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Granovetter y las listas musicales
Hace un par de años que soy socio de eldiario.es. Durante un tiempo disfruté leyéndolo como un niño con periódico nuevo. Hasta tal punto me gustó la cosa novedosa que descubrí que leer otros periódicos me llevaba a estadios de un cierto desasosiego, como de rechazo.
¡Dios mío! Me exclame a mí mismo. ¿Me habré vuelto comunista? O, aún peor, ¿He mudado a rojo-bolivariano-bolchevique, o sea, populista pero rojo? Cuando me da por utilizar tales formas verbales comprendo que debo detener aquello que esté haciendo en ese momento y analizar el contexto. De esta reflexión concluí que mi desasosiego venía por la habituación –cuando no adicción– al síndrome de la lista de música.
Me explico.
Elaboramos listas de música exclusivamente con aquellas obras que nos gustan, las que nos llevan a un estado de bienestar conservador. Y digo conservador, porque escuchar la lista de música propia nos condena a no conocer otras alternativas que también podrían llegar a gustarnos, o cuando menos forzarnos a reflexionar sobre el disgusto que nos causan.
La misma lógica irracional subyace en la mayoría de las redes sociales. Oímos a aquellos que queremos escuchar, mientras permanecemos sordos a los demás. Cuando, por alguna razón generalmente ajena a nuestra voluntad, una opinión o dato discrepante con nuestra imagen del mundo traspasa la muralla que nos hemos construido, y nos vemos obligados a escucharla, reaccionamos con la agresividad tan natural como irracional de quien ve su mundo amenazado.
¿Suena a sociología barata? Cierto. Pero existe una evidencia empírica. Fíjense en que incluso hemos inventado una palabra para ello: hater. Un anglicismo, que suena guay, mientras que odiador (recogido por la RAE) suena a mediocre, a individuo incapaz de amar. Vaya, como un misántropo un tanto cabrón, si se me permite la expresión.
A estos odiadores los hemos construido un poco entre todos al ir destruyendo aquello tan querido por Granovetter de los enlaces débiles. Esta cita, que suena entre culta y académica, se refiere a algo en realidad muy sencillo: la obligación de aguantar educadamente a quien no piensa como nosotros. A tener que escuchar opiniones discrepantes sin ponernos como un trol en época de celo (asumiendo que los trols la tengan).
Y eso es precisamente lo que me conducía a las molestias que mencionaba al principio de este escrito: que falta debate en las opiniones del diario. Esos hermosos debates que de vez en cuando se publican en otros medios en el que un economista, jurista, activista, o lo que sea dice una cosa, y al poco le replica otro matizando o contrastando la visión de la cosa. O una página de opinión en la que puedan convivir gente que opina de un hecho todo lo contrario que el columnista que habita a su lado.
No me malinterpreten. Bebo, por poner un ejemplo, las opiniones de mi admirado Javier Pérez Royo con gran interés, pero de vez en cuando me gustaría también leer algún jurista que lo matice o contradiga sin tener que visitar el País o el ABC. Porque, digo yo, algún jurista discrepante habrá cuando el Tribunal Supremo se empeña en llevarle la contraria.
En resumidas cuentas, que tengan ustedes cuidado con las listas de música, porque luego van tres millones y pico de personas y votan al pasodoble, y les aseguro que no quisiera tener que escuchar esa música más allá de lo necesario.
Sean moderadamente buenos.
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