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¡El neoliberalismo, estúpido!

Economistas Sin Fronteras

Paco Cervera —

Prácticamente todos recordamos la frase original que el asesor de Bill Clinton, James Cerville, ideó para la campaña de las presidenciales de 1992: “La economía, estúpido”. Pues para explicar la corrupción que existe en nuestro país con este pequeño cambio en la frase es suficiente. El tipo de corrupción al que nos enfrentamos poco tiene que ver con la que nos mostraban en las series norteamericanas de los noventa. Funcionarios sudorosos en países latinoamericanos que cobraban pequeñas cantidades de dinero por hacer, o acelerar, algún procedimiento. El monstruo al que nos enfrentamos es mucho más grande y tiene que ver con la sustitución del Estado de Bienestar por el Neoliberal o Asistencial.

En 1989, el británico John Williamson publicó un artículo en el que se enumeraban una serie de medidas que debían estabilizar aquellas economías con fuertes deudas externas. Hoy lo conocemos como Consenso de Washington. Entre estas medidas se encontraban la privatización de servicios públicos, liberalización del mercado laboral, abrirse al comercio exterior y disminuir los requisitos para la inversión directa extranjera.

Alrededor del sector público se han generado numerosos casos de corrupción. Su conocimiento y su tratamiento en los medios están generando una percepción de impunidad que está erosionando un sistema democrático, ya bastante precario de origen. En un estudio realizado por David Hall titulado “Sobre la corrupción y la captura del Estado” (“Dealing with corruption and state capture”) se explica muy claramente cómo se crean incentivos para que la corrupción aparezca.

Cuando se privatiza parte del sector público, se dejan de prestar ciertos servicios que pasan a manos privadas. En algunos casos se licitan pequeños monopolios que permiten unos beneficios seguros, como podría ser la gestión del agua en una localidad. Algunos de estos contratos suponen una entrada de dinero para la administración que lo privatiza por un tiempo que en algunos casos llega a los 20 años. El incentivo para participar en este proceso es muy grande para cualquier empresario, lo que lleva a prácticas no demasiado éticas e incluso, ilegales.

Otro caso sería el de la externalización de servicios. Muchos negocios han estado funcionando gracias a que algunos trabajos que antes realizaba la administración ahora los subcontrata a empresas privadas bajo el paraguas de la eficiencia de gasto. En estos casos un menor gasto público es posible gracias a la desregulación del mercado laboral. Las empresas participan con ofertas competitivas gracias a las malas condiciones, pero legales, de trabajo de sus empleados. Se han cambiado funcionarios con derechos por empleados con derechos mermados.

En cuanto a las grandes obras públicas, las empresas que se dedican a este sector han tenido que afrontar unos elevados costes fijos para poder competir en el sector, lo que las lleva a luchar por estos contratos con virulencia y con muchos incentivos a pagar comisiones para conseguirlos.

Estos asuntos nos conducen a lo que se conoce como “captura del Estado”. Es la Gran Corrupción, la que se da entre las élites empresariales y políticas. Puede incluir tanto redes clientelares como pago esporádico de sobornos, lo que haga falta para la obtención de esos contratos. Pero, ¿y si se puede influir en la legislación para que el supuesto “gobierno de la mayoría” acabe beneficiando a sólo unos pocos? En este punto se hace obligada la diferencia entre lo que es el trabajo, legítimo, de los grupos de presión en democracias pluralistas y lo que es corrupción. La corrupción aparece cuando se juntan dos necesidades, la de financiación de los partidos políticos que sustentan el poder legislativo, y la de influencia en este proceso, por parte de grandes empresarios. Lo más interesante de este tipo de corrupción es que mediante esta influencia lo que se consigue es hacer legal comportamientos poco éticos para la mayoría.

El sistema acostumbra a echar la culpa a la sociedad. Nos dicen que los españoles somos por esencia corruptos, como los demás países mediterráneos. Pero antes lo fueron en Latinoamérica, también en Asia, en África. Allí por donde ha pasado el rodillo neoliberal ha aparecido una sociedad corrupta. ¿No es demasiada coincidencia? En mi opinión las sociedades corruptas dan lugar a pequeñas corruptelas, pero la Gran Corrupción tiene que ver con los perversos incentivos que el propio sistema ha creado para su propia reproducción.

Las soluciones que se proponen para este tipo de corrupción pasan inexcusablemente por desactivar esos incentivos. En nuestro país se está trabajando en la línea de la transparencia en la administración con la Ley 19/2013 de Transparencia, Acceso a la información y Buen Gobierno, que con muchas limitaciones ha supuesto un avance. También se ha modificado la Ley de financiación de partidos (Ley 5/2012) con la que se endurecen las condiciones para el acceso a ciertos créditos, así como se pone límite a su condonación. Se introdujo una enmienda en el Código Penal, en el que no sin pocas lagunas jurídicas, se creaba el delito de corrupción privada (Ley 5/2010).

A pesar de todo lo dicho, parece insuficiente para lograr erradicar este problema. Hay que exigir un mayor compromiso por parte empresarial. No sólo sirve decir que se está en contra de la corrupción sino que hay que ser proactivo en su lucha y la transparencia de información relacionada es muy importante. Según el estudio de la información que aparece en las memorias de sostenibilidad que publican las empresas del IBEX35, elaborado por el Observatorio de RSC, la calidad referida a este tema es pésima (1.11 sobre 4).

La sociedad debe también tomar cartas en la resolución de este problema. Un pequeño paso se ha dado el pasado 24 de mayo con la penalización en las urnas a los partidos salpicados por la corrupción. Pero se debe exigir también a las empresas, ya que a falta de legislación, sólo responderán a la exigencia de más y mejor información si perciben la presión ciudadana. Nada cambiará si esperamos que otro lo cambie.

Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autor. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.

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