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El tiempo también pinta a la familia real

"La familia de Juan Carlos I" se incorpora a la historia del retrato real con el cuadro de Antonio López

Miguel Roig

Al ver el retrato de la familia real que pintó Antonio López surge lo obvio, el lugar común de relacionarlo con el de Dorian Gray porque el paso del tiempo y el espacio moral en el que se sitúa provocan el vínculo.

En la perspectiva del cuadro, el rey Juan Carlos ocupa una centralidad menguante ya que está por detrás de la línea de exposición de los demás personajes, con una expresión en la que muchos ven gravedad pero también hay cierto pasmo en esos labios despegados, los mismos de los que no hace mucho salieron unas disculpas en un mensaje tan breve como un twitter. El pintor declaró que al ocupar Juan Carlos I el centro del retrato pretendía reflejarlo como protector aludiendo a la pintura bizantina, pero en el lienzo parece protegerse a sí mismo, evitar el retroceso en el que arrastra a la infanta Elena quien, con un gesto resignado, parece aceptar esa fatalidad. La reina Sofía flota, fiel a su destino, flota en el mar de la Transición en tanto que, a la izquierda del grupo, la infanta Cristina, se despega levemente y así como se muestra reacia a renunciar a sus derechos dinásticos se diría que tampoco desea separarse del conjunto. El príncipe Felipe, hoy monarca, ya se ha ido lejos de su familia y a la derecha del lienzo su figura se proyecta con firmeza y aunque la reina Letizia sea la gran ausente en esta obra, ella está allí, ocupando el espacio vacío que todos le ceden.

Cambiando de perspectiva y de escenario, en las imágenes que han circulado del taller del artista no es el cuadro precisamente lo que llama la atención sino las fotografías de tamaño natural de los personajes que López usó para el trabajo. Sobre la pared se ven las fotos de los integrantes de la familia y no se escapa al observador el hecho de que, como un presagio, la infanta Cristina está a la derecha –al contrario que en el cuadro final– montada sobre dos varillas de madera para facilitar su movilidad. La imagen parece una composición de Richard Avedon, similar a la de la serie en la que retrata a la familia de Allen Ginsberg o a los integrantes de la Factory de Andy Warhol. ¿Por qué no utilizó esas fotos Antonio López para intervenir en ellas a la manera de Warhol? ¿Por qué no las forzó con color y las reprodujo una y mil veces como repiten las revistas del corazón las imágenes de la familia real? He allí, en esa prensa, en el reality show, el relato de la familia real que ganó cuerpo cuando se diluyó el original, el que el rey Juan Carlos elaboró en la noche del 23-F y fue su capital simbólico hasta el fatídico disparo en Botsuana y los posteriores 140 caracteres de disculpa.

Pero así como el Guernica debía permanecer en el Prado y el destino político lo envió al exilio en el Reina Sofía , este retrato tiene toda la vocación necesaria para entrar algún día en el museo de Velázquez y Goya: nunca lo conseguiría por la vía Warhol.

Allí, precisamente, en el Prado, la reina Isabel de Inglaterra –cuyo retrato sí abordó Warhol–, hizo una visita a finales de 1988. Lo cuenta en sus memorias Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura, que acompañó al cortejo oficial. Acababan de inaugurar una exposición de pintura inglesa que incluía obras de Gainsborough, Constable y Turner. Cuando se detuvieron y frente a Las Meninas de Velázquez, la reina Isabel murmuró algo para sí misma y Semprún, inquieto, cuenta que detectó cierto enfado en ese gesto. Acto seguido, Isabel habló en alto y preguntó al director del Prado si el cuadro de Las Meninas había sido restaurado recientemente. Este le contestó que el cuadro había sido limpiado y no restaurado; solamente se le había devuelto esplendor a los colores originales, ensombrecidos por el paso del tiempo. Isabel II no conforme con la explicación quiso saber si se había tocado la tela, si se había intervenido la materia. El director del Prado improvisó un argumento lo más claro posible y la reina, según Semprún, lo interrumpió “estremecida de contenida indignación”, y exclamó: “¿Por qué? ¿Por qué cada vez que se toca uno de mis gainsboroughs se deshace en pedazos y pueden tratarse impunemente las telas de vuestros velázquez?

He aquí la inquietud real de la monarquía: el tratamiento del paso del tiempo. Su ambición de perdurar. Como en la figura borgeana, la monarquía se asume a sí misma eterna como el agua y el aire y es precisamente el aire uno de los elementos, junto con la luz, que corrompen la pintura.

Finalmente, aquel cortejo terminó su periplo por el Museo del Prado en la sala donde se exhibe La familia de Carlos IV. La reina Isabel seguía sin atender las obras, en este caso la de Goya que tenía ante sí y seguía sumida en el problema de sus gainsboroughs. Es decir, en el problema de la monarquía.

Hay muchos Goyas en los doscientos años de existencia de su pintura, en la memoria que ha acumulado desde el momento en que comienza a trabajar. Teófilo Gautier se fascinó con el Goya romántico, también hay un Goya marxista que ha visto el escritor inglés Alan Woods e incluso, según André Malraux, un Goya existencialista. Y está el Goya surrealista dando rienda suelta a todas sus pesadillas que se puede ver en las salas donde se exhibe la pintura negra realizada en su casa de Carabanchel, conocida popularmente como La Quinta del Sordo. Pero a la reina Isabel no le enseñaron ese último Goya, el que retrató a Fernando VII, el que afirmó que “el tiempo también pinta”. Nada como la monarquía para entender esto.

 

 

 

 

 

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