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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

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Reforma judicial: del pacto entre élites a la “conversación entre iguales”

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes entra al Palacio de Justicia, para asistir al acto de apertura del año judicial 2020/2021, en Madrid, 7 de septiembre de 2020.

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Quisiera aprovechar la oportunidad de este espacio para hacer algunos comentarios preliminares sobre la reforma judicial que se ha puesto en marcha en España, en este momento tan peculiar de nuestra historia*.

Presentaré, a continuación, tres comentarios iniciales en el área, dejando de lado la cuestión relativa a la oportunidad de la reforma, aunque se trate de un tema también digno de mención (y ello así porque: ¿qué es lo que justifica una reforma tan fundamental en materia de organización de las instituciones, en el marco de una situación tan crítica en materia sanitaria, y a la luz de las dificultades que dicha crisis ha derramado sobre otras esferas centrales de la vida pública, i.e., educación, vivienda?).

Acuerdo democrático

En primer lugar, señalaría que toda reforma, pero en particular aquellas que atañen a las “reglas del juego” constitucional, requiere estar asentada en el más amplio acuerdo democrático. Este principio básico, según entiendo, merece aplicarse tanto a los modos en que se lleve adelante la reforma del caso, como a la sustancia de la reforma que eventualmente resulte implementada. Y ello así, por la simple razón enunciada: es razonable que una medida de gobierno particular (i.e., un plan económico) responda a un momento y a una coyuntura específicas, y dependa por tanto de la voluntad circunstancialmente prevaleciente (por ello es que renovamos las legislaturas periódicamente); pero, por las mismas razones (su naturaleza y envergadura), las reformas de largo plazo (i.e., las relacionadas con las reglas de juego democráticas) deben resultar independientes de “cambios de ánimo” circunstanciales (por ello es que, para las reformas de largo alcance, como ocurre con la reforma aquí bajo examen, las normas vigentes exigen procesos más prolongados y mayorías más amplias).

Por todo lo dicho, resultan preocupantes tanto los procedimientos escogidos para llevar adelante las reformas (vía “una proposición de ley” en lugar de “un proyecto de ley”, eludiendo así la fiscalización del Consejo General del Poder Judicial, del Consejo de Estado y del Consejo Fiscal); como la orientación sustantiva que pretende dársele a la reforma (disminuir de modo drástico las exigentes mayorías actuales requeridas para la elección de los jueces -eliminando el requisito de 3/5, establecido bajo la razonable convicción de que designaciones tan importantes deben descansar sobre acuerdos democráticos lo más amplios posibles).

Erosión constitucional y presunciones de invalidez

El segundo punto que quisiera señalar combina un criterio hoy prevaleciente en la Ciencia Política, con ciertas consideraciones jurídicas de largo arraigo. El criterio al que me refiero tiene que ver con un “mal político” que las Ciencias Sociales vienen presentando, en decenas de libros y cientos de artículos, como distintivo de nuestro tiempo: la “erosión constitucional” (a la que el maestro Adam Przeworski se refiriera como el backsliding democrático). La “erosión constitucional” se referiría a los procesos de “desgaste desde adentro” sobre el sistema institucional y, en particular, sobre los mecanismos de controles internos sobre el gobierno. El fenómeno de “muerte súbita” de la democracia -típicamente, a través de golpes de estado- habría quedado como propio de décadas pasadas, y estaría siendo reemplazado, en la actualidad, por reiterados casos de “muerte lenta de la democracia” (para retomar la célebre frase de Guillermo O’Donnell), producidos, de modo habitual, a través de Ejecutivos poderosos, empeñados en eliminar, uno a uno, y de manera gradual, los principales controles institucionales a los que aparecían sujetos. Casos como los de Polonia, Hungría o Turquía ejemplificarían estas situaciones de “muerte lenta” (o “muerte a través de mil cortes”), en donde cada paso “erosivo” sobre la democracia tiene apariencia de legalidad, pero en donde el resultado al que se llega es uno de falta de legalidad o grave ilegalidad.

El fenómeno de la “erosión constitucional” radicaliza una preocupación bien arraigada dentro del derecho (y expresada, por ejemplo, en casos célebres dentro de la jurisprudencia norteamericana, como Carolene Products, de 1939). Me refiero a una preocupación procedimentalista (relacionada con los procedimientos de toma de decisiones democráticos), que tiende a expresarse en “sospechas” frente a las decisiones tomadas por el gobierno de turno en relación con las “reglas de juego”; “escrutinios estrictos”, en el examen de la validez constitucional de tales movidas; y “presunciones de invalidez” como primera aproximación frente a todo cambio en las reglas de juego que aparece sirviendo al “jugador dominante” (el gobierno de turno).

Este parámetro de análisis jurídico, que el jurista John Ely consagrara en su estudio Democracia y Desconfianza, ha venido ganando un amplio reconocimiento dentro de la comunidad académica (por ejemplo, el del conocido filósofo alemán Jurgen Habermas), a través del modo simple y bien fundado en que propone “dividir el trabajo” entre las distintas ramas del gobierno. La idea que dicho esquema propone es que la política democrática goce de amplios márgenes de acción en temas “sustantivos”, frente a los cuales los jueces deben ser, en principio, deferentes; a la vez que quede sujeta al control más estricto y fulminante cada vez que dicha política dominante pretenda cambiar -a su favor- los “procedimientos” del juego democrático que se está jugando.

