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Otros hijos del mismo país

Gabriela Wiener

No sé aquí en España, pero desde hace unos años en el Perú toda una generación no perdida, solo no registrada, de jóvenes, comenzó a emerger de su aislamiento y silencio. Se les conoce por el estigma genérico de “hijos de terroristas” y son esos niños y niñas, ya crecidos, que los militantes de Sendero Luminoso y el MRTA –los dos principales grupos subversivos que se enfrentaron al Estado peruano durante la década de los 80s–, dejaron atrás para tomar las armas y hacer una especie de revolución que les salió mal, muy mal. La sociedad siguió funcionando como si esa descendencia no existiera, prefirió obviarlos, pero allí estaban y un día dijeron aquí estamos.

Mañana se cumplen 25 años de la tortura y el asesinato extrajudicial de Rafael Salgado, emerretista y padre de Rafa, uno de esos chicos cuyos padres un día se preguntaron algo tan escalofriante (para un hijo) como qué es más importante, mi hijo o los miles de niños que hay que rescatar con la revolución. Y se respondieron que lo segundo. Por eso fueron condenados a cadena perpetua, a muchos años de cárceles inhumanas, se exiliaron, fueron desaparecidos o asesinados.

El padre de Rafa era del MRTA, un movimiento que sembró el terror, y aunque no fue ni la mitad de sanguinario que Sendero Luminoso y en sus mejores momentos quisieron parecerse a los sandinistas de Nicaragua o al Che Guevara y en sus momentos mediocres estaban más cerca de cualquier mafia de secuestradores desesperados por dinero, en los peores perpetraron una matanza de homosexuales y asesinaron a líderes indígenas.

El padre de Rafa fue intervenido por la policía mientras circulaba en una moto junto a una de sus compañeras y conducido a la sede de la División de Investigación de Secuestros (DIVISE), porque sospechaban de su participación en dos secuestros de empresarios y allí fue torturado hasta la muerte. Tenía 29 años. Su cuerpo presentaba huellas de haber sido colgado de muñecas y tobillos, de haber sido golpeado intensamente con objetos contundentes en la cabeza y rostro, y signos de asfixia.

A Rafa, que tenía 9 años cuando supo que a su padre le habían hecho todo eso y que estaba en la morgue, lo conocí el año pasado, después de saber que había leído una columna mía que titulé “Contra el victimismo”, sobre el testimonio de James Rhodes, el pianista violado brutalmente entre los cinco y los diez años por su profesor de gimnasia, y la historia de cómo la música lo había salvado de la autoconmiseración. En esa columna yo decía algo en lo que a veces creo, que el victimismo es el sentimiento más extendido e inútil que existe, hasta que vuelvo a encontrarme con la víctima de algo terrible y entonces ya no sé qué pensar.

A Rafa también le hicieron algo terrible. Tomó fuerzas, dejó de sentirse solo una víctima, y pasó a la ofensiva: escribió un post para todos sus contactos de Facebook en el que contaba que el director de su colegio, Juan Borea, había abusado sexualmente de él. También se hacía una pregunta: “¿Qué lo llevaría a pensar que yo no diría nada, quizá que mi padre era del MRTA, que fue asesinado o que yo era muy pobre?”. Es decir, Rafa perdió en la misma época a su padre y a su maestro, las personas que debían protegerlo. Era vulnerable por muchas razones y eso lo hacía la presa perfecta para su agresor, que le dio trabajo a su madre en el peor momento y que a él le invitaba meriendas y dejaba algunos soles para el transporte. Aún lidiaba con el dolor de un padre asesinado cuando alguien a quien respetaba y por el que sentía gratitud lo usó para darse placer sin su consentimiento. Ser socialmente negado, silenciado, condenado a vivir en la oscuridad por ser “hijo de” y que su desamparo familiar, institucional, real, se convierta en una oportunidad para el ensañamiento, para la agresión, para el abuso de poder y la violación de su cuerpo de niño. Eso es lo que le pasó a Rafa. Eso es lo que pasa cuando queremos borrar la historia, cuando nos negamos a hacer memoria, que las heridas no cierran, se explotan.

