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La inquietante onda expansiva de un gobierno neofascista en Italia

La líder del partido italiano Hermanos de Italia, Giorgia Meloni, en el mitin de cierre de la campaña para las elecciones generales en la Piazza del Popolo, en Roma, este 22 de septiembre. EFE/EPA/GIUSEPPE LAMI

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Solo un milagro impedirá que Italia elija este domingo en las urnas su primer gobierno neofascista desde Mussolini. Las encuestas dan por segura la victoria de Giorgia Meloni (Fratelli d´Italia), que acude en coalición con Matteo Salvini, (Lega), y Silvio Berlusconi (Forza Italia). De acudir a votar el 40% de abstención previsto quizás cambiaran los resultados, pero no se espera tal cosa. Este gobierno en la tercera economía de la Eurozona supondrá un enorme impulso a los movimientos ultraderechistas y cuantos –aun en sus diversos matices- no dejan de ser marcas blancas del fascismo.

Meloni, 45 años, es la más extremista de la coalición. Se inició en política muy joven en un partido heredero directamente de Mussolini. Fundó luego su propia marca, Fratelli d´Italia, y asiste ahora a un lavado intenso con jabones de presunta moderación para no obstaculizar su acceso a la presidencia del gobierno italiano. Pero Meloni es esta mujer que en junio apoyaba a Olona en Andalucía. Con todo el repertorio de la ideología que comparten.

Su socio, Matteo Salvini, que ya fue vicepresidente de gobierno, ha anunciado también que ningún barco de ONG de salvamento de emigrantes entrará en puertos italianos. Contraviniendo diversos convenios sobre el Derecho del mar y la seguridad de las personas.

Berlusconi, 85 años, condenado por corrupción en su día, fue pionero en implantar leyes racistas en Europa. En 2008, los gitanos, por ejemplo, fueron censados, a través de la toma de sus huellas dactilares, en fichas donde figuraba su etnia. Incluso los niños. Controla toda la televisión terrestre de Italia y tiene la mayoría de Mediaset (Telecinco y Cuatro) en España. También anuncia que va a poner moderación en ese probable gobierno. La huella de sus múltiples años en puestos de poder explica en gran parte lo que ocurre en el país.

Los gobiernos italianos son fugaces, sin embargo. Desde que se instauró la República italiana, hace 76 años, ha habido 67. Su duración media es de poco más de un año y un mes. Se derriban unos a otros y presumen de ello. Lo curioso es que concurren otra vez varios candidatos que ya fueron presidentes o altos cargos. Y lo más llamativo aún es que la mayoría de los partidos han cambiado de nombre. Esa tendencia a enmascarar ficticiamente fracasos o divisiones.

Matteo Renzi es un auténtico portento en esas metamorfosis y un gran protagonista del caos actual. Un ejemplo para no seguir. Desde la democracia cristiana pasó a la socialdemocracia para recalar en el Partido Democrático, “de centro-izquierda”, dijeron, fundado en 2007, aglutinando y absorbiendo a varias formaciones clásicas. Renzi fue considerado “el Macron italiano”, ahora se presenta con su propio partido: Italia Viva, que fundó en 2019. Renzi fue quien, aliado con Berlusconi, hizo drásticas reformas muy del gusto de Bruselas aunque a él le quemaron electoralmente: laboral, del sistema electoral o del constitucional. Esperaba un cargo en instituciones internacionales como recompensa, pero ahí sigue.

Por cierto, el también ex jefe de gobierno, Enrico Letta, que continúa en el Partido Democrático, será según las encuestas el segundo en votos, aunque muy lejos de la coalición de extrema derecha, llamada por los medios de “centro-derecha”.

Los italianos están hartos, dicen. Todos los políticos son iguales, dicen. Y así se embarcarán al parecer en esta aventura. En un momento de recesión segura - en Europa desde luego- por la guerra. Han sido precisamente las crisis sucesivas las que han agudizado el racismo en numerosos países en la peregrina idea de que los extranjeros pobres son los culpables. Tales confusiones suelen acarrear graves consecuencias.

