¿Está en peligro la monarquía?
Decía días atrás el presidente Sánchez que la monarquía, pese a todas las turbulencias que la sacuden, “no está en peligro”. Si se echa un vistazo al escenario político, tiene razón: mucho tendrían que cambiar las tornas para que se conformen en el Parlamento las mayorías necesarias que permitan suprimir por vías constitucionales la monarquía y para que su decisión sea avalada en referéndum. Ni siquiera existe la posibilidad de que se convoque una consulta popular sobre la Corona, porque una iniciativa de este tipo solo podría partir del Parlamento. Por lo demás, resulta impensable que los antimonárquicos, por muy cargados de razones que se sientan, intenten emular la hazaña del acorazado Potemkin para cambiar el modelo de Estado.
Ahora bien, que un presidente se sienta compelido a proclamar que la monarquía no está en peligro invita a preguntar si, en el fondo, lo está. O si lo puede estar en un futuro no tan lejano. La respuesta va a depender en gran medida de la capacidad de persuasión de los defensores de la Corona y, sobre todo, de la forma en que Felipe VI oriente su incipiente reinado y haga aceptable para el conjunto de los españoles una institución que suscita el rechazo o, en el mejor de los casos, la indiferencia en una parte nada desdeñable de la población. La última vez que el CIS preguntó por la valoración de la monarquía fue en abril de 2015, cuando Felipe VI llevaba nueve meses en el trono. Suspendió con una nota de 4,3. Desde entonces la pregunta no volvió a aparecer en el barómetro. Una encuesta encargada por 16 medios independientes, publicada en octubre pasado, muestra que, en una hipotética consulta, un 40,9% votaría por la república y un 34,9% por la monarquía. La balanza la inclinarían los indecisos.
Hay que decir que los defensores de la Corona no están cumpliendo con habilidad su tarea. Su argumento más socorrido consiste en repetir machaconamente que la abolición de la monarquía sumiría a España en el caos. El siguiente diálogo entre los exministros José Bono, del PSOE, y José Luis García-Margallo, del PP, en un reciente episodio de Salvados, lo ilustra a la perfección: “¿Es mejor una monarquía parlamentaria como la que tenemos con don Felipe VI o es mejor una república apadrinada por Podemos, Bildu, Esquerra Republicana y demás compañeros?”, dice Margallo. A lo que Bono replica: “También me imagino una república presidida por Aznar y me da miedo”. Este es el nivel de los defensores sensatos de la Corona. Hay otros que proponen fusilar a 26 millones de hijos de puta para lograr la unidad de España y afianzar la monarquía.
Cualquier becario en mercadotecnia sabe que defender algo no por su valor, sino por la descalificación de otras opciones, es la peor manera de vender un producto. La estrategia de sembrar miedo frente a lo incierto puede funcionar en determinadas coyunturas, pero termina por no colar. Por lo demás, el primer rey que ha tenido España en democracia no es precisamente el mejor ejemplo sobre las bondades de la monarquía. Y no porque al final de su trayectoria hubiese cometido algunas travesuras, como intentan minimizar algunos: sus andanzas comenzaron mucho antes, pero la complicidad mediática y política de que disfrutó durante años permitió sepultar hasta casi el final de reinado las informaciones esporádicas que lo relacionaban con hechos de corrupción.
Quién lo diría: quizá nadie haya hecho un mayor esfuerzo por dar una legitimidad intelectual a la monarquía que José Luis Rodríguez Zapatero, quien, nada más llegar a la Moncloa, hizo saber que uno de sus referentes políticos era el filósofo irlandés Philip Pettit. Autor del influyente ensayo Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno, Pettit planteaba un concepto novedoso de republicanismo, basado en la libertad para la no-dominación, que era compatible con la monarquía constitucional. Entusiasmado con las puertas que dicha propuesta abría en España, Zapatero identificó su mandato con el “republicanismo ciudadano” y llegó a proclamar que Juan Carlos I era “un rey bastante republicano”, lo que provocó críticas y burlas desde la derecha y la izquierda.
Aquel intento bienintencionado, aunque quizá superficial, por conciliar republicanismo y monarquía quedó en el desván de la historia. Hoy estamos en otro escenario. El bipartidismo protector ha saltado por los aires. Los españoles están golpeados por dos crisis económicas consecutivas, y muchos tienen problemas para llegar a fin de mes. Los jóvenes, casi la mitad en el paro, han perdido confianza en las instituciones. En este angustioso torbellino, el cuestionamiento a la Corona no hace más que crecer, y cometen un error quienes atribuyen el problema a las pulsiones destructoras de la “paleo-izquierda”, como la etiquetó con desdén un columnista. Son muchos los ciudadanos molestos con las desvergüenzas fiscales del rey emérito, con la forma en que la Zarzuela está manejando el asunto, con la actuación más que polémica de la Agencia Tributaria y la Fiscalía, y con el silencio de Palacio sobre las cartas que militares retirados enviaron a Felipe VI cuestionando la legitimidad del “Gobierno socialcomunista apoyado por filoetarras e independentistas”.
A estas alturas, el relato de que Juan Carlos I regaló la democracia a los españoles y que estos no sabrían convivir en paz sin la tutela del rey-padre ha quedado obsoleto, por mucho empeño que le pongan los encanecidos guardianes del ‘pacto constitucional del 78’. En vez de seguir contando batallitas, algunas de las cuales merecen sin duda el reconocimiento de la historia, deberían esmerarse por adaptar la monarquía a los tiempos presentes, proponiendo los cambios constitucionales y legales que fuera menester. Es hora, por ejemplo, de precisar con más nitidez el lugar de la Corona en el engranaje institucional, de modo que no siga en una especie de limbo ajeno a todo control. O de dejar bien claro en la Constitución –sorprende que haga falta- que la inviolabilidad del monarca se limita a los actos propios de su función y no cobija desafueros como los que cometió el anterior monarca. A su vez, Felipe VI debe sacudirse los intentos de apropiación de la Corona por parte de la derecha y buscar activamente la forma de que el mayor número posible de ciudadanos se sienta, si no entusiasmado, al menos cómodo, bajo la monarquía parlamentaria. De lo contrario, será cada vez más frecuente que un presidente se vea en la necesidad de afirmar que la Corona no está en peligro.
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