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El modelo de empresa

Economistas Sin Fronteras

José Ángel Moreno —

Como ponía de manifiesto Ramiro Feijoo en el artículo del que éste es continuación, hay un amplio consenso en que la tendencia al decrecimiento o al estancamiento de la tasa de productividad es un problema fundamental en las economías de mercado avanzadas. Un problema que -con altibajos- se arrastra generalizadamente en estas economías desde la década de 1970. Es ése el momento en el que empiezan a implantarse extensivamente las políticas de inspiración neoliberal (reducción de costes del Estado de Bienestar, freno salarial, reducción del poder sindical, liberalización y desregulación de la economía...): precisamente, entre otros objetivos, para tratar de superar esa tendencia.

No obstante, cabe plantearse -como lo ha hecho recientemente C. Dillow- si no habrá sido un remedio peor que la enfermedad: porque, en efecto, son cada vez mayores los indicios de que el bajo tono de la productividad lo han motivado en buena medida las políticas neoliberales que -con mayor o menor intensidad- desde entonces vienen dominando en el panorama de las economías avanzadas. Ramiro Feijóo ponía de relieve en el artículo mencionado una causa esencial: los efectos sobre la productividad provocados por el paro y el deterioro de las condiciones laborales que dichas políticas han impulsado. Pero no es la única. No es insensato suponer que ha influido poderosamente también el modelo de gobierno empresarial y el propio modelo de empresa que el neoliberalismo ha propiciado -y que constituye uno de sus pilares centrales-. Si así fuera, estaríamos realmente ante un fenómeno no poco paradójico: es el sistema ideológico que ha pretendido reorganizar la actividad económica en torno a un modelo de empresa pretendidamente óptimo en términos de eficiencia y de productividad el que está en la base de la pertinaz hipotonía de esta última variable, esencial para el crecimiento y el desarrollo económicos. Veámoslo con un poco de detenimiento.

Uno de los elementos centrales de la doctrina económica del neoliberalismo es, en efecto, el modelo de empresa que postula. Un modelo en el que la empresa es, ante todo, una sociedad mercantil: una asociación de capitales sociales. Una sociedad, por tanto, en la que los agentes esenciales y por ello dominantes son los aportadores de esos capitales: los accionistas. Va de sí, en consecuencia, que el gobierno de la empresa debe estar en manos única y exclusivamente de ellos. Un sistema de gobierno basado en la soberanía de los accionistas, que constituye el modelo presuntamente óptimo no sólo para ellos, sino para todos los colectivos afectados por la actividad empresarial y, en definitiva -según la teoría en que se fundamenta-, para el conjunto de la sociedad, y que entiende que la empresa debe aspirar solamente a un único objetivo: la maximización del beneficio para los accionistas. Los restantes efectos positivos para todos -dice la teología económica neoliberal- se darán por añadidura.

El problema es que la evidencia empírica no respalda en absoluto ese panorama. Más bien, apunta a lo contrario: a que ese modelo de empresa conduce a un estilo de gestión que produce serias disfunciones tanto a nivel de la propia empresa como en el conjunto de la economía. Al margen del endurecimiento radical de las condiciones laborales que este modelo ha impulsado (y sobre las que giraba el artículo de Ramiro Feijóo), algunas de las más claras -y más contrastadas en la realidad- son las siguientes:

1. Una presión constante hacia la persecución de beneficios extraordinarios inmediatos -porque la maximización del valor de la acción sólo se puede conseguir superando permanentemente la rentabilidad media del mercado- y un paralelo sesgo cortoplacista, que ha conducido frecuentemente a penalizar decisiones e inversiones que sólo producen resultados en horizontes dilatados, contribuyendo a debilitar a la propia empresa a largo plazo.

2. Intensificación del apalancamiento: porque una de las vías más utilizadas para maximizar la rentabilidad a corto plazo ha sido el incremento del endeudamiento y la reducción de los fondos propios, lo que ha incentivado una tendencia también constante a la reducción de la base de capital productivo y de la inversión -los datos de J. Montier son demoledores-, debilitándose la capacidad de resistencia de la empresa frente a circunstancias negativas y su potencial de crecimiento (y de supervivencia) a largo plazo

3. Incremento tendencial del peso de los dividendos en el conjunto del beneficio -ver también datos de Montier-, en detrimento de la retribución de los trabajadores, de la capitalización de la empresa y de la parte destinada a la inversión, lo que ha contribuido adicionalmente a debilitar el potencial productivo de la empresa.