Hubo muchos que le mostraron a Rafa su solidaridad, pero predeciblemente hubo otros que lo “terruquearon” (de terruquear, acción de convertir a cualquiera que sea de izquierda y/o defienda los derechos humanos en terruco, en terrorista): “¿Cómo vamos a creerle al hijo de un terruco?”, le escribieron. Pero tuvieron que creerle, cuando aparecieron hasta veinte casos más. Finalmente ocho se atrevieron a denunciarlo penalmente, y aunque poca esperanza tienen de que reciba una pena, la condena social a Borea –un educador de gran trayectoria, premiado por las Palmas Magisteriales y fundador de ese colegio “alternativo” y progresista que tan cristiano y caritativo fue con Rafa– ha sido evidente. En tanto, el caso de Rafael Salgado padre ya lleva tres juicios con la misma sentencia: la absolución de todos los implicados. Los diferentes juzgados nunca han puesto en duda que su padre fue torturado y asesinado, pero nunca se ordena una investigación para encontrar a los verdaderos responsables.

La vida de Rafa está atravesada por la impunidad. Por un Estado que no se comportó como Estado, por unos revolucionarios que no se compartaron como revolucionarios, por un maestro que no se comportó como maestro.

Durante más de una década Rafa le contó a sus amigos que su padre había muerto en un accidente de moto. En el 2004, después de la terapia y de hablar con excompañeros de su padre, de encontrarse con otros jóvenes tan estigmatizados como él, empezó a hablar por fin, dejó de esconderse, de sentir verguenza, supo que ya no tenía que callar y fue uno de los momentos más reparadores de su vida. Rafael Salgado padre no es considerado una víctima porque estaba siendo investigado por terrorismo, por eso lo sacaron del Registro Único de Víctimas. “¿Qué soy?”– se pregunta en un texto inédito que me ha pedido que lea– “¿Víctima? Cómo podría serlo si mi padre es un terrorista. Podría ponerlo entre comillas, ”terrorista“ y seguro me dirían que yo no acepto eso que él hizo, o podría dejarlo así, terrorista, y otros me dirían que me acomodé al discurso oficial y no soy digno hijo de mi padre. Al final una cosa no tendría que ver con la otra, lo que hizo mi padre no debería ser motivo para que algunos policías en nombre del Estado lo torturen y lo maten. ¿Victimario? Eso definitivamente no soy, aunque seguramente muchos dirán que yo soy lo mismo que mi padre. Estamos en Perú y la imagen se hereda, y por ende el estigma. Y entonces, ¿qué soy?”.

La respuesta llegará o no para Rafa, porque quizá la identidad es un camino de idas y venidas que no termina. A veces le gusta llamarse un “militante de la memoria”. En ese texto que me pasó también habla del limbo en el que se encuentran los familiares de quienes no son vistos como “inocentes entre dos fuegos”.

Su lucha por no sentirse invisible lo ha llevado a trabajar por la asociación Hjxs del Perú, formada por jóvenes hijos de presos y asesinados por el Estado y aún sin justicia, y que quieren visibilizar historias que no aparecen en la verdad oficial. Vivieron los tiempos más dolorosos de nuestra historia como país cuando eran niños y la violencia los tocó muy de cerca. Ya adultos muchos ocultan su pasado para no perder sus trabajos, sus amigos, sus afectos, sus vidas. Porque las dificultades de la famosa “reinserción” se han extendido hasta ellos. Porque son incómodos.

Hay algo sobre lo que suele hablar el autor de Los rendidos, el escritor José Carlos Aguero –su madre y su padre, ambos de Sendero Luminoso, fueron ejecutados extrajudicialmente– y es la importancia de reconocernos como una sociedad post conflicto armado y por eso hacernos cargo: Gente que sale de la cárcel y no sabe que hacer. Militares que sirvieron en las zonas de emergencia. Hijos de padres subversivos que no saben cómo relacionarse con ellos o con su memoria. “Cómo rayos vivir con toda esa basura que nos dejó la guerra”, dice José Carlos. “Si nos reconociéramos así, explica Aguero, ”veríamos no sólo los hijos de senderistas o emerretistas, sino todo ese universo de desastres, daños y fantasmas que siembra la guerra: los mutilados, los exiliados, los desplazados, los torturados, las mujeres violadas, los locos, los niños soldados, los gays y lesbianas violentados y olvidados… Y veríamos también el drama de los soldados abandonados a su suerte, los policías traumatizados, las familias desintegradas, la sangre cubriendo nuestros cuerpos y recuerdos y las culpas sustituyendo nuestro antiguo tejido social“.   

Los padres de José Carlos y Rafa eran culpables, las organizaciones a las que respondían hicieron un daño tremendo al país, pero no debieron ser torturados y asesinados. Y los responsables de estos crímenes de Estado deben pagar por sus culpas. Así como ellos, también hijos de ese país, siguen buscando su lugar en el proceso de memoria y reconciliación.  

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