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La cultura del esfuerzo
Impecable. Petronio siglo XXI. Traje clásico (mono de trabajo Armani o Dutti) de dos piezas azul cobalto, corbata a juego con nudo Balthus, camisa a rayas de cuello italiano y puños abotonados, gafas Clark Kent, peinado de estilismo casual, cutis expertamente exfoliado, cuidadas manos con manicura a domicilio, uñas pulidas y pose de homilía dominical. Es la imagen de alguien que cobra alrededor de 400.000 euros anuales y cuyo trabajo consiste básicamente en oponerse a cualquier mejora laboral que beneficie a la mayoría de la ciudadanía española, una forma de ganarse el pan con el sudor de las frentes ajenas.
Ni es la primera vez que lo exige ni ha sido el primero en hacerlo. Nada original, ni moderno. Su idea ya aparece documentada en el Egipto de faraones y esclavos cuyo legado cultural permaneció inalterable hasta la caída del régimen feudal en la Edad Media y la aparición del individuo como sujeto susceptible de liberarse de los dioses y la nobleza. La cultura del esfuerzo es común a todas las culturas, desde la china hasta la maya, que han impuesto un modelo social basado en la dominación, la acumulación de riqueza y la desigualdad.
El capo de la patronal ha vuelto a reclamar la cultura del esfuerzo como solución a todos los problemas creados por quienes, como él, la banda de la CEOE y la de la CEPYME, viven a cuerpo de rey, como dios, a costa del esfuerzo del trabajador. La erosión cutánea, las manos arrugadas y agrietadas, las uñas astilladas, los estómagos mal atendidos, los insomnios, las precariedades vitales, la mala salud, los accidentes laborales y la ausencia de proyectos de vida se presentan como las consecuencias inevitables de la falta de esfuerzo por parte de quien sufre estos y otros males con que los dioses castigan a los seres humanos.
Campesinas, educadores, administrativas, taxistas, mecánicos, policías, médicas, albañiles, camareras, panaderos, limpiadoras, informáticos, ingenieras… nadie se esfuerza bastante, lo suficiente para vivir como el sufrido empresariado. Porque, a ver, no hay mayor esfuerzo que el exigido para especular o medrar en el erario público, algo al alcance de la mano para cualquiera. Si en España no hay 23 o 25 millones de milmillonarios es porque no hay cultura del esfuerzo, porque el personal se conforma con 20.000 euros en lugar de 200.000.
Amén de Garamendi, hay numerosos ejemplos de emprendedores que, desde la nada, han alcanzado las más altas cotas del éxito y aparecen en el santoral de Forbes. Todos tienen en común cuadrillas de economistas, abogados y publicistas a su servicio para hacer más llevaderos los ímprobos esfuerzos y, de paso, ofrecer una imagen pública próxima a la de salvadores de la patria, a pesar de que un robusto pilar de su opulencia es el escaqueo a la hora de pagar impuestos mediante el esfuerzo conjunto con los ingenieros financieros.
Que nadie ponga en duda el denodado esfuerzo de los Roigs para disparar sus cuentas con la especulación alimentaria aprovechando crisis sanitarias, desastres naturales o subidas salariales en todos los sectores y poniendo como ejemplo de esfuerzo, y sumisión, al obrero chino. No es fácil, como tampoco lo debe ser para los Botines eliminar la libre competencia financiera para saquear a la clientela y especular a gusto con el derecho a la vivienda, por ejemplo. ¿Y qué decir de los Amancios y Florentinos? El éxito de los Ortegas se sostiene en un mercado insostenible y en la especulación inmobiliaria; el de los Pérez es el ejemplo de privatización de servicios públicos y del compadreo político como antesala de la corrupción que tanto daña a la patria que llevan en la pulsera y en la cartera.
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