El señor Lobo del procés
A cada problema, una solución. El juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena se ha convertido en los nueve meses en los que se ha desarrollado la instrucción judicial contra el independentismo catalán en el señor Lobo de la Justicia española frente al desafío de los soberanistas. Como el personaje de Tarantino en Pulp Fiction, el magistrado ha tenido que echar mano de maniobras jurídicas que sus defensores, que son mayoría en la Sala Segunda del Supremo, califican de “audaces e imaginativas” y que las defensas definen como poco ortodoxas, cuando no de prevaricadoras, torticeras o ilegales.
La decisión de cerrar para juicio la causa contra los 18 dirigentes independentistas que, como el líder de Esquerra, Oriol Junqueras, tuvieron el valor de no marcharse tras la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) que promovieron en el Parlament, ha coincidido con la decisión de Alemania de entregar a Carles Puigdemont únicamente por el delito de malversación de caudales públicos.
La jugada del Tribunal de Schlesweig-Holstein, que solo puede interpretarse como un rotundo éxito de las defensas que supieron ver que en el corazón de Europa no se aceptaría la tesis de que el 1-O constituyó una rebelión violenta contra el Estado español, obliga a Llarena a ponerse de nuevo el traje de señor Lobo contra el independentismo. Aunque su decisión no se conocerá hasta la próxima semana, todo apunta a que el juez volverá a tirar de derecho creativo, a retorcerlo según sus detractores, para retirar la euroorden contra Puigdemont, al menos, hasta que se celebre el juicio contra sus compañeros de aventura, y condenarle a no poder volver a Catalunya sin riesgo de ser detenido. El señor Lobo del procés ya echó mano de esta maniobra el 5 de diciembre del año pasado, cuando el temor a que Bélgica no entregara a los exconsellers por los delitos por los que les reclamaba le llevó a dar un paso atrás y retirar las peticiones de entrega. Si lo hizo una vez, podría hacerlo dos.
Las otras alternativas que se barajan plantean, según se opina en el Supremo, más inconvenientes que ventajas. Celebrar un juicio a dos velocidades pone en riesgo toda la instrucción porque el tribunal difícilmente podrá sostener jurídicamente que el antiguo jefe del Gobierno catalán sea condenado a un simple delito contra el patrimonio y los que eran sus subordinados a un alzamiento violento contra el Estado, que conllevaría, sin el concurso armas, penas de hasta 30 años de cárcel. Puigdemont podría ser condenado a un máximo de 12 años por una malversación agravada, que flaquea desde todos los puntos de vista y que, además, se derivaría de un proceso político que, según Alemania, no constituye un delito de rebelión ni de sedición ni de desórdenes públicos.
El tercer escenario, el de acudir al Tribunal de Luxemburgo planteando una cuestión prejudicial en la que España tendría que defender que Alemania se ha extralimitado al entrar en el fondo de la cuestión y dictaminar que no hubo violencia en el proceso independentista catalán, supondría poner en tela de juicio todo el sistema europeo de cooperación judicial y entablar una batalla diplomática que no parece entusiasmar al Gobierno socialista, toda vez que Pedro Sánchez dejó claro tras conocer la decisión que “lo importante es que Puigdemont sea juzgado en España”.
La causa especial 20.907/2017 contra los independentistas catalanes no solo es especial por el nombre sino porque en el Supremo se entendió desde el primer momento con la óptica de la razón de Estado y a partir de la convicción de que el régimen democrático de 1978 estuvo en peligro y tenía que hacer frente, como dejaron por escrito los tres magistrados de la Sala de Apelaciones que revisan los autos de Llarena, a 'un golpe de Estado' asimilable al que Franco dio en 1936 o al que Tejero intentó perpetrar, asaltando el Congreso a punta de pistola, el 23-F de 1981.
Por eso, la Justicia española se ha tenido que valer de un señor Lobo que ha colocado al Parlament en una situación inédita, al obligarle a suspender temporalmente a los seis diputados procesados por rebelión, con la posibilidad de incurrir en un delito de desobediencia si no se ejecuta, y aún a riesgo de que una hipotética absolución obligara a arrebatar el acta a los sustitutos para devolvérsela a sus legítimos propietarios.
El mismo señor Lobo que acuñó la “incapacidad legal prolongada” de los encarcelados para evitar que pudieran salir de la cárcel y acudir a las fallidas sesiones de investidura de Puigdemont, Sànchez y Turull, con el argumento de que durante sus traslados podrían producirse “graves enfrentamientos ciudadanos” y episodios de “violencia y tumulto”. El juez que se negó a la petición de la Fiscalía de ordenar la detención del expresident cuando se encontraba en Dinamarca argumentando que intentaba provocarla, y que llegó a devolverle un escrito advirtiéndole de que no aceptaría su personación hasta que no se pusiera a disposición del tribunal.
La actuación de Llarena, que ha tenido que encarnar la vía dura con la que el Supremo ha enfocado la causa contra el independentismo catalán, el papel del señor Lobo que soluciona problemas, probablemente acabará siendo examinada por el Tribunal de Estrasburgo. Solo entonces podrá valorarse con todos los elementos de juicio si ha sido un juez justo o si se dejó guiar por criterios políticos y podría haber tenido algún gesto de generosidad con los encausados, más allá de perdonarles 54 céntimos de la fianza de más de dos millones que han tenido que aportar para cubrir el gasto público del 1 de octubre.