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Los jueces son buenos y malos y todo lo contrario

Imagen de archivo del juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón

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A mí no me gusta atacar a los jueces, porque son personas normales. Los jueces duermen -y las juezas, que son mayoría en la carrera-, pero algunos sufren insomnio. Pasean a sus perras y recogen sus cacas en el parque; crían a sus hijos y alquilan una casa rural para el puente. Los jueces también comen y, a ratos, tienen hambre. A veces les suenan las tripas mientras escuchan la declaración de un testigo.

Hace unos años se llevó a cabo una investigación sobre el comportamiento de los jueces en los tribunales israelíes. El estudio se hizo célebre gracias a la difusión que Daniel Kahneman y Amos Tversky le dieron en sus teorías sobre el funcionamiento de la mente humana. Danziger y sus colegas descubrieron que a medida que se acerca la pausa para comer es más probable que un juez deniegue la libertad condicional al acusado. Otros estudios han demostrado que, cuando acaban de imponer una pena alta, resulta más probable que el siguiente acusado reciba un castigo más elevado que si el anterior hubiera sido más bajo. No es que sean mala gente, sino que son normales: sus decisiones adolecen de sesgos. 

Para juzgar con compasión a los jueces hay que partir de este hecho: el hambre les pone de mal humor, y si en ese momento te están sentenciando, podrás recurrir su decisión. No confiamos en ellos porque estén hechos de una pasta diferente, ni porque carezcan de prejuicios o ideología, sino porque el sistema de revisión de sentencias permite corregir sus errores y sesgos. Se trata de uno de los inventos más brillantes de la civilización, porque asume las limitaciones humanas para evaluar la información que se nos presenta y tomar decisiones. 

Pero claro, todo esto se refiere a los jueces y magistrados ejerciendo de tales. Dos fenómenos muy graves ocurridos en los últimos años han trastocado este orden: la nula gestión política del procés y el secuestro del Consejo General del Poder Judicial. El gobierno de Rajoy se enfrentó a una crisis política de primera magnitud en Cataluña, que no supo o no quiso abordar políticamente. Puso un problema netamente político en manos de los jueces. Se lo entregó. Les dijo: tomad esto y resolvedlo con vuestras herramientas. Fue un error gigantesco pensar que el problema se disiparía gracias a una sentencia condenatoria. Fue una negligencia bárbara confiar en que los dos millones de votantes que llegó a tener el independentismo desaparecerían por ensalmo. Sencillamente, los jueces no saben resolver problemas políticos, no es su trabajo. Una buena amiga, brillante jueza de lo penal, me dijo: “Yo estoy acostumbrada a cortar con hacha”. Sin duda, su aprendizaje profesional consiste en manejarla con soltura. Para los problemas políticos resulta más útil el escalpelo. 

De esa transferencia del problema a los jueces no son responsables ellos, sino el PP. Lo mismo cabe decir del segundo gran terremoto que ha tenido lugar en el sistema. El Consejo General del Poder Judicial se compone de unos señores y señoras que llevan cinco años usurpando el cargo que ocupan, lo cual es asimismo responsabilidad del PP, que se niega a renovarlo. ¿Tienen sus miembros algo que ver? También. Pueden contribuir en cualquier momento a sacarlo del lodazal con un sencillo acto: dimitir. Y aunque no todos sean jueces, ante los ciudadanos representan la cúspide del sistema judicial, junto al Supremo y el Constitucional.

La invitación implícita a resolver el problema político de Cataluña ha sido muy bien acogida por algunos, convertidos abiertamente en activistas al servicio de los objetivos políticos del PP. Coincido con Elisa Beni, que lo explicaba bien ayer aquí, en que hay que mencionarlos con nombres y apellidos. Por citar un solo ejemplo, Antonio Narváez fue ponente de la segunda sentencia del Tribunal Constitucional contra el estado de alarma (ahora es fiscal en el TS). Hace algunos meses, en una animada cena con Feijóo, le transmitió en público su deseo de que llegara al Gobierno, además de lanzar diatribas contra leyes aprobadas por las Cortes españolas y poner en cuestión el proceso electoral en nuestro país. Cuando los jueces se dedican al activismo político pueden intentar, como García Castellón, convencernos de que morir de infarto es un acto terrorista (supongo que atribuible al comando ventrículo izquierdo).

En los últimos meses todo ha sido rodar pendiente abajo. El PP le ha cogido el gusto a que los jueces le resuelvan las cuestiones políticas. Carece de una estrategia de oposición y tampoco tiene proyecto, ni de país ni de partido. Más que la estabilidad o el prestigio del sistema, le preocupan los casos de corrupción -singularmente Kitchen- que habrá de dirimir el Tribunal Supremo. Llegados a este punto, la renovación del CGPJ se ha convertido en un asunto menor. La cuestión es cómo reformarlo para repartir sus funciones, adelgazarlo hasta hacerlo irrelevante, y así impedir que un partido corrupto lo siga utilizando a la desesperada para suplir su nulidad política. En numerosos países de la UE, entre ellos Alemania, no existe este organismo. Como ha dicho José Antonio Martín Pallín en una entrevista reciente, se puede vivir sin Consejo. Probémoslo: a peor es difícil que vayamos.

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