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Vuelve a ser bicho

Hoguera de san Juan / Foto: Arnaldo Gutiérrez

Gabriela Wiener

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El otro día asistí a un ritual de temazcal, esa sauna mística de la tradición amerindia que va desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Puedo decir que es lo más parecido a ser un adulto sumergido en líquido amniótico, a trepar una montaña con el estómago vacío, a estar a oscuras en tu habitación de niña, a ser enterrado vivo, como hornearse a fuego lento en el vientre de una madre desconocida. En el jardín de una casa cualquiera este esqueleto de troncos en forma de iglú del desierto cubierto con pieles de búfalos blancos o mantas andinas nos acoge.

Del nahua: temaz=vapor, calli=casa, al temazcal se le conoce como la “cabaña de sudor” y es un baño de purificación indígena, una sauna sagrada de propiedades terapéuticas, físicas, psicológicas y espirituales, heredada de las antiguas culturas meso americanas. Por eso nos movemos en el terreno con sacralidad, casi de puntillas. Nos hemos quitados los pendientes y cualquier metal que pueda recalentarse a las altas temperaturas de la cabaña. Entre los compañeros se encuentran dos niños de dos y cinco años, es el cumpleaños del primero y a él está dedicado el rito. Somos unos quince desconocidos que sonríen entre sí y ahora nos introducimos a gatas por el pequeño arco que lleva a la oscuridad. “Ajó- metaquasi”, “entro con todas mis relaciones, las de esta vida y la otra”, es el conjuro que repetiremos toda la noche.

“Bienvenidos a la puerta de Este”, dice la oficiante e invita a pasar a los “abuelos”. Los abuelos son las piedras míticas que ingresan a la fogata del interior luego de haber permanecido varias horas en un horno cavado en la tierra que arde a altísimas temperaturas. Cada vez que se abre una nueva puerta simbólica, se arrojan distintas plantas y poderes: se pide permiso para entrar con el cedro, se echa copal para la memoria y agua para sanar. Así limpia el fuego. Estamos apretadas, terriblemente sofocadas y en la oscuridad absoluta. Los cantos son tristes como algunas palabras. Los niños lloran y pide: “Quiero salir mamá, enciende la luz, quiero leche”. Me desgarran sus voces, por un momento pienso que sus padres son unos desalmados por dejar que estén ahí y quiero matarles. Estoy en tal estado de trance que siento que esos llantos infantiles son míos y que han viajado en el tiempo para decirme cosas sobre antiguas tristezas.

La maestra de la ceremonia nos dice que es porque estamos abriendo la puerta de la memoria. Sobre las piedras ardientes se vierte agua y el vapor nos envuelve fantasmal. Todo lo que ella dice va directo al corazón, al entendimiento, como curando el alma de aquello que nos hace sufrir íntimamente, que solo una sabe y que sin embargo, en ese espacio recibe la ternura y el consuelo que necesita.

El niño más pequeño ha dejado de pedir leche y se ha tomado el jugo de sandía que es lo que hay. Su hermano mayor escucha atentamente historias sobre el fuego y luego lanza hojas sobre las piedras que se encienden en el aire como estrellas diminutas antes de hacerse cenizas. Me siento culpable de haber dudado del amor de sus padres que les están enseñando algo sobre la resistencia y la comunidad.

Mientras los niños ya duermen profundamente abrazados a su mamá, las 12 piedras acumuladas en la tercera puerta producen la hipertermia, un estado febril que te lleva abruptamente al llanto, al desahogo y ahora los niños desesperados somos nosotros. Creo que voy a morir ahogada o que arderé viva. Me arrastro como un gusano por el suelo de la tienda buscando una rendija de aire que respirar entre la hierba y las raíces. Lo consigo.

Me doy cuenta de que volvimos a ser criaturas primitivas o, mejor dicho, seres sin tiempo. Por fin alguien me hace llegar el jugo frío de sandía. Bebo devocionalmente. Parece que nuestra mamá nos ha devuelto como nuevas criaturas, tiernamente húmedas, calientes y llorosas. Y salgo al aire libre sintiéndome agradecida de que lo poco sea mucho, de tener tanto, de que tanto sea tan poco, de recuperar aire, agua, luz de luna.

Ahora que hablamos del calentamiento global y de perderlo todo, pienso que la clave está en volver a ser gusano, bicho humilde a la altura de la tierra. En la cabaña de calor se vuelve escribir la metáfora perdida de nuestra olvidada y amorosa relación con el planeta.

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