Los argumentos sobre la disciplina de voto en los partidos suelen caer, me parece, en la indefinición con respecto al alcance de la indisciplina. Se formulan razones contra la disciplina excesiva, pero no queda claro cuánta es la óptima. Eso si es que no se impugna simplemente toda forma de disciplina de partido en la figura de sus casos extremos (como España), apartándose del hecho de que los casos menos exagerados pueden no padecer las mismas dolencias y sin embargo ser muy disciplinados.
Haciendo necesaria injusticia con el argumento de Lluis Orriols (en este blog) sobre los males de la disciplina de partido, lo resumo así: frente a la división de poderes, que se toma como la forma característica y prístina de limitación parlamentaria al poder ejecutivo, la democracia de partidos anula al parlamento y permite que el gobierno tenga demasiado poder. Esto se debe a que los partidos son oligárquicos (y a que el jefe de gobierno suele coincidir con el líder del partido).
Yo creo que existe una historia alternativa. La admiración por la separación de poderes se puede compartir, pero es un gusto minoritario. Esta fue la organización favorita de las monarquías constitucionales (pre-democráticas) –“el viejo sueño liberal”, que diría Orriols- y lo es para las repúblicas presidencialistas, que democratizaron las dos instancias, ejecutivo y legislativo, manteniéndolas separadas. Pero conviene recordar que la mayoría de las democracias europeas vienen de la tradición en la que el Parlamento logró el control del Gobierno, con el poder de nombrarlo y despedirlo (primero fue aprobar su presupuesto, y de ahí en adelante). La relación es simbiótica, pues el Gobierno también controla al Parlamento, disolviéndolo y convocando elecciones, en lo institucional, y ofreciendo puestos a los líderes de los partidos parlamentarios, en lo material. De separación de poderes nada de nada: fusión de poderes, y a mucha honra. Tal era el “secreto eficiente” del admirado parlamentarismo británico: por eso se vota al parlamento sabiendo que va a elegir a un gobierno, y los partidos se disciplinan espontáneamente en torno a ese fin, haciendo campaña con programas amplios. En mayor o menor medida, todas las democracias parlamentarias se han acercado a ese modelo. Con la excepción de Suiza, y la todavía más rara de Rusia, creo que no hay separación de poderes real en ninguna parte de Europa. Yo no me apuntaría.
Efectivamente, el vínculo partidista permite que las elecciones se planteen como competición por el gobierno, y por tanto en torno a unas políticas, en lugar de (o además de) en torno a unas personas, unos intereses locales, unas lealtades de grupo. ¿Es eso malo? Puede que se esté “agotando” como modelo, ahora que (dicen) hay mucho consenso en las políticas fundamentales. Y es cierto que limita mucho el poder del parlamento (“solo” tiene que apoyar al gobierno). Pero no sé yo, no me fío del pelo de algunos críticos.
¿Es la disciplina de partido una forma de oligarquización? A veces sí, a veces no. La disciplina de voto en Gran Bretaña alcanza el 99% con regularidad, es una de las más altas del mundo (hay casos como el de España, donde virtualmente es el 100%) y los partidos son algo bastante vivo (y el parlamento también). Las sombrías predicciones de Michels sobre el futuro de los partidos tienen ya cien años largos (1911), pero los partidos no nos han comido. Más bien, los partidos se han movido a veces en sentido contrario. El partido socialdemócrata alemán, que le servía de inspiración, estaba entonces a pocos años de romperse en tres partidos (comunista, socialdemócrata independiente y socialdemócrata), y en sus congresos ya se peleaban a tortas, en lugar de convertirse en una máquina de hierro. Ojalá, mira, ojalá. Michels puede que confundiera centralismo burocrático con disciplina. O igual es que los partidos se han vuelto menos burocráticos y jerárquicos, igual es que no importaba tanto, igual es que nunca lo fueron, igual es que hay contrapesos efectivos… Todo esto son cuestiones empíricas. Tal vez no se conoce la respuesta, pero tanta razón no podía tener, porque aquí estamos, y las hemos pasado moradas desde entonces, y los partidos (menos aún, su disciplina) no han sido precisamente el problema.
