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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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¿Cómo repartir los beneficios de las nuevas tecnologías?

El director ejecutivo de Meta, Mark Zuckerberg, en una imagen de archivo.
26 de julio de 2023 22:20 h

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Las campañas electorales giran cada vez más en torno a los candidatos y candidatas y a algunos temas sobre los que las posiciones están muy polarizadas, como el género o la vivienda. Sin embargo, apenas se habla de los dos grandes temas que más marcarán nuestro futuro próximo: el cambio climático y el cambio tecnológico. Llama especialmente la atención que ningún partido político tenga propuestas claras y explícitas sobre cómo afrontar la llegada inminente de las tecnologías de inteligencia artificial dentro de la cuarta revolución industrial, ya en pleno curso. Cada vez existen más indicios de que esta nueva clase de tecnologías sustituirá a millones de trabajadores, y es poco claro en qué medida generará nuevos puestos de trabajo y en qué sectores serán.

¿Por qué no se habla de las implicaciones de la implantación de la inteligencia artificial en empresas o en la administración pública ni en los telediarios, ni en los mítines, ni en los debates electorales? El motivo principal es que existe un fuerte consenso sobre este tema: tanto para los partidos de izquierdas como para los de derechas, la digitalización es el principal motor del desarrollo económico y la modernización. Las nuevas tecnologías generan crecimiento económico y ese crecimiento nos beneficiará a todas. Ese es el discurso que hace décadas repiten hasta la extenuación las élites tecnológicas y muchos expertos. 

La intuición de que la tecnología ha permitido a lo largo de la historia mejorar los estándares de vida, ¿es cierta? En un libro reciente, titulado Power and Progress, los prestigiosos economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson recopilan numerosas dudas que ya hace tiempo se están acumulando sobre esta cuestión. El libro ataca la creencia de que la tecnología siempre mejora la calidad de vida de la población, y lo hacen además a través de un amplio recorrido histórico.

Empecemos por las tecnologías agrarias que marcaron la transición desde sociedades de cazadores recolectores a sociedades agrarias: se trató de una revolución de primer nivel que trajo los sistemas de riego, los arados, la preservación de semillas, la rotación de sembrados o la alfarería. Está abundantemente documentado que la agricultura llevó a un empeoramiento claro del nivel de vida para la gran mayoría de la población, que vio reducida su estatura, salud y esperanza de vida. Solo una pequeña minoría de gobernantes, administradores y sacerdotes vivía mejor que en el sistema anterior.

El patrón se repite una y otra vez. El gran crecimiento de la productividad agrícola en Europa durante los siglos X a XIII se explica por cambios en los molinos de agua y viento, las herraduras, las fuentes de agua o los arados. Trabajos recientes sobre Inglaterra muestran que las ganancias en productividad agrícola se destinaron íntegramente a la construcción de catedrales, iglesias y otras formas de honrar a Dios. Pero el nivel de vida de la gente común se redujo: a medida que la tierra rendía más, quien tenía poder sobre los campesinos y campesinas les obligó a trabajar más por menos.

Otro caso muy conocido es la revolución industrial, que generó inicialmente un deterioro del nivel de vida para una gran parte de la población. Hay muchos otros ejemplos históricos menos conocidos. Durante el siglo XVIII y XIX, las mejoras en las tecnologías agrarias mejoraron la productividad de la tierra en los estados del sur de Estados Unidos, motivando un gran auge en la esclavitud y, otra vez, una fuerte polarización entre ganadores y perdedores. La privatización de tierras comunitarias en Inglaterra o “enclosures” generó una mejora muy pequeña en la productividad de la tierra, pero un empeoramiento claro para la población afectada. La revolución bolchevique, por su parte, mecanizó la producción agrícola a costa de hambrunas y millones de muertos.

Esto no significa que todos los cambios tecnológicos sean siempre perjudiciales para la población. Pero pone énfasis en que el cambio en las maneras de producir no genera bienestar de manera automática. Que mejoren o empeoren los estándares de vida depende de si las instituciones políticas reparten los beneficios de forma amplia entre la población, a través de políticas variadas impositivas y de inversión y gasto social.

Los avances de los últimos meses en modelos de lenguaje natural auguran reestructuraciones profundas. Los algoritmos ya pueden realizar mejor que los humanos tareas como escribir, crear material audiovisual, o programar, para las que se necesitaban años de formación. Las ganancias en bolsa derivadas del optimismo de los mercados sobre el potencial de estas tecnologías se han concentrado en unas pocas grandes empresas como Microsoft, Alphabet (Google), Apple, Amazon o Meta (Facebook). Los algoritmos que permiten realizar tareas que antes realizaban humanos han sido entrenados por enormes cantidades de datos, generados por humanos a quienes no se ha retribuido por esa aportación.

El debate sobre qué políticas son adecuadas está sobre la mesa en otros países. Sam Altman de Open AI acaba de lanzar una empresa experimental en que se retribuye a personas que dan sus datos biométricos con bitcoins, como forma de compensarles y experimentar cómo repartir las ganancias de la inteligencia artificial. Harán falta muchas políticas radicales e imaginativas en las próximas décadas, y algunas clásicas como las redistributivas, siguen siendo válidas, pero deberían surgir del debate democrático articulado por los representantes políticos y no de la buena voluntad de unos pocos privilegiados. Esperemos que en la próxima campaña se empiece a hablar sobre cómo repartir las ganancias de la inteligencia artificial.

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