Suecia acaba de sumarse a la tendencia. La extrema derecha del partido “Demócratas Suecos” ha superado el 20% de los votos situándose en el segundo puesto en el Parlamento. Pero a los auténticos viejos demócratas suecos les cuesta verlo. Es uno de los puntos clave del ascenso de los fascismos: los medios los han metido de tal forma en el sistema que no parecen lo que son o no se quieren ver cómo son. De hecho, Antonio Tajani, ex presidente del parlamento europeo y cofundador de Forza Italia, dice (claro): «Salvini y Meloni no son extrema derecha», y así se publica.

Según un estudio de la Universidad de Göteborg, lo que más preocupa a los votantes suecos es la atención de la salud, la educación, la “ley y el orden”, con porcentajes superiores al 50%. Seguidos de cerca por energía, economía, bienestar, igualdad hombre - mujer y el cuidado de las personas mayores. Los refugiados y la inmigración inquietan al 39%, lo que les lleva a concluir que los votantes tienen una visión muy diferente a los periodistas. Salvo, se diría, en ese 20% que ha aupado a la ultraderecha a tan prominente puesto.

La Hungría de Orbán –a quien anda sancionando la UE por su deriva totalitaria-  o la Polonia de Kaczynksi -mejor tolerada ahora en Bruselas dado su comportamiento afín a sus directrices en la guerra sin haber modificado en nada sus leyes más que dudosas- van tiñendo Europa de esa marca blanca del fascismo que entra por los ojos como si no fuera la fuerza política que conculca valores democráticos de entidad. Su acceso al gobierno de Bruselas puede suponer cambios indeseables en la Unión.

Las regiones prorrusas de Ucrania, Donetsk y Lugansk, Jersón y Zaporiyia, convocan este fin de semana y hasta el día 27 referéndums sobre su adscripción formal a Rusia. Lo que extendería las fronteras del país gobernado por Putin hasta el propio territorio de Ucrania, dando un giro a la guerra todavía más intranquilizador. Máxime cuando la OTAN no lo va a aceptar, ha dicho.

Éste es el contexto en el que vivimos y que se agrava de día en día. Con una España cuya derecha imita a lo más ultra del continente, a toda costa y precio en su ambición. En donde el Partido Popular gobierna con Vox en varias Comunidades cuyos máximos líderes han anunciado esta semana en el Congreso que cuando estén en el gobierno van a autorizar el uso de armas con la exención de cualquier responsabilidad por las consecuencias de usarlas “en su defensa”. La ley de la selva. Los juicios, les sobran. Y se diría por varias acciones in crescendo que ya están impulsando una nueva escalada.

Múltiples analistas y libros explican con detalle el auge de los fascismos. Las crisis que equivocan culpabilidades, con la ayuda de medios prestos a encauzar las miradas en esa dirección, la pobre respuesta de gran parte de la política a estos descomunales retos. Y... el dinero que se mueve internacionalmente con objetivos firmes. Junto a exhaustivos tratados, me ha impactado una simple novela, por así decirlo, que no es nada simple, porque se advierte en ella signos de alerta del futuro que se está diseñando. “Los hombres de la niebla”, de Pablo Zarrabeitia (pseudónimo de un miembro del CNI), narra desde dentro de la investigación la pervivencia de una organización a la manera de la Odessa nazi que ayudó a escapar a componentes de las SS, y que sustenta hoy movimientos de ultraderecha con gran apoyo económico. Una de las varias organizaciones patrocinadoras de ese proyecto. Sus lazos. Sus disimulos. El “caparazón que adoptan en los distintos países” para infiltrarse. Con el realismo digestible de la ficción, explica y concluye:

 “Antes de despedirnos le pregunté por qué me había dado aquella información. No obtenía ningún beneficio y solo podía perjudicarla. Su respuesta me impresionó: Marcos, ”porque alguien tiene que romper la cadena del odio“, dijo. ”Porque el Mal no es genético“. 

Posiblemente lo es en ciertos casos, pero sin duda lo acrecienta la práctica y la impunidad.

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