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Las palabras son seres vivos

Un libro.

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Hace años descubrí que las palabras son seres vivos. Aunque no respiren, ni tengan sangre, ni hagan la fotosíntesis. Pero nacen: las palabras bebés se llaman neologismos. Duermen: ocurre, por ejemplo, con palabras como pandemia. La pronunciamos sin parar mientras nos afecta y dejamos de decirla cuando se controla la epidemia. Tienen descendencia: una mesa tiene mesitas, mesillas, mesas plegables... Expresan pensamientos: eso es algo que un pulpo o un cactus, por ejemplo, no pueden hacer. Y mueren: en paz descanse la voz camasquince (entrometido, metomentodo), que ya hasta la han echado del diccionario.

Por Benito Pérez Galdós sabemos que las palabras tienen una profesión e incluso un rango. En La conjuración de las palabras (1868) habló de un edificio inmenso llamado Diccionario de la lengua castellana, donde vivían unos ochocientos o novecientos mil seres y “estos seres se llamaban palabras”.

Un día salieron de aquel edificio y formaron un ejército. Al frente se pusieron los Artículos, pelaos, sin un arma. Ellos iban en primera línea porque eran los encargados de llevar los escudos de sus señores, los Sustantivos: más vistosos y más gallardos. 

Los Sustantivos iban acompañados de los Pronombres. Ellos también estaban al servicio de estos señores: los llevaban del brazo y los guiaban como lo haría un lazarillo. Detrás, los Adjetivos, llenos de adornos “brillantes y caprichosos”, para impregnar a los Sustantivos de sus cualidades y colores.

Más atrás avanzaban los Verbos: siempre de aquí pallá, siempre haciendo cosas y siempre moviéndose. Y eran bastante jefes, porque tenían a los Sustantivos a sus órdenes y a los Adverbios a su merced. 

Los adverbios guiaban a los verbos por los caminos (“vamos por aquí” o “vamos por allá”), imprimían el ritmo (“¡vamos, rápido!” o “tranquilo, señor”), sopesaban la cantidad (muchísimo o na de na).

A la orden de los verbos también estaban las Preposiciones. “Eran enanas, y más que personas, parecían cosas”, pero eran fundamentales para ponerlo todo en su sitio: ante, bajo, contra, sobre o tras. Las Conjunciones “andaban por todos lados metiendo bulla” y pasaban todo el día uniendo a unos y a otros porque sí o aunque no hubiera un motivo.

Las Interjecciones parecían de otra especie. Decía Galdós que no tenían cuerpo. Que eran solo una cabeza, ¡pero bien que se hacían valer!, porque tenían una boca inmensa, siempre abierta, que preguntaba y exclamaba sin pamplinas. 

Por el personaje literario Humpty Dumpty sabemos que las palabras tienen carácter. En Alicia a través del espejo (1871), este huevo le dijo a la niña: “Algunas palabras tienen su genio. Sobre todo, los verbos. Son los más creídos. Con los adjetivos puedes hacer lo que quieras, pero no con los verbos. Sin embargo, ¡yo los voy a meter en cintura!”. 

Humpty Dumpty le dijo incluso que las palabras tienen sueldo. Él les pagaba por lo que hacían: “Si exijo a una palabra un redoblado esfuerzo, le pago siempre extra. ¡Cómo me gustaría que las vieras acudir a mí, el sábado por la noche! En busca de su paga, naturalmente”.

Por Gerald Durrell sabemos que las palabras, como las personas, necesitan vidilla para no languidecer. El naturalista británico contó en El paquete parlante (1974) que uno de los trabajos de Loro era sacar a las palabras del diccionario para que les dieran el aire. 

—¿Sacar a las palabras a tomar el aire? —preguntó Simón—. ¿Cómo es eso?

Loro las sacaba de paseo porque era el Guardián de las palabras. Era un encargo que le había hecho un libro parlante, llamado Diccionario, y así se lo explicó a los demás:

—¿Tu sabes cuántas palabras hay en nuestro idioma?

—No —respondió Penélope.

—Cientos —dijo Pedro.

—Más bien miles —dijo Simón.

—Por ahí va la cosa —dijo Loro—. Doscientas mil, para ser exactos. Pues bien, la persona media usa las mismas palabras día tras día, hoy, mañana y pasado. ¿Y qué creéis que les pasa a todas las palabras que no se usan?

—¿Qué les pasa? —preguntó Penélope, con los ojos como platos.

—Pues que si no las cuidamos y les permitimos hacer ejercicio, se desvanecen y acaban por desaparecer, las pobrecitas —dijo Loro—. En eso consiste mi trabajo. Una vez al año tengo que ponerme a recitar el Diccionario, para garantizar que todas las palabras hagan el ejercicio imprescindible. Pero en el transcurso del año procuro utilizar todas las que pueda, porque en realidad las pobrecillas no tienen suficiente con una sola salida anual. ¡Se aburren tanto, ahí sentaditas entre las páginas!

Tenemos decenas de documentos literarios para probar que las palabras están vivas, pero si eso no basta, también hay informaciones periodísticas que lo acreditan. Una de ellas data de 1924. Ese año la RAE actualizó el diccionario y uno de los mejores reporteros de este país, Manuel Chaves Nogales, escribió un artículo infalible sobre las “intimidades y aspectos pintorescos de la Academia y los académicos”. 

Y ahí dedicó un buen par de párrafos a “La palabra viva”. Chaves Nogales llamaba a los nuevos vocablos “células vivas del idioma”. Decía que los neologismos nacían un poco dubitativos, pero a medida que la gente los decía y los escribía, se iban soltando de piernas y brazos, hasta convertirse en términos con plena vigencia y vitalidad. 

Chaves Nogales también hablaba de lo espinoso que es para los académicos cincelar una definición. Porque, cuanto más viva está una palabra, cuanto más juega en la boca de la gente, más se aleja su significado de las líneas del diccionario. ¡Ahí el poderío de la calle frente a la Academia! 

“Es la palabra vulgar de numerosas acepciones la que toma en cada labio un matiz, la que se resiste siempre a la exacta definición de su significado. Es la palabra viva”. Viva, escribió Chaves Nogales, con viveza. “Y con ella no puede ni podrá la perseverancia académica”.

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