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Corrupción en Euskadi: ¿Quién dijo “oasis”?

Alfredo de Miguel, a su entrada al juzgado

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No es la primera vez que comento cuestiones relacionadas con la corrupción. En esta ocasión me siento particularmente impulsada a volver a hacerlo: la realidad manda.

En efecto, el pasado 9 de enero la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo dictó sentencia en la que, con algunas modificaciones técnicas puntuales que redujeron mínimamente algunas condenas, confirmó la sentencia de la Audiencia Provincial de Álava de 17 de diciembre de 2019 en la que se condenó por varios delitos de corrupción a los integrantes del Araba Buru Batzar -ejecutiva de Álava-Araba del partido EAJ/PNV- don Alfredo de Miguel, don Luis Felipe Ochandiano y don Carlos Aitor Tellería y se condenó también a otras personas como cooperadoras de algunos de aquellos delitos.

En dicha sentencia, el Tribunal Supremo, tal como lo había hecho la sentencia anterior, recuerda que los tres principales acusados, prevaliéndose de su capacidad de influencia política como miembros de la ejecutiva alavesa del PNV y de su compañerismo político con personalidades que ocupaban puestos de relevancia en la Administración autonómica y municipal, se concertaron para favorecer que determinados organismos de la Administración adjudicaran contratos de obras o de servicios a empresarios que estuvieran dispuestos a pagarles una comisión, procediendo a constituir, bajo la titularidad de testaferros -incluidas sus esposas -, sociedades que facturaban servicios ficticios a los empresarios beneficiados, para así encubrir el cobro de estas comisiones.

También se condena a estos tres políticos por influir en que algunos de los contratos administrativos fueran directamente adjudicados a sus sociedades, logrando así mejores beneficios, particularmente en algunos supuestos en los que lograron que la Administración les abonara unos trabajos que no realizaron nunca.

Constata la sentencia que los contratos administrativos de los que derivan esas responsabilidades fueron otorgados por entes y organismos públicos también regidos por miembros del PNV –como el Parque Tecnológico de Álava, el Departamento de Cultura del Gobierno vasco, algunos municipios alaveses y cuadrillas de Álava cuyos presidentes pertenecían a ese partido-.

En definitiva y resumiendo, los tres antedichos miembros de la ejecutiva alavesa del PNV –cesados en sus cargos y militancia en su día, todo hay que decirlo- han sido condenados por los delitos de tráfico de influencias, inducción o cooperación a la prevaricación, cohecho, malversación de caudales públicos, falsedad documental, asociación ilícita y blanqueo de capitales, a penas de entre 12 años y 4 meses a 5 años, 1 mes y 15 días de prisión. Otros acusados han sido condenados a penas inferiores.

Este caso y su finalización por sentencia firme pone de relieve la gravedad de una situación de corrupción extendida –no diré, en modo alguno, sistemática- en los ámbitos políticos -partidos e instituciones– en todos o muchos territorios, incluida la comunidad autónoma de Euskadi, donde el ahora comentado no es, desde luego, el primer caso de corrupción enjuiciado y sentenciado.

Situación grave, pues se trata, sencillamente expresado, de conductas que suponen el uso de la actividad pública institucional para beneficios privados -sean personales o de grupo-. Tal vez por ello resulte en este momento tan complicado y difícil de comprender para una parte relevante de la ciudadanía la reciente y muy apresurada reforma del Código Penal sobre el delito de malversación.

Conductas que, además, generan una indeseable, incierta e injusta convicción de que todos los protagonistas de la vida política y social -personas, partidos políticos, sindicatos, empresas, instituciones…- son iguales o funcionan de manera similar. Lo que resulta enormemente desalentador y, sobre todo, desincentivador de cualquier forma de participación ciudadana. O sea, justo lo contrario de lo que tendría que perseguirse.

Concurren, desde luego, en todas estas conductas, elementos comunes que favorecen estos gravísimos incumplimientos de normas jurídicas y éticas y la comisión de ilícitos penales, cuales son los de producirse en ámbitos o espacios de, al menos, cierta opacidad y con claro perjuicio a bienes e intereses públicos.

Opacidad a la que se unen otras condiciones que permiten este estado de cosas, como la atribución de decisiones muy relevantes a un número muy reducido de personas sin apenas participación ciudadana –piénsese, por ejemplo, en materias urbanísticas o de grandes infraestructuras e inversiones -; regulación escasa o inadecuada de grandes actuaciones comerciales y normativa insuficiente sobre las consecuencias de su infracción; instituciones, como el Poder Judicial, con pocos medios y sospechosamente pretendido ser sometido a la política -tal como se desprenden de varios Informes del GRECO, Grupo de Estados contra la Corrupción, dependiente del Consejo de Europa-; insuficiencia y/o ineficacia de controles públicos; escasa transparencia real de instituciones y partido; y, finalmente, y sorprendentemente también, un reproche social tímido y poco contundente hacia estas conductas. 

Circunstancias que han permitido que –¡oh, sorpresa!- “también” en Euskadi se produzcan y se constaten estos gravísimos hechos. Para muchas no es una novedad ni algo insospechado o inimaginable, desde luego que no. Y podía ser esperable, a tenor de las manifestaciones y denuncias de instituciones y sujetos tan relevantes como el que durante la investigación de estos hechos era el fiscal jefe de Álava, el señor Izaguirre, incluso en el juicio oral, acerca del choque entre los esfuerzos de la Ertzaintza por investigar estos hechos y su cadena de mando o la existencia de elementos extraños que torpedeaban las investigaciones contra la corrupción. O las de la fiscal superior del TSJ del País Vasco, la señora Adán, sobre el gran margen de discrecionalidad en la contratación pública y la necesidad de especial protección del dinero público y de refuerzo de la Fiscalía a tal fin.

Hay, desde luego, muchos aspectos que aclarar en relación con el caso comentado, tanto desde el EAJ/PNV como desde el Gobierno vasco y las restantes instituciones implicadas, sobre lo ocurrido y sus causas, así como los remedios que hayan podido o puedan estudiarse para evitar situaciones similares en todas los ámbitos públicos y privados.

Pero también debe seguir reflexionándose desde el resto de instituciones y grupos políticos y sociales para evitar unos perniciosos efectos de muy amplio espectro, de entre los que hoy destaco una clara sensación de inseguridad y desmoralización ciudadanas y la deslegitimación de nuestras instituciones públicas.

Y sí, desde luego, a pesar de la idea inducida del calificado como “oasis” vasco, es claro que no era tal, como muchos grupos sociales, sindicales, profesionales… y muchas personas lo han venido poniendo de relieve en los últimos años. Solo era un espejismo, una ilusión, una imagen distorsionada e interesadamente penetrada en la sociedad.

Pero, con todo, no debería resultar difícil crear un oasis real, y contribuir a que todo nuestro entorno lo sea. Hay vías de solución, algunas ya iniciadas pero precisadas, sin duda, de un mayor impulso y convicción, como generar regulaciones y controles ciertos y más eficaces de la actuación de las instituciones públicas, así como sanciones adecuadas impuestas por un poder judicial no mediatizado políticamente y dotado de los medios necesarios, sin olvidar el fomento de una conciencia ciudadana de la gestión de la cosa pública para la participación en la toma de decisiones muy relevantes que nos competen en lo económico y en lo social.

Sobre todo, que no vuelva a repetirse esto de que, mientras unas personas trabajan o lo intentan, otras “facturan” (indebidamente). 

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