Ahora hablemos de grados. Excluida la separación de poderes ¿es mejor que haya más o menos autonomía del gobierno? Excluida la oligarquía, pero también el personalismo y el politiqueo ¿es mejor más o menos disciplina de voto?
Apenas es oportuno responder aquí, ni sé qué decir, pero venga un apunte. En una democracia parlamentaria estoy a favor de inventar cosas nuevas para que haya más y mejores debates. Pero no para este disparate de que voten en conciencia, sino para que las discusiones le sirvan a la gente para saber qué es lo que ventila en una ley. (¿Podemos imaginarnos a nuestros parlamentarios sin directrices, votando según su mejor juicio? Piénsese un minuto y respóndase ahora. ¿De verdad queremos?). Empecemos por tener mejor debate entre partidos, más y mejores foros… no hace falta que se vote por libre para eso (a lo mejor, a veces, pero me sigue pareciendo una pregunta empírica). Tal vez haga falta un procedimiento legislativo distinto, o un reglamento del congreso distinto, o unas comisiones distintas. No sé, pero seguro que no necesitamos postureo asambleario. En conciencia votan en la Capilla Sixtina, pero tienen prohibido dar explicaciones. Ay, los procedimientos. También estoy a favor de legislar para que los partidos debatan más: congresos regulares, transparencia absoluta de cuentas y procedimientos, limitación de los incentivos al peloteo, que no son las listas cerradas sino los cargos y contratos discrecionales… Una ley de contratos públicos decente, y medidas que dificulten colocar a la gente “de confianza” en (o contratar sus servicios desde) ayuntamientos, diputaciones, museos, oficinas jurídicas, gabinetes de prensa, agencias de promoción turística, agencias de igualdad, fundaciones y un larguísimo etc… eso haría mucho, mucho, por la democracia interna de los partidos. Qué culpa tendrá la disciplina de voto de todo eso.
Graduar la disciplina de voto, moderarla lo que se requiera para mejorar el funcionamiento de las instituciones, requiere no perder de vista que hablamos siempre de opciones entre lo bastante disciplinado y lo todavía más. Porque no conocemos otra cosa, salvo como patología. Sin disciplina de voto lo esperable de un parlamento no es un jardín de ideas y opiniones, sino un mentidero de mezquindades, una lonja de material perecedero.
CODA: Los igualmente amigos Pepe Fernández-Albertos y Víctor Lapuente tienen un argumento provocador (aquí) que se circunscribe a las democracias presidenciales: combinadas con partidos fuertes dan lugar, afirman, bien a parálisis (si no hay mayorías congruentes en el ejecutivo y el legislativo) bien a tiranías (si las hay). Concluyen así que es mejor disfrutar de partidos débiles, que permiten pactos transversales en el primer caso y contrapesar el poder ejecutivo en el segundo. De nuevo, no estoy seguro del alcance del argumento. ¿Cómo de débiles? Su ejemplo de inmovilismo, México, es un caso anómalo de disciplina extrema (un poco como España), motivada, según los entendidos, por la no reelección consecutiva de los parlamentarios. ¿Es Chile inmovilista? En términos de disciplina está bastante más cerca de México que de Brasil, que a su vez es un caso atípico dentro América Latina (está en el nivel de indisciplina de Estados Unidos). Y, con todo, quienes recomiendan partidos institucionalizados en América Latina, creo que se darían con un canto en los dientes si lograran partidos como los de Estados Unidos. Me parece que Fernández-Albertos y Lapuente tienen razón en indicar que el óptimo de cohesión es menos rígido que la máxima rigidez disciplinaria, pero no queda claro cuál es. Y hay mucho margen.
Tratemos a Madison también como a un amigo: vete a casa, estás fatal.