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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El hundimiento de la Casa Rajoy

El escaño de Rajoy, vacío, en la sesión de tarde del jueves.

Iñigo Sáenz de Ugarte

En algún momento entre las cuatro y las cinco de la tarde, la era de Rajoy comenzó a difuminarse lenta pero inexorablemente en el hemiciclo. Antes de que Aitor Esteban anunciara el apoyo del PNV a la moción de censura, cayó la realidad sobre el grupo parlamentario del PP y el banco azul como una niebla densa que anunciaba lo peor. Esperaban una ayuda que no podía llegar porque el ilusionismo político con el que Mariano Rajoy ha sobrevivido a tantas situaciones imposibles en su carrera se había quedado ya sin nada en lo que sostenerse.

No habría más ayudas desde lugares insospechados. Los partidos de la oposición que con sus peleas concedieron una prórroga inesperada al PP en diciembre de 2015 no iban a repetir la extraña jugada esta vez.

Su líder estaba desaparecido, lo que tenía un punto de humillante para los diputados del PP que le aplauden a rabiar como si fuera una estrella del rock. Rajoy no volvió de comer, sin que estuviera muy claro entonces si se había quedado en La Moncloa o estaba en un restaurante con sus asesores en una de esas sobremesas interminables de café, copa y puro, y otra copa porque a estas alturas qué más da. Por la noche, se supo que había pasado ocho horas en un restaurante de donde salió contento y sonriente. O eso parecía.

El escaño del presidente permaneció vacío hasta que Sáenz de Santamaría puso en él su bolso. Al menos que sirviera para algo.

Mientras el hiperactivo Rivera estaba también fuera del hemiciclo, en su despacho haciendo llamadas y preparando el discurso, probablemente intentando sin éxito ponerse en contacto con Rajoy, los diputados del PP se hundían en sus móviles con el rostro serio de quien sabe que hay que ir pronto al tanatorio para dar el pésame a los familiares. Santamaría estaba tan concentrada en su móvil que si alguien hubiera dicho que estaba leyendo ‘Guerra y paz’, le habrían creído.

No hubo un estallido de furia por parte de los diputados del PP que veían morir ante sus ojos al que ha sido su líder desde 2004. Con permiso de TS Eliot, se podría decir que así es como termina el mundo de Rajoy, no con una explosión, sino con un gemido de resignación en las filas de su partido.

El día de los rumores

El panorama de este fin de época se vio enrarecido por los rumores sobre una presunta maniobra para que una dimisión de Rajoy cortocircuitara los planes de Pedro Sánchez. La dimisión habría hecho decaer la moción de censura al no tener ya sentido, pero no habría cambiado la configuración de la Cámara. Era sólo el último intento de Ciudadanos por forzar una situación que desembocara en la disolución de las Cortes. ¿Cómo? Nadie lo tiene muy claro.

Lo que es seguro –está en la Constitución que tanto cita Rivera– es que la dimisión de Rajoy obligaría a que el rey convocara a los líderes de los partidos y propusiera un nuevo candidato para presidir el Gobierno. ¿Por ejemplo, Pedro Sánchez, que podría ser elegido en segunda votación?

Rivera llegó al Congreso con el apoyo de El País y El Mundo para reclamar elecciones cuanto antes con el inconveniente de que ninguno de esos dos aliados tiene escaños, ni siquiera en el Grupo Mixto.

Por alguna razón, Rivera confiaba en que algunos de los partidos que votarán a favor de la moción de censura y que suman la mayoría absoluta iban a cambiar de estrategia en el último minuto para favorecer a… Albert Rivera. Algo fallaba en esa lógica.

A media tarde, el ministro Zoido abandonó el pleno con cara resignada: “Parece que la gente venía con la opinión formada”. Se giró justo de inmediato para decir, no sea que alguien pensara que lo decía en tono elogioso: “Y equivocada”.

Cospedal toma el mando

La persistencia de los rumores sobre la dimisión imposible de Rajoy hizo que Cospedal, como secretaria general del PP, convocara una rueda de prensa para dejar las cosas claras: “Mariano Rajoy no va a dimitir”. Los que estaban propagando ese rumor saben que es falso, dijo. “La aritmética parlamentaria impide que, aunque Rajoy dimitiera, el PP pudiera seguir gobernando”. Aparentemente, Rivera no había hecho la suma.

Justo cuando Cospedal estaba haciendo oficial el reconocimiento de la derrota y el desmentido de cualquier maniobra desesperada de última hora, el líder de Ciudadanos ya estaba en la tribuna pidiendo casi a gritos lo que ustedes ya se pueden imaginar: “El señor Rajoy tiene una última oportunidad que es presentar la dimisión”.

Algunos diputados del PP debían de pensar que Rivera les estaba tomando el pelo y manifestaron su descontento, pero no, Rivera hablaba en serio. Lo llamaba la “salida democrática”, como si votar una moción de censura en los términos previstos por la Constitución fuera anticonstitucional.

Todo eso no le gustó mucho a Sánchez, que se calentó e hizo algo que no es muy habitual, aunque sea muy interesante para los periodistas. Contar a todo el mundo las confidencias hechas por un dirigente de otro partido.

Villegas, de Ciudadanos, y Ábalos, del PSOE, se habían reunido para hablar de la moción –contó Sánchez– y el primero dijo al segundo cómo pretendía Ciudadanos forzar al PP a convocar elecciones: boicoteando sus iniciativas, no aprobando el techo de gasto y levantando el veto a iniciativas ya aprobadas por el Congreso. La ofensiva del Tet con emboscadas de los insurgentes naranjas en todas las esquinas, dirigidos por el sargento Girauta, nasío pa matá.

“Lo que ocurre, señor Rivera, simple y llanamente es que usted no tiene palabra”, cerró Sánchez su intervención, lo que confirma lo mucho que les gusta a los políticos españoles insultarse desde la tribuna. En los bares, la gente se controla más.

El candidato accidental

Al igual que por la mañana, Pedro Sánchez hizo todo lo posible por no enfadar ni incomodar a ninguno de los partidos que están dispuestos a apoyarle. Si venían con la opinión formada, como decía Zoido, no era cosa de que la cambiaran por un arrebato verbal.

En su respuesta al diputado canario Pedro Quevedo, casi se presentó como el candidato accidental. El que pasaba por ahí cuando la sentencia de la Gürtel le obligó a dar un paso al frente. “Ni queríamos esta moción de censura ni elegimos esta fecha”, explicó. “Este no era el calendario que tenía previsto. Tenía que preparar ahora al partido para las elecciones locales y autonómicas”. Esa era su prioridad, que no parece ahora gran cosa comparado con la idea de convertirse en el tercer presidente socialista del Gobierno español desde 1977.

Aitor Esteban, el kingmaker que dio los votos decisivos, ya le advirtió de que no se debe dejar llevar por la euforia. “Me parece que esto (el Congreso) se va a convertir en un pim-pam-pum permanente”. No sería la primera vez.

A Sánchez le han sacudido por todos los lados desde que ganó sus primarias en el PSOE hasta cuando lo dejaron tirado en una cuneta en el infausto Comité Federal. Todos le han subestimado y nadie olvida sus errores. Experiencia de diana, sí tiene, pero desde luego es mucho más fácil sobrellevarlo cuando vives en Moncloa y te dejan escribir lo que quieras todos los días en el BOE.

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