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La lucha por la vida que no cesa

Marta González Gómez, médica vasca de 29 años fue asesinada por el ejército salvadoreño / Euskal Memoria

María Fernanda González Gómez

Hermana de Marta —
24 de diciembre de 2020 18:45 h

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24 de diciembre de 1990, Nochebuena. Hace ya 30 años que Marta González Gómez, médica vasca de 29 años fue asesinada por el ejército salvadoreño en un día tradicional de tregua entre el ejército y la guerrilla salvadoreña, que aquel no respetó.

Marta trabajaba en El Salvador con la Asociación Salvadoreña Promotora de la Salud –ASPS-, apoyando las actividades sanitarias en las comunidades más pobres del país. Un país donde las desigualdades obligaban a posicionarse de uno u otro lado: o con los reprimidos o con los represores, o con los que viven en la miseria o con los que viven de la miseria ajena. Ella estuvo en el único lado en el que una persona decente debe estar: en el de la solidaridad y el respeto profundo por el ser humano. En ese mismo lado se posicionó también la Iglesia (la institucional y la de base), y tantos otros internacionalistas que han dejado (jamás diré perdido) su vida en ese hermoso y diminuto país.

Marta, después de meses de trabajo con ASPS, poco antes de la Navidad de 1990, y tras sufrir acoso policial continuado, se integró como médica al Farabundo Martí de Liberación Nacional, organización guerrillera arropada y acogida en las comunidades salvadoreñas. Con el fin de salvaguardar a la comunidad llamada Caserío Adelaida, en el Cantón del Salitre en Chalatenango, que celebraba la Navidad en hermandad con la guerrilla, un compañero, Gabriel, se apostó en los alrededores del pueblo. Marta estaba con él. No sospechaban que el ejército iba a romper la tregua en día tan especial y fueron sorprendidos, muriendo bajo el fuego de las metralletas. Murieron, pero salvaron al resto, a la población y a sus compañeros que, avisados por el ruido de los disparos, pudieron escapar huyendo por el monte.

Para siempre quedó su sangre derramada en tierra salvadoreña, impregnándola, haciendo crecer el árbol junto al que cayó, regando de amor verdadero, de solidaridad, un país que peleaba por la justicia, por el derecho de hombres y mujeres a vivir con dignidad y libertad.

Se dice, muy bien dicho, que los cementerios están llenos de valientes, y así es: pero también lo están los comedores populares, las escuelas, los puestos de salud, las cooperativas de mujeres, los niños que crecen mutilados, las urnas en las aldeas del último rincón del país, las vacunas. Sin hombres y mujeres valientes que lo den todo no hay futuro: sin hombres y mujeres valientes ni siquiera hay esperanza.

Marta era una mujer generosa (nunca he conocido a nadie igual) y muy alegre. Generosidad y alegría son inseparables; en su caso eran casi indistinguibles. Marta era valiente, porque valiente no es quien no tiene miedo, sino quien teniéndolo, se enfrenta a él y opta luchar por sus ideales y ser coherente, dándole a su vida un valor especial.

Marta supo tomar decisiones y debió ver con miedo llegar su final. En su última carta se despedía con preocupación porque hacía poco había muerto otra médica que colaboraba con la guerrilla a manos del ejército: Begoña García Arandigoia, a la que sustituyó, de la que tomó su alias, y con cuyo nombre murió desangrada, haciendo honores al sacrificio de tantas y tantos sanitarios que dieron su vida a cambio de la de los demás. Como ella misma escribió en su última carta a la familia: “Nos mueve algo tan humano, tan básico como la misma vida, y por eso merece la pena”.

Hoy es el día que quiero recordar a hombres y mujeres que han expuesto y exponen sus vidas, para salvar vidas, en las guerras por la dignidad. Y en las pandemias: lo vemos en los medios, lo hemos visto en nuestros hospitales; incluso sin equipos de protección personal eligen, -en todas partes del planeta están continuamente eligiendo- la vida, y saben que el riesgo merece la pena por la vida de una sola persona.

Han pasado 30 años y Marta, mi querida Marta, sigues viva en nuestros corazones: de nosotros, tu familia, y de los amigos que dejaste a ambos lados del Atlántico. Solo pronunciar tu nombre me hace trizas el corazón y las lágrimas se atropellan en mis mejillas. No es una metáfora. Dejaste una huella tan profunda en mí que cuando yo muera habrás muerto dos veces. Te mataron, pero sigues viva. No lo consiguieron. Como tampoco lo consiguieron con tantas otras y otros a lo largo de la historia de los pueblos, que entre esperanza y pobreza eligieron esperanza, eligieron justicia, eligieron igualdad, eligieron libertad. Yo te veo en tus sobrinas y sobrinos, saben quién fuiste, quién eres. Son y serán mujeres y hombres de una pieza, atentos a lo que ocurre a su alrededor, pendientes del sufrimiento ajeno, intolerantes con la intolerancia. En definitiva, gente importante; importante en el verdadero sentido de la palabra.

Marta, desgraciadamente hoy el mundo no es mejor que cuando te fuiste. Ahora, más que nunca, tenemos que preservar, reinventar y reforzar los valores que garantizar la vida en plenitud.

Marta, eres imprescindible a pesar de los 30 años que han pretendido sepultarte. Gracias por ser nuestro faro. Tus sueños son nuestra lucha.

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