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¡A la mierda!

Cientos de personas cerca de un avión de transporte C-17 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en el perímetro del aeropuerto internacional de Kabul, Afganistán
19 de agosto de 2021 21:52 h

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La imagen que quedará para la posteridad de la guerra de Afganistán no será la de la entrada victoriosa de los soldados de la OTAN en Kabul el 12 de noviembre de 2001. Será la de un C-17 de la fuerza aérea estadounidense que, 20 años más tarde, tomaba pista para largarse del avispero mientras una muchedumbre corría angustiada al lado del avión con la esperanza vana de ser evacuada ante la inminente entrada de los rebeldes en la capital. Era el desenlace de una intervención armada que emprendió el entonces presidente Bush como reacción por los atentados de las Torres Gemelas y en la que, al igual que sucediera en los años 60 en Vietnam, la primera potencia mundial terminó enfangada hasta el cuello.

Al anunciar el lunes de esta semana la retirada de Afganistán, el presidente Biden proclamó que la ofensiva militar tuvo desde sus inicios dos objetivos -castigar a los responsables de los atentados del 11-S y asegurar que Al Qaeda no utilizaría más a Afganistán para atacar a EEUU- y que estos se cumplieron. Subrayó que la misión en Afganistán nunca tuvo como propósito desarrollar un proyecto de construcción nacional ni crear una “democracia unificada y centralizada” (utilizó esos términos, vaya usted a saber por qué). Lo que sucedió, según su relato, es que la estrategia inicial se fue enredando y EEUU se encontró de pronto exponiendo a sus soldados e inyectando miles de millones de dólares en una intervención cuya razón de ser había ya caducado.

En su intervención, Biden dijo con inocultable tono de reproche que su antecesor, Donald Trump, impulsó durante su mandato una reducción drástica de soldados (pasaron 15.500 a 2.200) “en el momento de mayor fortalecimiento talibán desde 2001”. Ahora, añadió, no quedaba más opción que aplicar el acuerdo firmado por Trump con los rebeldes en mayo de 2020 para poner fin a la guerra, porque la alternativa sería despilfarrar más vidas de soldados y más dinero de los contribuyentes. O sea: como el indeseable Trump fortaleció a los talibanes al recortar la presencia militar, lo que corresponde ahora es cederles el control del país, porque qué le vamos a hacer. Pero es que, además -según el discurso de Biden-, los afganos se merecen su suerte por haber tenido unos dirigentes que no ponían suficiente empeño en colaborar con EEUU en la guerra. Unos dirigentes que, por cierto, ya han puesto oportunamente los pies en polvorosa, mientras las multitudes corretean desesperadas junto los aviones en las pistas de los aeropuertos buscando una evacuación imposible.

Joe Biden quedará en la historia como el presidente bajo cuyo mandato concluyó la guerra de Afganistán, cuando en realidad lo que va a hacer es cumplir un acuerdo sellado por Trump que entrega el país a los talibanes, cuatro lustros después de que EEUU los echara a bombazos. Antes de ser presidente, Biden fue vicepresidente en la administración Obama y pudo haber intercedido para que se acabara la guerra, pero lo que hizo su Gobierno fue redoblar la presencia militar en Afganistán. Ahora le toca acabarla de mala manera, siguiendo la estela del esperpéntico Trump, sin siquiera tomarse el trabajo de hacer una reflexión a lo Spencer Tracy que permita extraer conclusiones morales y políticas sobre lo que él mismo destacó como la guerra más larga de la historia de EEUU. Para hacernos una idea, todo cuando dijo sobre el escalofriante horizonte que espera a los afganos, y muy en particular a las afganas, con el regreso de los fanáticos talibanes, fue: “Continuaremos alzando la voz por los derechos básicos del pueblo afgano –de mujeres y niñas- tal como alzamos la voz en todo el mundo”. Realmente, Biden habría podido resumir su discurso en cinco palabras: “¡A la mierda con Afganistán!”, pero tanta sinceridad hubiera podido herir susceptibilidades.

El mandatario asumió que su decisión sería objeto de críticas, pero tanto él como sus asesores saben bien que, dentro de EEUU, que es lo que importa, la opinión pública la apoya mayoritariamente. Para disipar la desagradable sensación de que el país sale de Afganistán con el rabo entre las piernas, insistió en que los objetivos de la intervención se cumplieron a cabalidad -aunque no aclaró por qué da por seguro que el terrorismo no volverá a actuar desde Afganistán- y proclamó solemnemente que él no hará con los jóvenes de hoy lo que los líderes de su país hicieron con los de su generación en la guerra de Vietnam: “seguir poniendo en riesgo sus vidas en una acción militar que debió haber terminado hace tiempo”; es decir, lo que hizo el Gobierno del que fue vicepresidente con los jóvenes de la década pasada.

No entraré a juzgar si Estados Unidos ganó o perdió la guerra. Ese pugilato se lo dejo a los admiradores incondicionales y detractores pertinaces del país, que se cuentan por millones. Podría, sí, decir que no he observado celebraciones con juegos pirotécnicos tras el anuncio de Biden. A la espera del juicio de la historia, lo único que sé en este momento a ciencia cierta es que Afganistán, después de 20 años sometida a la generosa ayuda de Washington y sus entusiastas aliados, incluido España, ocupa el puesto 160 en PIB per cápita del mundo, superado en pobreza solo por una veintena de países de África subsahariana. Y que han vuelto los talibanes.

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