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No es una Navidad feliz

Una mesa de navidad montada para seis personas. EFE/LUIS TEJIDO/Archivo

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“El hombre es un animal de costumbres” – Charles Dickens

Habrá a quien no le guste oírlo pero no es una Navidad feliz.

Y es que no puede serlo. Seguimos sumidos en la mayor crisis sanitaria de nuestras vidas. Más de 50.000 familias llorarán esta noche una ausencia, varias miles de decenas más estarán en la incertidumbre de saber cómo están sus familiares, solos, en un hospital. Recuerden que no sólo los enfermos de COVID–19 están solos, ningún hospitalizado puede tener compañía ya. Cientos de compatriotas camioneros están atrapados casi sin comida y defecando bajo sus camiones a la espera de poder volver. Es imposible calcular el número de los que hoy esperan festejar que estarán sufriendo en diez días. ¡Como va a ser feliz esta Navidad!

Somos humanidad sufriente. Somos humanidad.

El hombre es un animal, de costumbres como nos empeñamos en reafirmar, pero un animal. No sólo porque biológicamente estamos a merced del virus, sino porque nos empeñamos en no apalancarnos a la racionalidad para salir de tal esclavitud. 

No es una Navidad feliz. ¿A qué viene empeñarse en hacer ver que sí? Millones de españoles sentirán esta noche, aún más que las anteriores, la penuria a las que les ha arrojado la pandemia, pasarán frío, tendrán miedo al futuro, incluso hambre a pesar de los esfuerzos de solidaridad. ¿Cómo desearse feliz Navidad, aunque a nosotros no nos haya pasado nada, aunque estemos todos, aunque no falte ni el marisco en nuestras mesas ni el trabajo para mañana? 

Somos de costumbres. Repetimos “feliz Navidad” como si nos saliera la fórmula tal y como las gramolas colocaban los discos al sentir la moneda. La felicidad, nuestra felicidad, no es la medida de todas las cosas. Nuestra pretendida felicidad no va a detener al virus ni impedirá que mute ni remontará la economía. No, aunque finjamos felicidad eso no cambiará las cosas. 

Miles de sanitarios velarán esta noche a nuestros enfermos. Miles de ellos temerán por sus vidas y cientos harán el gesto de cerrarles por última vez los ojos a aquellos que no verán más a sus familiares ni conocerán la esperanza de la recuperación. Gritar alegremente “feliz Navidad” no obrará como un conjuro, no cambiará nada, no nos devolverá la normalidad. 

Es muy curioso ese afán de fingimiento que conserva el ser humano. Faire semblant. “Hacer como que”. Hagamos como que tenemos mucho que celebrar, como si fuera un año como cualquier otro, como si fuera indispensable jugar a la ruleta rusa para demostrarse el amor. Hagamos como si las cosas importantes fueran las velas y los turrones y las cenas multitudinarias. Hagamos como si fuéramos dioses y nada pudiera interponerse entre nosotros y nuestros deseos de felicidad. 

No es una Navidad feliz. No puede serlo. 

Revelador comprobar cómo flaquean las fuerzas, cómo decae la disciplina, cómo van abandonando el barco de la realidad aquellos que han pensado que mejor que ponerse una mascarilla es ponerse un venda. Asombroso ese afán por discutir qué te dejan o no te dejan hacer, como en el patio del cole, cuando pretendíamos comprobar hasta dónde podía llegar nuestra osadía. 

Al menos tres de los jinetes del Apocalipsis recorren occidente y los cuatro asuelan en estos instantes a la humanidad, pero lo insoportable es no poder juntarte para una cena con los tuyos –incluso esos a los que el año pasado ponías a parir– o no salir de fiesta en la noche más estúpida que es la noche de fin de año. No, no es una feliz Navidad. Por eso no voy a desearles lo que es imposible. Sólo puedo agradecerles a los que van a ser racionales y científicos, por remar del lado del interés común, y voy a pedir que la escabechina no sea muy grande con los que no. Pero es seguro que la gente que va en busca de la felicidad navideña va a morir en enero. Es tan seguro como que muchos se están cabreando por leer lo que escribo, que no es sino la realidad. 

No voy a desearles una imposible Navidad feliz pero sí quiero desearles un año de vuelta a la normalidad. Ese deseo es una forma de esperanza que no enraíza con la superstición ni con la mera costumbre sino con la ciencia y el supremo esfuerzo realizado por los mas cualificados para ello, para ayudar a la supervivencia de la especie. Aquí sí podemos sentirnos gigantes. Jamás habíamos logrado con tanta eficacia y rapidez una vía de salvación y se ha conseguido por la conjunción de la necesidad, el esfuerzo, la sapiencia, el apoyo de los gobiernos, la inversión económica y el aliento suspenso de 7.594 millones de seres deseando esa salvación. 

Acabo de recibir el consentimiento informado para preparar la vacunación de mi padre. El proceso se pone en movimiento. La esperanza en la salvación, que sólo nosotros nos podemos dar a nosotros mismos, está ya entrando en contenedores, a punto de volar hacia nuestros aeropuertos, de llegar a las residencias en las que muchos mayores pagaron que la naturaleza nos sobrepasara, a nosotros que nos creíamos ya más que trashumanos semidioses. 

Somos pequeños, previsibles y hasta tan absurdos que pretendemos que una simple fecha en el calendario, establecida de forma aleatoria, puede ser tan importante como para cambiar el sentido de nuestras zozobras. Así somos y contra ello tenemos que luchar. 

Pongamos los manteles, encendamos las velas, bruñamos la plata y escanciemos el champán, soñemos, si quieren, con que este año es uno más, pero hagámoslo en recogimiento, en la intimidad del hogar en el que hemos pasado tantos meses hasta llegar vivos, hagámoslo con el sacrificio último, ¡queda tan poco!, y en la seguridad de que regalar nuestra presencia puede no ser regalar nuestro amor a los demás. 

No, no es una feliz Navidad ni nadie va a morir por no juntarse con los suyos aunque sí habrá quien muera por hacerlo. 

Alguien tiene que decirlo porque muchos exclamarán dentro de poco ¡maldita Navidad!

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