¿Hace falta demonizar a Putin?
En muchos medios de comunicación, y también en el discurso político, se oyen una y otra vez argumentos y frases que recuerdan a los momentos más intensos de la Guerra Fría. O mejor, a lo que decían los propagandistas norteamericanos y de la derecha europea en aquellos momentos dramáticos. Que los rusos eran malignos, enemigos de la civilización, que el Kremlin era una fábrica de crímenes contra la humanidad. Ahora, el demonio se llama Vladimir Putin. Y la consigna es denostarlo sin contemplaciones, sin hacer el mínimo esfuerzo de entender los motivos de su nefasta actuación en Ucrania. “Explicar equivale a disculpar”, dijo al respecto de Putin Manuel Valls cuando era primer ministro de Francia.
Algunos informativos y, sobre todo, los comentarios de presentadores y ciertos tertulianos parecen pasajes de películas de los años 50 y 60 del siglo pasado, cuando la siempre eficaz máquina propagandística de los Estados Unidos funcionaba sin concesión alguna a la verdad o incluso a lo creíble. También ahora se andan sin tapujos.
Pero, ¿a qué responde tanta saña? No es suficiente con que los ciudadanos con dos dedos de frente concluyan por sus propios medios que la agresión a Ucrania es intolerable, que la guerra ordenada por el presidente ruso atenta contra la paz y la convivencia? ¿Por qué redoblar la dosis y avivar el odio por principio, sin argumentos adicionales convincentes?
La única respuesta plausible a esas preguntas es que los centros de poder que dominan la política de la OTAN, y sobre todo la de Estados Unidos, necesitan volver a crear un enemigo exterior, como los de tiempos pasados. Un enemigo dispuesto a acabar con todo lo que significa Occidente, un demonio contra el que no caben paños calientes.
Porque una figura como esa, que una propaganda eficaz puede terminar asentándose en el imaginario colectivo de buena parte de los habitantes de ese Occidente, es el mejor recurso para cegar cualquier debate sobre la actuación de los dirigentes de Estados Unidos y de la mayor parte de los países de la OTAN sobre este conflicto. Y parece que lo están consiguiendo.
La polémica en torno a los tanques Leopard es el último ejemplo de ello. Porque la reticencia del gobierno alemán a autorizar el envío de esas máquinas a Ucrania ha provocado una oleada de críticas contra Bonn que en ningún momento se ha parado a pensar en los motivos que el canciller Scholz podía tener para resistirse. Se le ha llamado cobarde y roñica y ha faltado poco menos que decir que el dirigente germano se estaba pasando al campo de Putin.
Pero Scholz tenía una razón principal para oponerse. La de que Europa, o cuando menos Alemania, tenía que empezar a pensar de manera autónoma sobre Ucrania, que tenía que dejar de seguir, un día sí y el otro también, a las consignas que emanan de Washington en este conflicto. Ha aguantado unos días y al final ha encontrado la salida, más o menos airosa, de que Alemania enviará Leopard, pero porque Estados Unidos hará lo propio con sus tanques Abrams, a lo que se había negado hasta ahora.
Es imposible pronosticar qué consecuencias tendrá ese gesto final. Ni sobre las capacidades ofensivas ucranianas, que algunos expertos consideran que no serán enormes, en todo caso a corto y medio plazo. Ni sobre las reacciones que Moscú podrá adoptar ante esta nueva vuelta de tuerca. Pero sí se puede reseñar que este rifirrafe es la primera muestra consistente de que el frente occidental no está tan firmemente unido en torno a Washington como podría parecer. Y como hay todavía guerra para rato, esas disensiones pueden crecer y en un futuro hasta podrían ser la causa de que se iniciara un camino hacia la paz.
Por el momento, Estados Unidos no quiere ni escuchar nada de eso. Para Biden, sus militares y la industria armamentística norteamericana -que al igual que la del resto del mundo está haciendo el agosto con esta guerra-, cualquier duda en la dura política emprendida contra Rusia equivale, hoy por hoy al, principio de una derrota.
Es una situación muy similar a la del propio Putin. Para ambos, la continuación de la guerra es la única posibilidad en las presentes circunstancias. Y la Casa Blanca parece dispuesta a impedir que nadie, por poderoso que pueda parecer, se oponga a esa decisión.
Distintos motivos avalan esa postura. Para empezar, Biden no se puede permitir que se inicie una reflexión sobre el comportamiento de Washington hacia Rusia en los últimos 30 años –desde el desprecio y la humillación que siguieron a la caída de la Unión Soviética hasta el comienzo del antagonismo con Putin cuando éste empezó a rebelarse contra ese destino- y en todo lo relativo a la cuestión ucraniana, en la que los sucesivos presidentes norteamericanos han jugado la carta de la presión sin límites contra Moscú. Y de la que podría concluirse que una actitud estadounidense menos beligerante podría incluso haber evitado la guerra misma.
Reconocer ese tipo de errores a menos de dos años de las presidenciales podría ser fatal. Sobre todo si en el debe de Biden también figura la poco honrosa salida de Afganistán, entre otras cosas.
Pero hay otro motivo adicional, tanto o más poderoso que los anteriores. El de que demonizar a Putin y tratar de ahogarlo por todos los medios, sobre todo pensando en la eventual respuesta de la opinión pública rusa ante las dificultades crecientes, es la mejor manera de advertir a China de lo que se podría encontrar si se lanza en serio a aumentar su poder en el mundo. Y la competencia con China es el motor principal de la política exterior norteamericana.
Amenazar a Pekín golpeando a un adversario menos peligroso, aunque tenga mucho poder nuclear, es también una manera de hacer política. Y la propaganda cada vez más desenfrenada habría de servir para que esas intenciones pasaran lo más desapercibidas posibles.
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