Un país sin rumbo
Hubo una época muy parecida a la presente. Eran distintos el contexto y los protagonistas, evidentemente, porque era otra época. Pero entre 1993 y 1996, la última legislatura de Felipe González, imperó lo que llamábamos “crispación”, porque aún no se nos había ocurrido lo de la “polarización”.
Muchos de los que ahora elogian a González como gran estadista le llamaban “dictador” y cosas mucho peores. Se creó una Asociación de Periodistas y Escritores Independientes, que Juan Luis Cebrián denominó “sindicato del crimen”, con el objetivo de derribar a Felipe González por cualquier medio.
Fueron tres años turbulentos. El director de la Guardia Civil, Luis Roldán, resultó un ladrón y se fugó de España. El Ministerio del Interior al completo rezumaba corrupción (se hacía un uso obsceno de los fondos reservados) y sangre: la irrupción en la prensa de los policías José Amedo y Michel Domínguez hizo imposible seguir manteniendo que los GAL eran cosa de “elementos incontrolados”. La economía se tambaleaba. En 1993, el desempleo afectaba a uno de cada cuatro españoles.
La campaña electoral de 1996 quedó marcada por el anuncio de los dóberman: sin mucho disimulo, el PSOE identificaba al PP con unos perros aterradores. El PP de José María Aznar acabó ganando, por poco.
Bajo el griterío y la tensión de aquella gravísima crisis existía, sin embargo, al menos una política de Estado en la que coincidían PSOE y PP: España tenía que cumplir los criterios establecidos en Maastricht (déficit presupuestario, deuda pública, etcétera) para adoptar el euro como moneda a partir del 1 de enero de 2002. Había discusión sobre los métodos, no sobre la finalidad.
Dudo que ahora, con el PP atado a Vox (eso dicen tanto los sondeos como sucesivos resultados electorales), sea posible algún tipo de pacto de Estado. La sanidad pública, antaño un ámbito relativamente consensuado, sufre un creciente desgaste por el empeño del PP en favorecer la sanidad privada: véase Madrid. Algo parecido ocurre con la enseñanza superior y universitaria: véase de nuevo Madrid.
La lista de temas en los que convendría un pacto de Estado resulta muy larga: desde algo tan elemental como conceder por fin al Senado las competencias que le atribuye la Constitución, hasta imponer la transparencia en los partidos políticos (y acabar con los aforamientos absurdos), pasando por algo tan vital como el cambio climático. Hacen falta políticas estables y de larga duración, al margen de luchas partidistas, para evitar que las inundaciones y los incendios destruyan poco a poco el país. Por no hablar de cuestiones judiciales y militares.
Importantísimo, y realmente urgente, sería un pacto de Estado sobre la vivienda. Un pacto que permitiera destinar grandes cantidades de fondos públicos y privados (a largo plazo, porque el problema no puede resolverse en una o dos legislaturas) a un programa de transformación de la construcción, el urbanismo y los transportes.
Nada de esto parece posible. Y cabe suponer que pagaremos cara esta absoluta falta de rumbo.
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