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El monstruo del pantano

Franco visita las obras del embalse de Santa Ana, en la cuenca del Ribagorzana, en 1955.

Gabriela Wiener

Por paradojas de la vida, mis últimos días de vacaciones los estoy pasando en la Alcarria, en el límite entre Guadalajara y Cuenca, una zona rodeada de preciosas lagunas. Quizá sea por mi falta de mundo o de paraísos terrenales, pero por momentos siento que estoy en un lugar idílico entre el lago Titicaca y el lago Ness, con un puntito de selva amazónica y otro poco de pantano de Shrek. Una de esas tardes en las que miraba caer el sol sobre el “mar de Castilla” –como le llaman tiernamente los madrileños a estas aguas verdosas, algunos tramos salpicadas de lanchas y pequeños yates– y alucinada de estar tomándome en pleno agosto una cerveza en un club náutico –sí, un club náutico a una hora y media de una ciudad sin playas–, alguien dijo la frase que todos nos temíamos: “Se le pueden criticar muchas cosas a Franco, pero los pantanos, los pantanos no: España bebe gracias a Franco”.

O no lo tenía en mi horizonte o había querido olvidarlo, pero lo cierto es que estoy veraneando en una obra franquista. El silencio posterior fue roto por el paso raudo de un tío haciendo esquí acuático en el centro de la península gracias a que durante la dictadura Franco mandó crear unos tremendos embalses para tener reservas de agua y distribuirlas, aprovechando los ríos y la lluvia. Allí estoy yo, una anomalía con doble nacionalidad evaluando seriamente mi coherencia y mis credenciales democráticas, disfrutando de baños diarios en sus aguas calmadas, profundas y transparentes, lo que me recuerda que soy también una vecina casi feliz de Madrid Río, obra del Partido Popular. En este trance no puedo más que sentirme como siempre ajena, viviendo la vida de los otros, de prestado o de reconquista, perdida entre los sumideros de los demás, entre sus segundas residencias con vistas a la obra, preguntándome de qué manera debo yo mirar el pantano.

Hay muchas maneras de mirar un pantano. Una manera es verlo como obra hidráulica, como la ingeniería del progreso, como la monumental construcción del régimen. También la razón de que a España se le llamara “la huerta de Europa”, porque si alguna vez hiciera falta desde aquí se la podría regar entera. El Plan Hidrológico Nacional en el que se enmarca la furia pantanil se inicia en realidad en la época del General Primo de Rivera. Pero es la gracia del caudillo quien lo lleva a su máxima expresión pasando a la historia como un artista de la inauguración. Ya sabemos que los dictadores son adictos al cemento y a las arquitecturas desmesuradas como sus egos, porque son parte de sus tácticas para demostrar poder, sobre todo si quieren asegurarse de permanecer 40 años en éste como Francisco. Ahora que se llevan más las cúpulas corruptas que las dictaduras, la actualización de este fervor por lo estructural sería el “roba pero hace obra”, reclamo electoral que se hizo muy popular en la anterior campaña electoral en el Perú, y máxima que han seguido a pies juntillas los votantes del PP.

Pero hay otra manera muy diferente de ver el pantano y es verlo como lo ha visto durante años Purificación Peña, quien recuerda que cada vez que escuchaban en la radio que Franco había inaugurado un pantano su padre decía: “Este hombre mató al abuelo”. Ella ha denunciado a España ante la ONU para que se exhumen los restos de su abuelo y de su tío, que cree están en El Valle de los Caídos. España también se ha regado de otras formas, de sangre, sin ir muy lejos, y la visión de estas aguas cristalinas sobre las que flotan ante mis ojos bucólicas embarcaciones es un recordatorio de lo que ni toda la tierra ni toda el agua del mundo pudo tapar: los crímenes del franquismo.

Ahora sé muchas cosas de los pantanos de Franco. Cuando se menciona a los pantanos, por ejemplo, no se habla de los miles de trabajadores que hicieron posible esa naturaleza artifical magnánima, muchos de ellos presos o gente trabajando en condiciones infrahumanas, como los del pantano de El Cenajo, conocido como “la tumba” porque cuando sus trabajadores quedaban atrapados en el hormigón, no eran rescatados. Sus nombres no figuran en ninguna placa. En los días de “arquitecto” de Franco, más de 500 pueblos quedaron sumergidos por las obras y sus pobladores fueron resituados. A veces el nivel del agua baja y emerge algún pueblo. Purificación cree posible que un día se abran las fosas de sus muertos, pero hay tumbas en los pueblos sumergidos que ya nunca podrán ser abiertas.

En estos días de polémica en que miles de españoles contra la opinión de otros miles, reclaman que se saque el cuerpo embalsamado del generalísimo de El Valle de los Caídos y el gobierno de Sánchez parece receptivo aunque todavía lerdo, me atrevo a proponer una idea, que me nace de la pura observación gozosa y vacacional, de un estado contemplativo, conciliador, casi zen, y es la de sacar al creador de los embalses de su actual mausoleo y trasladarlo al fondo de uno de sus pantanos. Para rendirle honor, los franquistas de ayer, de hoy y de siempre, solo tendrían que venir a las riberas de la Alcarria y en un homenaje silencioso, que no ofende a nadie, tomarse un chupito a su salud mirando fijamente sus aguas asombrosamente inmóviles.

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