencias de la Corte Suprema en que los magistrados reconocen que estamos ante unos escenarios que exigirán nuevos planteamientos constitucionales y nuevas jurisprudencias. Este es un tema que preocupa a los demócratas desde hace tiempo. Mucho antes de la locura desencadenada por Trump.

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