En definitiva: existen buenas razones jurídicas para ser muy rigurosos en el examen de los cambios que se quieran implementar sobre las reglas del juego democrático, y mucho más -agregaría- en estos tiempos, caracterizados por los reiterados intentos de los gobiernos, por desarticular los controles constitucionales a que están o deberían estar sujetos.

Déficit de representatividad y crisis democrática

Finalmente, quisiera enmarcar los comentarios anteriores -comentarios que llaman a mirar con escepticismo y “sospecha jurídica” todo cambio en los procedimientos constitucionales que no se asiente en amplios acuerdos democráticos- en ciertas consideraciones más amplias, relacionadas con el tipo de crisis institucional que estamos atravesando. Según señalara en el punto anterior, la doctrina contemporánea ha identificado como “problema de época” al de la “erosión constitucional”, que nos refiere, conforme viéramos, a los reiterados movimientos de gobiernos de nuestro tiempo, destinados a desarticular, “desde adentro” el sistema de “frenos y contrapesos” propio de la mayoría de nuestros gobiernos. Coincido con dicha preocupación: se trata de un problema real, significativo, y muy extendido. Sin embargo, mi impresión es que nuestra época se enfrenta a un “drama” o “tragedia” todavía mayor, vinculada (no tanto con la crisis constitucional, sino) con la “crisis democrática.”

La crisis democrática a la que me refiero es la que se manifiesta en hechos que se advierten en las latitudes más diversas; en países de Occidente tanto como de Oriente; en sociedades más y menos desarrolladas: la “fatiga” ciudadana; el “desgaste” de nuestros sistemas representativos; el “cansancio” que muestra la población, frente a autoridades en las que no creen y gobiernos en los que no confían. Tales hechos sugieren que estamos en presencia, no de problemas coyunturales (la “mala suerte” de estar gobernados, todos y al mismo tiempo, por oficiales públicos incompetentes y corruptos), sino de factores estructurales, que han eclosionado en tiempos recientes, en forma de un generalizado “hastío político.”

Entiendo que son muchas las causas de lo que se ha dado en llamar “fatiga democrática”, pero aquí me concentraría sólo en una de ellas. Me refiero a la incapacidad estructural que muestran nuestras instituciones representativas -creadas para sociedades pequeñas, poco numerosas, divididas en pocos grupos, internamente homogéneos- para dar cuenta de la interminable diversidad de demandas propias de sociedades como las actuales -diversas, “multiculturales”, caracterizadas (al decir de John Rawls) por el “hecho del pluralismo”.

Para decirlo de un modo contundente: el viejo sueño de la “representación completa” murió, y murió definitivamente. Ese sueño (que venía de la Antigüedad, y se reflejaba en la idea de una “Constitución mixta” capaz de incorporar a “todos los órdenes” de la sociedad -el aristocrático, el democrático, el monárquico) ya no tiene razón de ser. Es inconcebible, en la actualidad, el ideal de integrar, constitucionalmente, a “grandes propietarios” y “pequeños propietarios”; deudores y acreedores; comerciantes y agricultores. Las sociedades presentes son infinitamente más diversas que las de hace siglos, y -a la vez- cada uno de los grupos en que nuestras sociedades se dividen, aparecen como fundamentalmente heterogéneos (de allí que ninguna “mujer” pueda representar al colectivo de las mujeres; ni ningún “trabajador” a todos los “trabajadores”; ni ningún “indígena”, en países con presencia indígena, vaya a ser capaz de representar al punto de vista de todos los grupos indígenas).

Más allá de los problemas propios de un “personal” político inatractivo, nos encontramos hoy con estructuras constitucionales preparadas para otra época, y destinadas a atender otros problemas. Hoy, nuestro “traje constitucional” aparece demasiado “estrecho”: absolutamente incapaz de recoger, de un modo medianamente aceptable, la infinita variedad social existente. Por eso, nuestro personal político se enfrenta con problemas de difícil resolución: representan a muy pocos, sólo de modo ocasional, y malamente.

Señalo esto último como modo de dar cuenta de la dimensión y el tipo de crítica que me interesa avanzar frente a la reforma judicial bajo examen. Y es que -conforme dijera- ninguna reforma se justifica si no se enmarca en un vasto acuerdo democrático. Pero -quisiera subrayar ahora- el tipo de acuerdo que creo que se necesita -y el que sugiero aquí- no es uno que se limita o concentra en un acuerdo bipartidista; ni tampoco el acuerdo que exige la Unión Europea, o parte de la oposición española, es decir, un acuerdo que abarque a la Comisión de Venecia, el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Estado y el Consejo Fiscal. Según entiendo, en el marco de la crisis de representación y crisis democrática que hoy padecemos, los acuerdos fundamentales deben ser acuerdos que sobre todo apelen, y tengan como protagonista, a la propia ciudadanía de España. Según entiendo, en España (tanto como en mi país, Argentina, sin dudas), los problemas actuales de la democracia constitucional, requieren menos de “acuerdos de cúpula” y pactos entre élites burocráticas, y mucho más (en cambio, y por fin) de una “conversación entre iguales”.

*Me refiero, por supuesto, a la propuesta del PSOE y de Unidas Podemos que permitiría que la mayoría absoluta del Parlamento pueda elegir a la mayoría de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

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