4. Un modelo de gobierno que -para conseguir sus objetivos- ha pretendido alinear los intereses de los directivos con los de los accionistas a través de un incremento frecuentemente desmesurado de la retribución variable de aquéllos, condicionada a la consecución de los máximos beneficios y valor de la acción posibles. Algo que ha contribuido poderosamente a la implantación de sistemas de gestión desequilibradamente cortoplacistas, arriesgados y en muchos casos muy poco ortodoxos -cuando no fraudulentos- para fortalecer artificialmente los beneficios y el valor accionarial, pero a costa de debilitar crecientemente la fortaleza y la sostenibilidad económica de la empresa a largo plazo. Cortoplacismo coherente, por otra parte, con el sustancial acortamiento que se está produciendo en los mandatos de los altos directivos -como resulta particularmente evidente en las grandes empresas de EE.UU.-, que parece inducirles a la búsqueda de la máxima extracción de riqueza personal en el menor tiempo posible.

Se trata de tendencias propiciadas intensamente por la profundización de la dependencia de la gran empresa respecto de los mercados financieros -y muy especialmente de agentes tan fuertemente cortoplacistas como los cada vez más importantes inversores institucionales-, que condicionan crecientemente las estrategias empresariales y que se benefician claramente de esas tendencias. Tendencias que configuran -como pusieron de relieve hace ya años Lazonick y O´Sullivan- una reorientación radical -y notablemente perversa- de la gestión empresarial en la era del neoliberalismo: desde el criterio tradicional basado en la reinversión del beneficio y el crecimiento del potencial productivo hasta el principio rector -característico de la empresa neoliberal modélica- de distribución máxima del beneficio para favorecer el precio de las acciones.

¿Y cómo afecta todo esto a la productividad? Parece bastante claro. Se trata de tendencias todas que contribuyen a justificar -como intuye Dillow en el artículo citado al principio- algunas de las causas que explican la tendencia depresiva general de la tasa de productividad. Porque, en efecto, fenómenos como el horizonte desmedidamente cortoplacista, la tendencia a reducir todo lo posible los fondos propios y la prioridad cada vez mayor al crecimiento de los dividendos no pueden sino alimentar las pulsiones depresivas en la inversión y el consiguiente freno en la aplicación de la innovación tecnológica en la práctica productiva de muchas empresas (a lo que contribuye no poco el abaratamiento relativo de los salarios, que desincentiva la inversión y la innovación). Y es difícil negar que todo ello redunde en efectos negativos sobre la productividad. Como lo es también cuestionar que la desmotivación que inevitablemente produce en muchos trabajadores el empeoramiento continuo de las condiciones y de los derechos laborales, la desenfrenada cuantía de las retribuciones de los altos directivos y el abismal ensanchamiento de las desigualdades son realidades que ejercen consecuencias asimismo nocivas en la productividad. Y que incluso -como han destacado ya varios trabajos académicos- pueden estar siendo perjudiciales para ella la sensación de confort con las condiciones existentes en la empresa, los correspondientes desincentivos para la creatividad y el cambio y la minusvaloración de los comportamientos éticos y cooperativos que pueden estar produciendo en las cúpulas directivas de las grandes empresas las altas retribuciones y su poderosa vinculación con la gestión predominantemente financiera y con los resultados a corto plazo.

No debería descartarse, en consecuencia, que buena parte de las presiones depresivas sobre la productividad pueden tener su razón de ser, precisamente, en el modelo de empresa que ha propiciado el neoliberalismo: pretendidamente orientado a intensificar la productividad al máximo posible, liberando presuntamente su expansión de las trabas que suponen la regulación pública y la mediación sindical en la actividad empresarial, pero que en la realidad -pese a lo que proclama- no prioriza la solidez productiva y la competitividad, sino el incremento rápido del valor accionarial, para favorecer la materialización inmediata de plusvalías.

Un modelo de empresa que, aparte de las muy negativas consecuencias sociales, ambientales y macroeconómicas que genera, está atentando además contra la propia capacidad de crecimiento y de sostenibilidad de las empresas que más rigurosamente se han acomodado a él. Cuando se aprecia que, para más inri, no ha servido siquiera para maximizar a largo plazo los retornos para los accionistas estables, no parece exagerado que -recordando de nuevo a Montier- se le haya podido considerar “la peor idea del mundo”.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.

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